jueves, 24 de mayo de 2012

De la Plaza Vieja al Chofre

La afición a los toros ha sido grande entre nuestros antepasados y en San Sebastián se corrían toros desde tiempo inmemorial y así lo demuestra un viejo papel en el que consta el acuerdo municipal del 3 de agosto de 1587 de pagar 342 reales a los que habían puesto barreras para los toros corridos el día de Santiago. El P. Manuel de Larramendi (1690-1766) dice que los guipuzcoanos de su tiempo eran de genio alegre y divertido y muy inclinados a ver fiestas, gustándoles extraordinariamente los toros hasta el punto de que si no había no consideraban fiestas. "Si hay toros, luego se despueblan los lugares para verlos. (...) Y es tal y tan grande esta afición, que como se dijo por chiste de los de Salamanca, si en el cielo se corrieran toros, los guipuzcoanos todos serían santos por ir a verlos. En ocasiones especiales se traen toros de Castilla y de Navarra, fieros, y que con catadura sola espantan; pero siempre son toros de muerte; no así los del país, que acabada la corrida los llevan al monte y a sus caseríos. Y para los toros de Navarra y Castilla se traen asalariados toreadores de allí mismo, y que viven de ese oficio tan peligroso".


El P. Larramendi dice que en Guipúzcoa, “con toda la afición que hay a toros, de sólo uno he oído que se metió a torero de oficio que llamaban “Chambergo". Es de ver capear un fiero toro y la destreza con que evita sus acometidas sacando la capa, ya de un lado, ya del otro, ya por arriba, ya por abajo, repitiendo la suerte hasta dejar rendido al toro".


El Ayuntamiento de San Sebastián por aquellas fechas, 1760, aprobó unas curiosas ordenanzas a fin de que los precios en torno a las corridas no se disparasen, lo que prueba que la afición era grande y se especulaba con las entradas, en perjuicio del vecindario. Decían aquellas ordenanzas, entre otras cosas, lo siguiente:


"Que ofreciéndose a la ciudad celebrar corridas de toros, ponga en arriendo público la plaza y función, como se practica en todas las Españas, por cuyo medio se evitan confusiones en los gastos precisos de compra de toros, conducción de estos, estipendios y manutención de vaqueros, pagamento de pastos de ganado, ajuste de toreros que sube a crecida suma, pues además del dinero les satisface las comidas que consumen y desperdician y no se repara por una especie vana de liberalidad a que cuida el fervoroso deseo de la diversión.


A los alguaciles por la fatiga de estos días, se les dé dos pesos a cada uno, y no más sin que puedan pretender otro.


Si algún toreador fuese acreedor a premio por alguna sobresaliente habilidad, aunque por ostentación se le conceda el toro, de que se agrada al público, su paga sea de dos pesos, como se hace en varias plazas.


Se escuse la lanzada por cuanto ha señalado la experiencia que exponiéndose un hombre a perder la vida, se inutiliza un toro para diversión, cambiándose ésta en continuo sobresalto y cuidado.

Que la ciudad en caso de no poder arrendar, no satisfaga más de seis pesos de salario en cada corrida por las mulas, que se ocupasen en sacar los toros muertos; pues se considera suficiente este estipendio.


Que en el caso de no haber arrendador se dé a los carniceros por los perros, que de orden de la ciudad echarán a los toros, dos pesos de a 15 reales de vellón por cada uno.


Que a la persona que tuviera la llave del toril y se ocupase en la introducción de los toros, su cuidado y sacarlos a la plaza, se le den por día dos pesos de a 15 reales, de forma que por ningún pretexto se puedan dar los toros ni cabestros a toreros, alguaciles, lanceador, carniceros ni otro alguno, para que de esta suerte no se desperdicien tantos ni experimente la ciudad y fondo de la plaza el menos cabo que hasta aquí..."


Lo que llamaba “función de los toreadores" era pues cuidadosamente controlada por nuestros munícipes, que supongo serían los primeros en acudir a la plaza, como lo hacía el genial pintor aragonés Francisco de Goya y Lucientes, de ascendencia guipuzcoana que nos legó en tantas de sus obras varios aspectos de la lucha en la que se unen arte y valor. El pintor de Fuendetodos inmortalizó con sus pinceles a Martín Ebaus "Martinocho", nacido en Oyarzun que por muchos cosos hizo con los cornúpetas arriesgadísimas suertes. Este fue uno de los toreros de nuestra tierra, que si no ha dado muchos diestros de tronío sí algunas figuras que brillaron con luz propia en el mundo de la fiesta, pues aquí nacieron Antonio Ituarte "Zapaterillo de Deva", cuyo hijo fue condecorado por Fernando VII con la Cruz de primera clase de San Fernando como miembro activo de los tercios forales que en 1830 contuvieron en la frontera la intentona de Mina, Jauregui y Valdés contra el régimen absolutista; de esta tierra fueron José Arregui, nacido en Tolosa y Luis Ramírez Marchiarena, donostiarra, y de Elgoibar el más famoso diestro de su época, don Luis Mazzantini Eguía que tras ser figura tan cotizada como Reverte o Lagartijo, se cortó la coleta y se dedicó a la política llegando a ser gobernador civil. Y en tiempos más recientes ahí está José María Recondo, de Igueldo, que hace treinta años tenía un sitio entre los toreros de postín de aquellos días.


Han sido muchas las plazas en las que se han corrido toros en nuestra ciudad y también se han corrido en lugares que sin ser propiamente plazas se habilitaban para la fiesta. El primer lugar donde se corrían los toros, allá por los siglos XV y XVI era la llamada Plaza Vieja que estaba aproximadamente donde los actuales arcos del Boulevard hasta los urinarios del citado paseo. Pero la autoridad militar prohibió en 1722 que allí hubiera corridas, por ser terreno castrense y entonces el Ayuntamiento acuerda levantar una plaza, la hoy llamada de la Constitución y mientras tanto la fiesta se lleva a la calle de los Esterlines, en el rectángulo que allí había y que era de mayor extensión que el que existe en la actualidad. Se colocaban tribunas de madera y los donostiarras disfrutaban de lo lindo.


La que se llamó Plaza Nueva tiene su origen en las corridas y el reverendo don Joaquín Ordóñez, en el manuscrito que se conserva en la Real Academia de la Historia perteneciente a la colección Vargas Ponce y que tiene fecha de 1761 lo explica así: "La plaza Mayor la nueva, es uniforme en todo, llámese plaza Nueva, porque hace pocos años que se fabricó de planta y nació esto, de que queriendo la ciudad correr toros en la que ahora se llama plaza vieja porque es del rey, lo embarazó el comandante general que entonces había, y con este sentimiento la ciudad por tener libertad en adelante determinó comprar sitios, demoler casas y levantar a su gusto y a costa de la ciudad tomando censos que aún está pagando réditos y cada año se van minorando: luego que se concluyó, que fue el año 1723, se estrenó con una corrida de toros en aquel agosto". Describe Ordóñez la plaza y a continuación escribe: "Para una corrida de toros se alquilan las portadas, las cuatro bocacalles, y por cada casa (esto es dos ventanas) está en costumbre pagar dieciséis pesos, los inquilinos que las viven no tienen parte en las ventanas de su casa y la ciudad hace el repartimiento y quedan quejosos porque no alcanzan para todos, con lo que costea la ciudad las fiestas y gana dinero y se lleva que el Consulado da para corridas doscientos pesos, la ciudad la primera tarde envía al cónsul un gran refresco y éste retorna otro igual en la segunda".


Tras la destrucción de la ciudad en 1813 los donostiarras, comprometidos en reconstruirla, pusieron manos a la obra y cuando la plaza Nueva estuvo apta para festejos, allí se volvieron a correr toros. Los reyes Fernando VII y su esposa Amalia presidieron la colocación de la primera piedra de la nueva Casa Consistorial y asistieron en aquella plaza a varias corridas. Se lidió ganado de Zalduendo, Guendulain y Lizaso y los diestros Carreto, Guillén y Paquiro brindaron sus faenas a los soberanos y al ministro de justicia que lo era don Tadeo Calomarde. Fueron cuatro las corridas celebradas los días 6, 7, 8 y 9 de junio de 1828, todas ellas números fuertes del programa de fiestas organizado en honor del Deseado y su esposa.


Pocos años después se inauguraba la plaza de toros de San Martín situada en la actual m nzana de casas limitada por la Avenida y las calles de Loyola, San Marcial y Urbieta, la primera que se levantó fuera de las murallas y donde se lidiaron mientras existió, de 1852 a 1867, toros navarros que desde los jaros de Miramón les traían por Ayete hasta el coso, constituyendo los encierros una fiesta anticipada de la corrida.


Fue en Atocha donde se levantó otra plaza, que la levantó un francés, M. Verde, pero que la abandonó sin llegar a dar una sola corrida. Entonces la sociedad "La Armonía" decidió inaugurarla y fue José Arana, que hasta entonces poco tenía que ver con el mundo de los toros, quien organizó dos corridas en aquel coso de madera que se alza donde hoy está el rascacielos de Atocha. Aquella plaza se inauguró en 1870 toreando Lagartijo y Frascuelo.


Esta plaza durante la segunda guerra carlista quedó destruida por un incendio y al término de la contienda Arana levantó en el mismo lugar otra, dirigida la obra por el arquitecto José Goicoa. En treinta días estaba terminada la plaza inaugurándose el 16 de julio de 1876 con Frascuelo y Villaverde. Para levantar el nuevo coso en tan corto espacio de tiempo, Arana y su gente trabajaron a destajo, trayendo los materiales de Bayona.


Por allí desfilaron los mejores diestros del firmamento taurino y en su ruedo actuaron también lidiadores franceses y rejoneadores portugueses. A Arana, ante el éxito que tenía la plaza, se le ocurrió el "slogan" de "Semana Grande", inundando de propaganda no sólo Guipúzcoa sino las provincias vecinas y los departamentos de sur de Francia. Los días de corrida llenaba la ciudad de bandas y lanzaba al aire cientos de cohetes que, se decía, detenían las nubes hasta que terminaba la fiesta. Montaba carruajes para traer a los aficionados de Francia y organizaba

por las noches la quema de fuegos artificiales. Los toreros tenían gran confianza en Arana y muchos venían sin contrato sabiendo de antemano que el empresario cumpliría con largueza.


El genio de José Arana estaba siempre presto a organizar festejos para solaz de donostiarras y veraneantes y al tener noticia de que en Valencia se había dado una corrida por la noche quiso hacer lo mismo. "El problema del alumbrado no puede preocupar a nadie”, comentaban los que un par de días antes de la corrida presenciaron el ensayo. Se hizo una gran propaganda de la corrida y en los carteles anunciadores se decía que saldrían dos toros de Colmenar "que serán capeados, banderilleados con bengalas y muertos a estoque por un sobresaliente de espada, y cuatro toros del Excmo. Sr. Duque de Veragua que se lidiarán por las cuadrillas de Cara-ancha y Mazzantini". Llamaba la atención que en la corrida nocturna hubiese localidades de sol, sombra y sol y sombra.


A las ocho y media de la noche del 30 de agosto de 1886 la plaza estaba llena de público y veinte potentes focos eléctricos arrojaban luz más que suficiente para poder contemplar el espectáculo como si la corrida se celebrara a mediodía. Los dos primeros toros fueron banderilleados con palitos de bengala y estoqueados por el sobresaliente Galindo. Luego vino la lidia de los bichos de Veragua. Al primero los varilargeros lo dejan mal parado hasta el punto que "Agujetas", último que actuó con la garrocha, lo tumbó y desde el estribo ahondó la puya. El toro se acostó para no levantarse más, entre un gran escándalo. El segundo mató a un caballo y Mazzantini cumplió, toreando cerca, despachándolo de dos pinchazos y una corta. Al siguiente, Cara-ancha le hace una buena faena matándolo de un volapié. Y al que cerraba plaza, el torero elgoibarrés lo trasteó con arte y valentía. El morlaco era de peso y poder y mató a un caballo. Mazzantini en la suerte suprema le clavó una corta buena a volapié y otra mejor.


La corrida duró dos horas y cuarto y al final el público pedía otro toro. Los diestros estuvieron bien pero la gente, según el comentario general, prefería las corridas a la luz del sol. Un crítico escribió: "¡Lástima de gachís, que todas parecen pálidas y asustadas con la luz eléctrica!". Se decía que con luz artificial la lidia resultaba más arriesgada para los toreros pues el toro, atraído quizá por el efecto que la luz produce en los bordados de oro y plata de la ropilla del diestro, acude en el derrote más al bulto que al engaño. La fiesta resultaba fría, desanimada. "Los espectadores se presentan a la vista de uno como una gran masa petrificada, sin animación, sin vida; se distingue el color de los trajes de las mujeres y las plumas o flores con que adornan los sombreros, pero nada más. Para las mujeres que van a los toros a ver y a ser vistas, el desencanto es horrible", escribían los revisteros.


Los comentarios a la corrida fueron de todos los gustos y se incrementaron más cuando el ex-ministro y diputado por Valladolid, don José Muro, censuró duramente al empresario al vender entradas de sol y sombra. Del enfrentamiento verbal se pasó a los hechos y hubo un duelo a pistola entre los señores Muro y Arana que terminó sin que la sangre llegara al río.


Unos años después Arana organiza una corrida femenina. No era la primera que se daba en San Sebastián pues en 1854 tuvo lugar una corrida lidiada totalmente por mujeres. El “acontecimiento" tuvo lugar en la plaza de toros de San Martín y fue decepcionante pues según el cronista "Mendiz Mendi" las toreras andaluzas, "las hermosísimas de la tierra de María Santísima, resultaron las mujeres más feas del planeta, unas tuertas, contrahechas otras, de caras picadas, viejas, sin dientes, condenadas..." La gente que aguantó el espectáculo, lo tomó a broma. Y Curro Cúchares, que fue quien convenció al empresario y las trajo, se defendió diciendo: "Yo, zeñores, ziento aquí mizmito, en el corazón, lo ocurrido. Cuando vi en Zeviya trabajá a las manolas, aquello se hacía canela pura. Ar yegá aquí, er género se ha debió echá a perder en er viaje".


La que organizó Arana el 4 de agosto de 1895 fue mucho mejor. Las diestras eran Lolilla Portel, de 16 años, y Adelaida Angela Pagés, de 17; de sobresaliente actuó Julia Carrasco, de 17 años, y de banderilleras Justa Simó, de 17 años; Encarnación Simó, de 16; María Munaber, de 17, y Francisca Pagés, de 16. Pese al tiempo lluvioso de aquel domingo, la plaza estaba llena. Los toros eran de Gregorio Martínez, de Tudela. Al primero de la tarde, "Pies de plomo", Lolilla le torea bien con el capote, las hermanas Simó "cuelgan" al bicho tres pares de banderillas. La "diestra" le pasa la muleta con mucha frescura en corto, ceñuda y hasta con sal. No tuvo suerte al matar. En el otro, "Verdugo", de mayor peso, Lolilla volvió a demostrar su maestría con el capote. Fue alcanzada dos veces sin consecuencias y la Pagés, al clavar el tercer par, fue arrollada. Con varios pinchazos y una estocada, el toro cayó al suelo.


La otra "diestra", Angela Pagés, que vestía de chocolate y plata, paró en seco a “Jilguero” con verónicas, faroles y redondos. Cuatro pares y luego Angela le dio varios pases de pecho, varios pinchazos y una estocada atravesada que bastó. A "Finito", último de tarde, la Pagés lo toreó con más fortuna que al primero y acabó con él después de una docena de estocadas de todas clases. Lolilla demostró que era valiente y procuró agradar. Las demás cumplieron. Al retirarse las "diestras", la gente cantaba: "Si vas a San Sebastián/ pregunta por la Dolores/ que es una chica muy guapa/ y da pases superiores". La gente comentaba: "Si los toros se hubieran muerto antes, el espectáculo hubiera resultado brillante".


Aquella plaza de Atocha, como luego la del Chofre, era diferente a las otras de las diversas ciudades españolas, y ello por el público francés que venía en masa. En 1894 un periodista madrileño escribía sobre nuestra plaza: "Ofrece un conjunto abigarrado y muy vistoso. Las damas francesas presencian el espectáculo hasta en las barreras. Por eso tiene la plaza de San Sebastián especial fisonomía que la distingue de las demás. El paseo de las cuadrillas produce siempre el delirio, y la suerte de varas desmayos y accidentes que requieren el uso de sales". (Como dato curioso citaré sobre la suerte de varas que en la corrida del 19 de agosto de 1894 murieron en la plaza de San Sebastián diecisiete caballos y fueron arrastrados doce).


Y en "La Epoca" de Madrid Rodrigo Soriano escribía aquel verano: "¡Ya se acercan esos franceses! Vendrán el domingo, se indignarán un rato y volverán al día siguiente. Más les agrada la fiesta cuanto es más bárbara. La emoción está siempre relacionada directamente con la sangre vertida y el peligro corrido. Los nervios necesitan grandes sacudidas eléctricas para gozar las delicias y refinamientos de la fiesta taurina. Casi todos los escritores franceses que han tratado de toros convienen, después de disparatar no poco, en que la suerte de pica es sublime sobre toda ponderación. Enrique Regnault, el pintor retratista de Prim, se horrorizó la primera vez que vio picadores por el aire y sangre por el suelo; la segunda vez, no pudo menos de mirar espantado; la tercera, a la tercera va la vencida, aplaudió con entusiasmo el plástico cuadro de sol y sangre. Pocas corridas después, podíase ver al ilustre pintor encaramado en un tendido y gritando con toda la fuerza de sus pulmones: "¡Caballos! ¡Caballos!". Y terminaba su crónica diciendo que "lo mismo los de aquí que los de allá, los "botijo-car" y los "sleeping-car", se unirán esta semana, esta "gran semana" de San Sebastián que empieza el domingo ante la más hermosa barbaridad de las muchas que han inventado los hombres".


Y muchos años después, y ya funcionando el Chofre, Juan Spottorno y Topete escribía el 8 de septiembre de 1929 en la revista "Blanco y Negro" de Madrid sobre nuestro coso taurino: "Aquí la multitud no es oscura sino clara y brillante, porque en la plaza abundan las mujeres. Mujeres no solamente en los palcos y las localidades de preferencia, sino en la plaza toda. Mujeres venidas de las cuatro partes del mundo, de las que veranean en Biarritz y en San Juan de Luz y aprovechan la proximidad para hacer una visita a España y gustar en la propia salsa de sus toros. Cada puyazo, sobre todo, provoca un griterío de horror. Son los nervios disparados de las extranjeras, a quienes la "salsa" resulta un poco fuerte".


La última cita periodística tenía como "escenario" la plaza del Chofre, la plaza que durante tres cuartos del siglo actual fue el centro taurino con mayor personalidad de todo el norte de España. Se quiso dotar a San Sebastián de una plaza de toros de categoría, pues la de Atocha de don José Arana era pequeña y anticuada. Un grupo de personas lanzó la idea en el otoño de 1901 que inmediatamente tuvo eco positivo. Se redactaron unos estatutos para la sociedad que iba a crearse, se estudió el aspecto financiero y se fijó el capital que se estimaba necesario para la construcción de la plaza. Los que habían dado su consentimiento a suscribir las acciones de la entidad que se pensaba crear, y que se llamaría Nueva Plaza de Toros de San Sebastián, se reunieron el 17 de noviembre de 1901 en el palacio de Bellas Artes de la calle Euskal Erría. Dado el visto bueno a todo lo realizado por una comisión gestora de la entidad, se procedió a nombrar el consejo de administración de ésta, resultando elegidos los siguientes señores: presidente don Joaquín Carrión; vicepresidente don Gregorio Reparaz; tesorero don Blas de Otero; secretario-contador don José Mendiluce; vocales don Pedro Umerez, don Victoriano Iraola, don Manuel Pérez Icazategui, don Federico Ferreirós, don Gil Clemente Odriozola, don Celestino Arizmendi, don Manuel Lizasoain y don Agustín Ubarrechena. Se designó a los señores Pérez Icazategui y Umerez para que estudiaran el lugar más idóneo para levantar el nuevo coso taurino, calculándose que para ello serían precisos entre doce y quince mil metros cuadrados. Se desechó la idea de que la plaza fuera cubierta como algunos propugnaban.


Unos días después, el 25 de noviembre, se firmaba ante el notario señor Amado la escritura de constitución de la nueva sociedad y todas las acciones puestas en circulación fueron suscritas inmediatamente. Se encargó al arquitecto don Luis Aladrén, que junto con su colega Antonio Morales de los Ríos había hecho el proyecto del Gran Casino, que hiciera los planos de la plaza.


Se examinaron diversos terrenos donde podría construirse la plaza entre ellos unos situados en el Antiguo propiedad de la firma Brunet y Cía., que se hallaban frente al campo de maniobras de Ondarreta; otros en el paseo de Puertas Coloradas (Ategorrieta) donde se hallaba Villa Vicente y por último unos en las inmediaciones del antiguo frontón Jai Alai. Los propietarios de los terrenos colindantes con el frontón estaban dispuestos a cederlos. Asesorados por el arquitecto señor Aladrén se eligieron estos últimos como los más idóneos. La escritura de compra se firmó ante el notario don Santiago Erro el 11 de junio de 1902. La víspera había muerto el arquitecto señor Aladrén y entonces se designó como director de las obras al arquitecto señor Urcola. El 11 de junio se colocó la primera piedra y un año después, el 9 de agosto de 1903 se inauguraba la plaza.


Esta ocupaba 11.000 metros cuadrados, tenía una capacidad para 15.000 espectadores, el redondel un diámetro de 42 metros y el edificio una altura de 16 metros. A la plaza se le daba entrada por una gran puerta que llevaba directamente al redondel para que el despejo antes de la corrida fuese verdad. Tenía ocho tendidos a los que se entraba por amplias puertas que se abrían en mitad de las graderías. Dentro de la plaza había una galería que la circunvalaba de cuatro metros de anchura, desde la cual se penetraba en los tendidos. Frente a la presidencia estaba el toril y a los lados de éste la puerta de arrastre y la del servicio de caballos y salida de las cuadrillas. El callejón tenía dos metros de anchura y en él se colocaron burladeros.


Fue el 9 de agosto de 1903 cuando se inauguró la nueva plaza del Chofre. Hubo lleno hasta la bandera y en el palco de honor se hallaban el Rey Alfonso XIII y el príncipe Honorato Carlos de Mónaco, que aquellos días se hallaba en San Sebastián. Todos los diestros brindaron sus faenas a estas personalidades. Los diestros fueron en aquella histórica corrida Mazzantini, Lagartijo Chico, Emilio Torres "Bombita" y Antonio Montes. El ganado, de Ibarra.


El diestro guipuzcoano, el gran Mazzantini, que fue ruidosamente aplaudido al pisar el ruedo pues no había toreado en San Sebastián hacía tres años, no tuvo su tarde. Evidenció que para ser torero tanto como la voluntad es necesaria la energía de la juventud. Empezó como en los buenos tiempos, pero la fatiga le dominó pronto. Al primero le toreó con tranquilidad y desde cerca confiándose mucho, trasteándole con inteligencia, y con el estoque dio una corta en buen sitio, un pinchazo hondo en lo alto y una estocada inmensa que hizo caer al toro patas arriba. Al otro le toreó con menos confianza, despachándole de un pinchazo bueno y una estocada algo desprendida.


Lagartijo hizo una faena valiente pero embarullada a su primero y lo mató de media estocada de las cosechas de su familia lagartijera. Al segundo, al que recibió con muchos adornos, le dio dos pinchazos regulares, media atravesada e intentó sin fortuna dos veces el descabello.


Bombita demostró que era un buen torero, bregando mucho, siendo aplaudido en varias verónicas y farolillos, no teniendo suerte al matar a sus enemigos.


Antonio Montes, muy valiente, recibió un achuchón mayúsculo y a su segundo lo recibió con un ayudado hincando la rodilla en tierra. Cortó una oreja, la primera que se daba en el Chofre.


La empresa regaló otro toro más que mató Bernalillo de un pinchazo, una estocada perpendicular y dos intentos de descabello.


Los picadores, excepto el "Chato", no estuvieron bien. Murieron veinte caballos y más de un bicho pasó a las banderillas sin una gota de sangre en el morillo. Los toros de Ibarra, nobles, finos y pequeños.


El primer herido en la historia de la plaza fue "Limeño" con una cornada de ocho centímetros de extensión en el antebrazo izquierdo.


Durante setenta años, la plaza del Chofre abrió sus puertas para que actuasen los mejores diestros del firmamento taurino, desde Joselito a Manolete, desde Belmonte a Ortega, desde Sánchez Mejía a Marcial... Hasta que el 2 de septiembre de 1973 por vez postrera se hizo el paseíllo por su ruedo. Días después, comenzó a ser derribada la plaza.


Fue una novillada el último festejo que se dio. El ganado era de Carlos Núñez y fue lidiado por el novillero salmantino-donostiarra Ireneo Baz "El Charro", y los matadores Julio Aparicio, Miguel Baez "El Litri" y Antonio Ordóñez. El tiempo fue espléndido y entre los asistentes se encontraba el tolosarra Pedro Estanislao Elósegui, que había sido espectador en la corrida inaugural del Chofre. El último toro lidiado en la plaza fue "Herrera", que resultó soso y al que Antonio Ordóñez cortó una oreja.


Aquel verano, último verano taurino donostiarra, se habían celebrado en nuestra plaza diez corridas de toros. Comenzaron el sábado 11 de agosto y hubo corridas todos los días de la Semana Grande hasta el domingo 19, celebrándose otra el domingo 26. Para los amigos de los recuerdos diré que las ganaderías que en aquella feria se lidiaron fueron las siguientes: Benítez Cubero, Fermín Bohorquez, Baltasar Ibán Valdés, Manuel Arranz, Antonio Pérez de San Fernando, Salvador Guardiola, Mercedes Pérez Tabernero, Cobaleda, Pablo Romero y Victorino Martín. Y los diestros que lidiaron esos toros fueron los siguientes: Santiago Martín "El Viti" (2), Dámaso González (2), Julio Robles (2), Francisco Ruiz Miguel, José María Manzanares (2), Antonio Chenel "Antoñete" (2), Diego Puerta (2), Palomo Linares (2), Pedro Moya "El Niño de la Capea" (2), "Marismeño", Francisco Rivera "Paquirri" (2), José Luis Galloso, Luis Miguel Dominguín (2), Julián García, Antonio Bienvenida, José Julio Granada, Curro Romero, Ricardo de Fabra, Agapito Sánchez Bejarano y José Ruiz "Calatraveño".


En la última "corrida-corrida”, la del 26 de agosto, hicieron el paseíllo el rejoneador Joaquín Moreno Silva y los diestros Agapito Sánchez Bejarano, Ricardo de Fabra y José Ruiz "Calatraveño". Este fue el último que dio una vuelta al ruedo del Chofre.


El cierre y derribo del Chofre fue lamentado por la inmensa mayoría de los donostiarras. "El Diario Vasco" comenzaba un editorial el 2 de septiembre así: "Estamos en pleno verano y, sin embargo, un aire de melancolía envuelve esta fecha". Y el editorial terminaba con estas líneas: "¿Qué va a pasar el año próximo? Esta es la pregunta que nos hacemos y con nosotros todos los donostiarras. El tiempo urge si queremos que el próximo verano haya corridas de toros en San Sebastián. Y esto lo queremos todos los donostiarras, aficionados a la fiesta o no, como también queremos que la nueva plaza sea digna de la ciudad y digna continuadora del Chofre que hoy, por última vez, abre sus puertas tras setenta años de historia taurina".


Cuando escribo estas líneas, veinte años después, seguimos sin plaza. Se lo seguimos agradeciendo al Ayuntamiento que presidió don Felipe de Ugarte y Lambert.


Hubo también en nuestro siglo una plaza, muchísimo más modesta que la del Chofre, en Martutene. Fue la primera plaza de toros cubierta que se levantaba en España. Abrió sus puertas el miércoles 13 de mayo de 1908 con un concierto extraordinario de la Orquesta Filarmónica de Berlín dirigida por el maestro Ricardo Strauss. Se daba la coincidencia que ese mismo día de 1901 esta orquesta, dirigida en aquella ocasión por el maestro Nihisch, había dado un concierto en nuestro teatro Principal.


La nueva plaza la había construido la empresa "Jostalekua", que se proponía explotarla dando espectáculos de categoría, conciertos, novilladas, alguna corrida de toros y funciones de circo.


La plaza era una coquetería arquitectónica, con una capacidad para 4.000 espectadores. El anillo tenía 32 metros de diámetro. Disponía de catorce palcos además del presidencial, y cinco tendidos con escaleras y accesos independientes. Tenía dos andanadas, una grada corrida de tres filas que ocupaba media plaza y encima de esa grada quedaba un paseo corrido de 1,50 metros de anchura. Los palcos sencillos tenían capacidad para once personas y los dobles para veintidós. En los tendidos había una parte de preferencia.


Lo más notable era la cubierta, construida en la casa de la viuda de Urcola. Estaba formada por una armadura metálica, compuesta de cuatro vigas principales que convergían en un punto cuya proyección era el centro del ruedo. La armadura iba arriostrada por tres series de vigas curvas apoyadas en columnas metálicas. La superficie de la cubierta era de 500 metros cuadrados y terminaba por una cristalería que permitía el paso de la luz en abundancia. El resto era de madera protegida con tela embreada para evitar toda permeabilidad. El tendido y la galería tenían su cubierta independiente sobre la cual iba el tejado. Las dependencias cumplían los reglamentos para cosos taurinos. Disponía de dos corrales y seis chiqueros y la enfermería tenía capacidad para tres camas.


El día de la inauguración la plaza estaba adornada con colgaduras de los colores nacionales. Se habían colocado en el ruedo 1.500 sillas. Pese a la calidad del concierto y a la baratura de los precios -los palcos costaban veinte pesetas, los tendidos preferentes 2,50, las delanteras de tendido y las gradas dos, los asientos de andanada una peseta y los paseos cincuenta céntimos- sólo se registró tres cuartos de entrada. El domingo 17 de mayo dio un concierto el Orfeón Donostiarra y el domingo 7 de junio hubo una novillada. La plaza se cerró en 1923.





























La plaza de Guipúzcoa


Hasta el derribo de las murallas y el inicio del ensanche de la ciudad, lo que hoy es la Plaza de Guipúzcoa era el "glasis" o explanada que había junto a las defensas. Ayuntamiento y Diputación llegaron a un acuerdo y aquel cedió a ésta unos terrenos para que se levantara el Palacio Provincial a cambio de unos caminos en las proximidades de Oriamendi

La plaza ocupa una extensión de 9.890 metros cuadrados y la primera casa que comenzó a construirse fue una de Pedro Escalada, en cuyos cimientos trabajaban los obreros a la vez que se iba levantando el Palacio Provincial. Se había acordado que los materiales que se utilizaran en la construcción de la plaza, que sería porticada, fueran piedra arenisca de Igueldo y Ulía y los zócalos de las pilastras, la imposta de los arcos y las ménsulas fueran de caliza de Motrico o de Albistur.


Según refiere Luis Murugarren, la construcción de los edificios de la plaza no era tan rápida como algunos impacientes querían, y así en el verano de 1880 se leía en el periódico "Diario de San Sebastián" lo siguiente: "Señor Oña, construya la casa de la esquina de la Plaza de Guipúzcoa o deje que otro la construya. Otro tanto repetimos a la condesa de San Luis".


Terminado el edificio de la Diputación, el día de Navidad de 1885 se incendió, quedando destruida la totalidad del Palacio donde ya trabajaban los funcionarios provinciales desde unos meses antes, salvándose la fachada. El edificio que se levantó sobre las cenizas del anterior lo hicieron los arquitectos Morales de los Ríos y Aladrén con el asesoramiento del arquitecto provincial don Manuel Echave. Las obras se terminaron en 1890 y en el edificio, además de la Diputación estaban el Gobierno Civil y la Delegación de Hacienda.


Los jardines de la plaza los diseñó Pierre Ducasse, un francés que vino a San Sebastián "llamado por próceres que tenían hermosas casas de campo en las que deseaban crear parques y jardines" según Manuel Celaya, y fue nombrado jardinero municipal siéndolo también de la Casa Real, de los duques de Bailén y de Mandas. El fue quien en la Plaza de Guipúzcoa diseñó el jardín con su estanque, riachuelo, cascada, etc. Un donostiarra que vivía en Buenos Aires, Bonifacio Echeverría, envió para el estanque tres crías de avestruz de las que dos murieron en la travesía.


Tras ajardinar el centro de la plaza se construyó en 1877 un banco corrido por los cuatro lados con seis salidas, una en cada ángulo y dos en el centro de los lados que daban al Palacio Provincial y el paralelo opuesto, y sobre él se colocó una verja de hierro, cerrándose las puertas por la noche. Recordaba esta plaza con la verja cerrada, algunas que aún existen en Londres y que son propiedad de los vecinos de las casas inmediatas, quienes disponen de llave para poder entrar en los jardines.


Esta plaza fue uno de los muchos aciertos que tuvo don Antonio Cortazar, el arquitecto que diseñó el ensanche donostiarra, desde el Boulevard a Amara. Cuando se diseñó, se pensó en comunicar los pisos primeros de las cuatro esquinas, al igual que en la plaza de la Constitución y todavía pueden verse los capiteles. También se pensó en levantar un monumento en el centro con estatuas de los hijos ilustres de la provincia. No se llevó a efecto y se colocaron unas rocas de las que salía una cascada.


Con la supresión de la verja citada viene la tercera fase de la plaza. La supresión dio origen a una acalorada polémica, pues los defensores de la moral pública vieron en estas facilidades de acceso nocturno a la plaza una invitación a cometer actos contrarios a las buenas costumbres. Pero triunfó el criterio de los más abiertos.


A la plaza se le fueron agregando detalles curiosos y que si a los donostiarras de tanto verlos no nos llaman la atención, no ocurre lo mismo con quienes visitan por primera vez el lugar. Allí está el templete meteorológico astronómico, donado por don José Otamendi, padre de los ingenieros y arquitectos que tantas obras dirigieron en Madrid, entre ellas el Palacio de Comunicaciones y las primeras líneas del "Metro". Allí está la mesa horaria que nos indica en qué hora viven en Buenos Aires, en Tokio o en Sydney. Allí estaba el cañón que disparaba en el momento exacto en que el sol pasaba por el meridiano de San Sebastián y que se retiró a petición de quienes alegaban que asustaba a las gentes, lo que no era bueno para la salud. Este cañón, que no se sabe quién lo llevó a la plaza y que ahora está arrumbado en San Telmo, recordaba a un reloj-cañón que existe en el Palais Royal de París. Gracia a una lente biconvexa el cañón funcionaba con exactitud casi matemática. Esta exactitud sólo se daba cuatro veces al año, el 15 de abril, el 15 de junio, el 31 de agosto y el 25 de diciembre. Los rayos solares atravesaban una lente y concurrían sobre la meridiana en cuyo plano se hallaba el "oído" del cañón. El disparo se producía en el momento preciso del paso del sol por el meridiano verdadero, pero como el movimiento de la Tierra alrededor del Sol no es uniforme, el sol no vuelve todos los días al meridiano en que está colocado el cañón al cabo de veinticuatro horas justas, sino que unas veces se adelanta y otras se retrasa respecto al meridiano verdadero, excepto esos cuatro días de perfecta coincidencia. El cañonazo de las 12 era la delicia de los chicos y causaba algún susto a los distraídos transeúntes.


El tablero y el planetario están abandonados cuando escribo estas líneas y creo que se debía cuidar más el curioso regalo que don José Otamendi hizo a la ciudad en 1879, fecha en que se instalaron en la plaza.


Según Manuel Celaya, en la plaza había en 1970 ciento dos pies de plantas arbóreas clasificadas de la forma siguiente: una adelfa, siete acacias, dos caquis, tres camelias, cuatro castaños de Indias, una catalpa, dos cerezos japoneses, once ciruelos Fitschrd, una flor de oro, cuatro fresnos, tres magnolios, cuarenta y un olmos, tres palmeras Chamorosi y varias cepas, dos pinos, un tejo y diecisiete tilos. El tejo es un árbol que abundó mucho en Guipúzcoa y que va desapareciendo de nuestros campos y que según Celaya fue llevado al ancho inferior del escudo de la provincia pues "los tres árboles siempre verdes, que por su copa puntiaguda y ancha y tronco corto no pueden ser más que tejos, porque no hay otro en Guipúzcoa de esas características". Según Araquistain en sus "Leyendas vasco-cántabras", los vascos que caían prisioneros de los romanos preferían envenenarse con un cocimiento de hojas de tejo, muy tóxico, antes de morir esclavos o crucificados. El único tejo que hay en San Sebastián, decía Celaya, no sabemos si por mera coincidencia o intencionadamente está plantado al pie del monumento a José María Usandizaga, frente a la Diputación, como si rindiera homenaje a la Corporación Provincial. El tejo es una conífera de ramas extendidas, pero de copa aguda, de hojas verdes oscuras brillantes por el haz y verde mate por el revés.


Los cerezos japoneses, de los que hay dos en la plaza, son como el anuncio de la primavera, como el cuco en las islas Británicas. Los que tenemos aquí añaden un encanto más a ese rincón de la ciudad lleno de bucolismo y donde uno se acuerda de los cisnes que antaño había. Sus flores son blancas y sonrosadas, aunque los tonos son muy variados en cada uno de los árboles. Se parecen esas flores, por el tamaño, no por el color, a las rosas pequeñitas de los rosales trepadores. Estos cerezos no dan fruto, sólo sirven para poner una nota estética allí donde los plantan. Y desde que llegaron a nuestra ciudad procedentes del lejano y legendario Japón, cumplen a la perfección con su cometido.


La pequeña historia de estos cerezos comienza en abril de 1935. En esa fecha el Ayuntamiento de Tokio hizo esta delicada ofrenda al de San Sebastián. Se recibió una carta escrita en francés, que decía lo siguiente:


"Señor alcalde: En nombre de mis conciudadanos tengo el honor y el placer de saludarle a usted personalmente y a los habitantes que tan dignamente representa.


Vemos todos con satisfacción cómo se van estrechando más cada día los lazos de amistad entre vuestro país y el nuestro. Para testimoniarles el deseo de hacer más profundos nuestros sentimientos me tomo la libertad de ofrecer a su ciudad algunos cerezos, flor nacional del país. No dudo que cada año, en la época de la floración, sus flores serán el símbolo renovado de nuestras buenas relaciones.


Admita Vd. señor alcalde, los votos que hacemos, etc.” Firmaba la carta Jorato Ushizuka, alcalde de Tokio.


El alcalde de San Sebastián, don José Martínez de Ubago, le contestó diciéndole entre otras cosas: "Su delicada ofrenda al remitirnos las plantas de cerezo ha sido acogida con cariñoso agrado por esta Alcaldía, la Corporación que presido y la ciudad de San Sebastián, habiendo sido plantadas en diversos jardines de la ciudad; así que cada época de crecimiento de esa flor nacional del Japón será el símbolo de nuestras mejores relaciones".


La entrega de los cerezos la hizo el embajador de Japón en Madrid, señor Araia Aoiki y cuando el 22 de junio de 1953 vino a España el príncipe Aki Hito, hoy emperador del Japón, y visitó nuestra ciudad, estuvo en la plaza de Guipúzcoa donde se le mostraron los dos cerezos que allí se conservaban.


Los primeros árboles que Pierre Ducasse plantó en la plaza le fueron suministrados por el duque de Mandas y el duque de Bailén, desde arbustos y plantas hasta semillas procedentes de sus fincas Cristina Enea y Ayete.


Cuando el ensanche estaba desde la Avenida hasta Amara en obras y el Boulevard era el centro neurálgico de la ciudad, la plaza de Guipúzcoa tenía una intensa vida. Lo que había sido una explanada en las avanzadas de las murallas, de donde partía el paseo del Prado, había cambiado por completo y cuando la ciudad estaba sitiada por los carlistas en la segunda guerra y los obuses disparados desde Arratzain caían en el casco urbano, allí se concentraban los miqueletes y las demás tropas que operaban en las proximidades. Allí se formaba la tropa, se pasaba lista, se repartían las raciones de comida, según cuenta "Mendiz Mendi". No se debieron registrar muchas víctimas en aquel lugar, pues se menciona como hecho singular que una mujer que iba con su tinaja en la cabeza por la esquina de la droguería de Tornero murió debido a la metralla de un obús. Pero la proximidad de la guerra no era obstáculo para que allí se corrieran bueyes en 1874, fiesta a la que tan aficionados eran los donostiarras.


La plaza vivió el ya legendario motín de los Fueros y la llegada de los miqueletes tras desfilar por las calles de Madrid al término de la segunda guerra carlista. Aquellas tropas forales, que volvían con los laureles de la victoria, fueron recibidas por los donostiarras en olor de multitud entre gritos a favor de la libertad y de los Fueros.


Pero la fiesta no terminó en paz sino que degeneró en una revuelta en la que hubo palos, culatazos y sables desenvainados ya que algunos opusieron un "muera" a los "vivas" que gritaba la mayoría. Y como anticipándose a lo que hoy es el pan nuestro de cada día, las paredes de las casas de la plaza amanecieron con inscripciones de "vivan los Fueros”, anónima expresión de los sentimientos de los donostiarras de entonces.


Entre los establecimientos de prestigio que ha habido a lo largo de los años en la plaza no puedo dejar de mencionar el restaurante "La Urbana", que llenaba de franceses los arcos los días de corrida, y donde se comía tan bien como en los mejores restaurantes del vecino país. En la guía que publicó el francés Flagey-Lacay se puede leer este elogio de "La Urbana": "Una comida en ella es una de las locuras favoritas de la juventud". Uno de los clientes habituales en los veranos que pasaba aquí, que solía alojarse en la casa que en la plaza de Guipúzcoa tenía su gran amigo Félix Ibarguren, era el violinista Pablo Sarasate, hombre parco en las comidas.


El lugar sigue siendo tan acogedor y bucólico como antaño, a pesar del ruido de los coches. Unas palomas revolotean. Una bandada de gorriones cruza el aire. El marqués de Riscal solía acudir unas veces al Castillo y otras a esta plaza a dar de comer a aquéllas, que le conocían y se posaban en su hombro. Teodoro Urdampilleta, camarero del café de la Marina, hacía lo propio. Un viejo guarda, al que los chicos llamaban "abuelo Kaskarria" paseaba vigilante y charlaba con algún anciano y alguna aña seca descansaba en los bancos.


En el estanque, viendo a los patos zambullirse y a los peces de colores rasgar el agua, todos los niños donostiarras hemos soñado en aventuras y pescas fabulosas, similares a las narradas por Andersen. No hay rincón más romántico en la ciudad que esta plaza.

















La Semana Grande

Desde tiempo inmemorial, el 15 de agosto es el día grande del verano donostiarra. La Asunción de María se celebra en San Sebastián con gran esplendor y aunque los festejos poco han variado de un año a otro, tiene la fecha una fuerza para los que aquí hemos nacido que si por alguna razón ese día estamos lejos del "txoko", la nostalgia nos domina y añoramos la Salve de la víspera, el paseo junto al mar, el concierto del Boulevard, los toros de la tarde -¡ay, los toros que fueron sal y gracia de la fiesta pasaron a mejor vida entre nosotros!- los fuegos de la noche...


El 15 de agosto es el día cumbre de la Semana Grande donostiarra. Lo de Semana Grande nació en la mente creadora de un hombre, don José Arana Elorza, un adelantado de la propaganda que lanzó con visión de empresario al ruedo español y europeo el término, que ahí está.


Había nacido Arana en Escoriaza, y en San Sebastián montó una modesta tienda de coloniales en una de las primeras casas que se levantaron en el Boulevard después del derribo de las murallas, en la esquina con la calle Elcano. Al terminarse la segunda guerra carlista y haber quedado destruida la plaza de toros que había en Atocha, Arana levantó en el tiempo récord de veintisiete días otra plaza, en el sitio que ahora ocupa el rascacielos. Era de madera y su capacidad habla mucho de la afición taurina de los donostiarras, pues siendo la población de San Sebastián de 18.500 habitantes en el coso cabían 10.000 espectadores. Se inauguró el 16 de julio de 1876 con reses de Laffite, Saltillo y Martínez para los diestros Frascuelo y Villaverde. Fue entonces cuando Arana pensó en llenar la semana de agosto en la que se celebraba la fiesta de la Virgen de corridas de toros y surgió el término “Semana Grande" que gracias a una hábil publicidad tuvo inmediato eco, pues los carteles anunciándola se pegaron en todas las esquinas del País Vasco, en Aragón, Rioja, Navarra y las provincias limítrofes del Sur de Francia a la vez que se hablaba de ella en los periódicos de la época. En San Sebastián las charangas y los cohetes que ahuyentaban a las nubes daban colorido a la fiesta que tenía gran atracción, no sólo debido a la innata afición de los donostiarras a las corridas sino a que Arana traía lo mejor del firmamento taurino, desde Mazzantini a Reverte, desde Carancha a Guerra o Lagartijo. Y para completar la fiesta, por la noche se quemaban los días de corrida fuegos artificiales en la Concha.


El éxito de público de la Semana fue inmediato. Había corridas cuatro y hasta cinco días a la semana y la ciudad se veía invadida de gente foránea, gran parte procedente del sur de Francia donde la afición a los toros es mucha.


La Semana Grande sigue, pero desde que en 1973 la piqueta municipal en cumplimiento de un nefasto acuerdo del Ayuntamiento derribó la plaza del Chofre, lo que creara José Arana poco tiene que ver con lo de ahora. En la Semana hay otros espectáculos, pero de aquélla que los que peinamos canas hemos conocido en su esplendor, solamente nos queda la Salve del día 14 de agosto, los fuegos... y el espíritu de los viejos donostiarras.

El acto más entrañable de toda la Semana Grande y de todo el verano donostiarra lo constituye la Salve que se canta en la parroquia de Santa María desde tiempo inmemorial la víspera de la Asunción de Nuestra Señora. En 1887 inició el veraneo en nuestra ciudad la Reina Regente, doña María Cristina y desde aquel año hasta 1929 no faltó más que una vez al piadoso acto la Soberana: en 1898, año en que por razones de la guerra colonial no vino a San Sebastián. Cuéntase que el primer año que la Reina acudió a este piadoso acto entró bajo palio en el templo. Con ella se colocó el ama que llevaba en brazos al futuro Alfonso XIII, entonces un bebé de poco más de un año de edad. El párroco, el reverendo Bengoechea, debió pensar que bajo el palio no debía ir el ama y cogiendo al niño de los brazos de ésta se lo entregó a su madre, a la vez que decía dirigiéndose a aquélla: "Tú, fuera".


Pero bastante antes que su Majestad acudiese a la Salve, ya los donostiarras llenaban el templo el 14 de agosto, el maestro Santesteban dirigía el canto y el altar mayor se adornaba con flores y plantas y con gran número de luces colocadas en las arañas que solían prestar para la fecha algunas familias donostiarras.


Cuenta Siro Alcain que como en el exterior no hubiese ningún signo que anunciase la fiesta religiosa que allí se iba a celebrar, se le ocurrió a mediados del pasado siglo como auxiliar que era del mayordomo, inaugurar en la fachada la iluminación con vasos de colores, con una alegoría central a la Virgen. Mirando la fachada notó que en dos puntos laterales había unos huecos que indicaban que en ellos faltaba algo. Recordó haber visto en los ensayos de comparsas de jardineros y otras que se celebraban en el antiguo convento de San Telmo dos grandes angelotes de madera que estaban arrinconados y que podían acomodarse en los referidos huecos. Tomadas las medidas, resultaron como mandados hacer para aquellos sitios y dispuso de ellos como bienes mostrencos, procediéndose a su colocación y después de convenientes arreglos lucen allí como si fueran de mármol. En cada una de las cuatro columnas centrales que sostienen la nave o cúpula cerrada del templo había cuatro bases construidas en la parte alta con el fin de colocar en ellas a los cuatro evangelistas. Se hizo una suscripción pública y con el dinero recaudado se pudieron adquirir y colocar las imágenes.


A este templo acudía en el atardecer del 14 de agosto el pueblo de San Sebastián y con él la Reina Regente para asistir a la Salve. De las muchas veces que asistió a la tradicional ceremonia religiosa voy a referirme a una cualquiera, la del año 1896. La acompañaban sus hijas, la princesa María de las Mercedes y la infanta María Teresa. Cuatro batidores de la escolta precedían al landó real y al estribo de ésta iba el jefe de la escolta señor Sancristóbal. En otros carruajes iban el jefe superior de palacio duque de Medina Sidonia, comandante de Alabarderos general Alameda, jefe del Cuarto militar general Polavieja, la duquesa de Bailén, la condesa de Sástago y la marquesa de Miraflores. Al pasar la comitiva ante el Casino, la orquesta situada en la terraza interpretó la Marcha Real. Una compañía del Regimiento de Valencia, con bandera y música, rindió los honores de ordenanza en la calle Mayor.


La real familia fue recibida al pie de la escalerilla del templo por el ministro de Jornada, duque de Tetuán, gobernador civil conde de Ramiranes, el Ayuntamiento con su alcalde don Joaquín Lizasoain y otras autoridades. El obispo de Vitoria monseñor Piérola dio el agua bendita a las personas reales que entraron bajo palio llevado por ocho concejales. La capilla interpretó la Salve en re menor del maestro Santesteban y luego el gradual. Terminada la ceremonia religiosa, la familia real regresó a palacio. Una fina lluvia hizo preciso cerrar los coches y abrir los paraguas.


Tras la Salve del 14 de agosto venía el día de la Virgen y yo voy a traer aquí una crónica del periodista madrileño E. Sepúlveda que con la prosa muy del gusto de la época nos dice cómo fue el 15 de agosto de 1888. Entre otras cosas escribió: "¡15 de agosto! El día mayor de San Sebastián. Al mediar la mañana es imposible dar idea aproximada del aspecto que presenta la ciudad. En el cielo una luz clarísima: se ha puesto el traje de lujo... azul y oro; en las calles, según las estadísticas, diecisiete mil forasteros; el mar un poco agitado, haciendo y deshaciendo mil cintas de plata; los hijos del país con sus mejores ropas; en lo alto del Castillo la bandera nacional, que es gloria de la Patria y símbolo del regocijo, y de tiempo en tiempo cruzando el espacio azul, infinidad de cohetes y voladores que anuncian en los aires el alborozo de la tierra.


El programa del día, tentador. Partido de pelota, música y orfeones, toros, funciones teatrales. Todo se ha cumplido al pie de la letra. Ni el calor sofocante de la mañana ha quitado gente al frontón, ni la galerna de la tarde ha retraído un solo turista a asistir a presenciar la lidia de las reses colmenareñas. En Jai Alai (cualquiera comprende a primera vista que esto quiere decir "fiesta alegre") ha sido el triunfo de Elícegui y el Manco. En la otra plaza, en la fiesta verdaderamente alegre, no han triunfado ni Rafael ni Salvador, y como antes del segundo toro se desencadenó la tempestad de viento, “El Lagartijo" y "Frascuelo" y... el mal tiempo nos ha divertido poco. Los toros de hermosa lámina, con lo que el empresario ha cumplido, pero casi todos “bueyendos". No por esto han dejado de matar muchos caballos, con gran sentimiento de los franceses que llenaban el circo".


El cronista, detallista y minucioso, sigue describiendo el día y agrega que "por la noche no se ha podido encontrar mesa en ningún restaurante, ni hueco en un café, ni localidades en los teatros. El Casino, espléndidamente iluminado. El arrendatario de su espléndida "salle a manger" ha visto ocupada todas las mesas y, sin duda por falta de costumbre, el servicio ha dejado mucho que desear. Desde la sopa (consomé) al primer plato, y después de consumirse la paciencia han tenido algunos tiempo de ir a dar una vuelta por el Boulevard. Y vean ustedes lo que son las cosas; todos los que no querían digerir antes de tiempo, demostraban su disgusto y su impaciencia llamando con ruidosas palmadas, una y otra y cien veces, a los mozos y garçons (algunos de estos proceden del Biarritz madrileño), resultando por tanto una ovación para el fondista que, tomándolo en serio, decía al retirarse a su casa:


-¡Qué éxito el de hoy! No han cesado de aplaudir un solo momento..."


Eran aquellos los días de esplendor del Gran Casino, de los conciertos de Gayarre y Sarasate, de los tranvías de mulas, de los cafés de la Marina y el Novelty, de la llegada del Nautilus, de las corridas de toros que organizaba José Arana en la plaza de Atocha, del "Giralda" anclado en la bahía, de los coches de alquiler llamados "cestas", del motín de Sagasta, de las casetas de bueyes, de Mazzantini y Rafael Guerra...


Todo queda ya un tanto borroso, entre la niebla del tiempo ido, como en un viejo daguerrotipo guardado con cariño entre los recuerdos entrañables. Sin que el cronista haya ido en busca del tiempo perdido, aquellos veranos conocidos a través de crónicas periodísticas y de los relatos de nuestros mayores, vuelven a la memoria. Es la crónica de un ayer que no volverá.

















La Escuela de Artes y Oficios

No he encontrado muchas noticias sobre cuándo comenzó a funcionar el servicio de Correos en San Sebastián. Sabemos que fue a finales del siglo XVI cuando quedó oficialmente constituido en nuestra ciudad el servicio de Postas y al comenzar a funcionar las diligencias en 1816, aquí llegaban de varias compañías y una de estas era la que transportaba el correo cuya oficina estaba en la calle Narrica, nº 22, casi frente a San Vicente.


Al crecer la ciudad y aumentar el número de sus habitantes, la sede de Correos se quedó pequeña y tras levantarse el edificio de la Diputación en la plaza de Guipúzcoa se completó la manzana instalándose en ella el Instituto Provincial de Segunda Enseñanza, la fábrica de Tabacos, unas escuelas y la central de Correos, sita en la esquina de las calles Garibay y Andía que funcionó hasta 1955 en que se trasladó a su sede actual, en la calle Urdaneta donde hasta entonces había estado la Escuela de Artes y Oficios.


Esta Escuela fue creada por iniciativa del teniente de alcalde del Ayuntamiento donostiarra don José Olano en 1879 y la inauguración oficial, instalada provisionalmente en el Instituto Provincial, tuvo lugar el 1 de enero de 1880 en un solemne acto en el que hablaron el director de la misma, don Nicolás de Bustinduy y Vergara y el citado señor Olano.


Desde el primer día, la Escuela tuvo gran aceptación en San Sebastián así en el año de su inauguración contó con 146 alumnos. El curso siguiente se estableció una sección de dibujo para señoritas, matriculándose 44 alumnas para seguir las clases. En el curso 1884-85 la matrícula alcanzó 233 alumnos y 91 alumnas. Entre sus primeros alumnos figuraba Elías Salaverría, que desde Lezo donde vivía venía diariamente a clase andando.


Al suprimirse en 1885 los estudios mercantiles que se daban con carácter oficial en el Instituto, el Ayuntamiento donostiarra, a sugerencia del claustro de profesores de la Escuela de Artes y Oficios, aprobó una reorganización de los planes de estudio de ésta, que a partir de entonces comprendió tres secciones: la de Artes Industriales y de Construcción, la de Bellas Artes y la de Comercio. Esta última comprendía tres cursos en los que se impartían clases de aritmética, geografía estadística, teneduría de libros, economía política y derecho mercantil, prácticas de contabilidad, francés e inglés. De aquellos primeros años son los profesores, además del citado señor Bustinduy, don Adolfo Comba, don Fermín Barech, don Antonio Gorostidi, don Dimas Albarellos, don Sebastián Camio Lecuona, don José de la Peña García Borreguero, don Antonio Gorostidi, don Andrés García Elustondo, don Raimundo Menéndez Orra, doña María Arango, don Marcos Soraluce, don Rogelio Gordón, don Antonio Gargallo...


De épocas posteriores son don Ubaldo Usunáriz Berant, don Adrián Besné, don Antonio García Albisu, doña Josefa Rodríguez Terrer, don Eugenio Gil de Montes Artola, don Luis Ormaechea Lizaso, don Luis Ezcurdia Elola, don Eusebio Zuloaga de la Prida, don Matías Beristain Arzac, don José María Tejada...


La vida de la Escuela, tanto por la calidad de las enseñanzas que se daban en sus diversas secciones como por el número de alumnos que acudían a ellas, dejó sentir sus efectos en la ciudad y hasta agosto de 1944 en que se clausuró fueron miles los muchachos que por sus clases pasaron y que se beneficiaron de las lecciones allí aprendidas.


En la Memoria que se leyó en la apertura del curso escolar 1905-1906 se decía, entre otras cosas: "No puede negarse la existencia en el seno de las masas estudiantiles de una mala levadura que provoca el desorden y la rebelión sin que basten en ocasiones a contenerlas las medidas de previsión adoptadas que son inherentes en estos casos. Nada más lejos de nuestro ánimo que coartar, contener o reprimir las libertades y arranques del espíritu, pero ¿no es triste y lamentable que se vean gastadas las energías latentes indebidamente por motivos baladíes, faltando en cambio en otros momentos solemnes y de indudable trascendencia, que son cuando deben manifestarse en toda su grandeza y poderío? Es evidente que con el desorden y perturbación por sistema, sin más objeto que la misma perturbación y desorden, se volvería a un estado de barbarie, reñido con el único adelanto posible, el natural y colectivo; debe pues semejante tendencia combatirse y condenarse".


Tras la lectura de estos párrafos, dijérase que los estudiantes de nuestra Escuela de Artes y Oficios eran indisciplinados y rebeldes, cuando era todo lo contrario a juzgar por los datos contenidos en la citada Memoria. Pero aquellos profesores querían ponerse la venda antes de la herida, por lo que se ve. Pues el hecho es que en la apertura del nuevo curso, que tuvo lugar el 2 de octubre de 1905, y que fue presidida por el alcalde marqués de Rocaverde, los datos que leyó el secretario del centro, señor Peña Borreguero, probaban cómo las clases populares llenaban materialmente las aulas y el número de alumnos crecía cada año, pues si en el curso escolar 1903-1904 fueron 873 los matriculados, en el curso 1904-1905 se rebasó esa cifra alcanzando la de 933, obligando a cerrar la matrícula por resultar insuficientes los locales. Y las notas dadas no reflejaban sino aplicación.


Los 933 inscritos se repartían en tres grupos de enseñanza: sección industrial 445, sección artística 306 y sección comercial 182. Por edades, los alumnos de doce a quince años era 427, de quince a veinte eran 371 y 135 de veinte en adelante. De las 933 inscripciones citadas terminaron el curso 657, es decir cerca del sesenta por ciento y fueron examinados 453 mereciendo las siguientes clasificaciones: sobresaliente con premio 86; notable, que daba derecho a matrícula gratuita para el año siguiente, 117; buenos, 186 y aprobados 64. No había suspensos por la práctica seguida en el centro de no permitir examinarse a aquellos alumnos que no estaban en condiciones para ello, pues el permiso escrito del profesor era exigido para adquirir en secretaría la consiguiente papeleta de admisión.


Funcionaba también una sección de alumnas, que en el curso 1904-1905 registró 187 inscripciones. De estas alumnas terminaron el curso 173, es decir el 92 % y se examinaron 152 obteniendo estas calificaciones: sobresaliente con premio 40; notable 55; bueno 48; y aprobado 9. Las chicas acudían a horas distintas y en lo posible a locales diferentes de los chicos. Se decía en la Memoria citada que la mujer manifestaba mayor constancia y asiduidad, tomando con mayor empeño su propósito y poniendo mayor amor propio.


Era tal el número de alumnos que acudían a las clases de la Escuela de Artes y Oficios que el espacio que ocupaba en la calle de Andía, junto al Instituto Provincial de Segunda Enseñanza resultaba insuficiente para el desarrollo de la actividad académica. Al trasladarse el Instituto en 1900 a la plaza del Buen Pastor, parecíase iba a solucionar el tema del espacio, pero no fue así pues parte de lo que había sido Instituto fue ocupado por la Biblioteca y el Museo.


El Ayuntamiento se decidió a construir un nuevo edificio para la Escuela en la manzana situada entre las calles Urdaneta, Isabel la Católica, Sánchez de Toca y Fuenterrabía, junto al Instituto, completando así con dos edificios nobles la plaza del Buen Pastor. Se anunció el concurso de proyectos, señalándose que el coste total de la construcción no podía rebasar la cantidad de 425.000 pesetas. Se presentaron trece anteproyectos y el jurado, que presidía el alcalde marqués de Rocaverde y del que formaban parte los arquitectos municipal y provincial señores don José de Goicoa y don Manuel Echave, el director de la Escuela don Rogelio Gordón y tres arquitectos elegidos por los propios concursantes, emitió su fallo en enero de 1906, eligiendo los anteproyectos de don Enrique Martí y Perla, de Madrid; don B. Romás, de Vigo; y don Domingo Aguirrebengoa y don Juan R. Alday, de San Sebastián. Tres meses después tenían que presentar el proyecto definitivo y sobre él fallaría el jurado. Este el 26 de abril de 1906 eligió el proyecto presentado por el señor Aguirrebengoa, condicionado a introducir algunas modificaciones. Realizadas éstas, fue el proyecto de este arquitecto el que se llevó a cabo.


La primera piedra del nuevo edificio se colocó el 11 de abril de 1907, y el acto revistió gran esplendor asistiendo el Ayuntamiento en corporación con el alcalde marqués de Rocaverde, el gobernador civil marqués de Velilla de Ebro, el gobernador militar general Chacón, vicepresidente de la Diputación señor Zavala, claustro del Instituto con su director don Paulino Caballero, claustro de la Escuela de Artes y Oficios, comisiones de diversos centros de enseñanza, etc. El solar estaba adornado con banderolas, mástiles y gallardetes, habiéndose improvisado en el centro un altar. A la izquierda de éste se había preparado el lugar donde iba a colocarse la piedra, la cual, adornada con cintas de los colores nacionales y de la matrícula de San Sebastián, pendía de una grúa de mano con que había de hacerse descender aquélla.


El párroco del Buen Pastor, don Martín Lorenzo de Urizar, ayudado de dos coadjutores, bendijo el sitio donde iba a ser colocada la piedra, así como ésta con arreglo al ritual. Se procedió después a firmar el acta por las autoridades, dando fe el notario don Santiago Erro. Luego se cerró una cajita en la que se habían introducido el acta, los periódicos del día, varias monedas, etc., cajita que fue colocada en la base de la piedra, siendo ésta descendida al suelo después de echar el alcalde unas paletadas de cal.


Pronunció unas palabras el alcalde, aludiendo a la constante preocupación del Ayuntamiento por la extensión de la cultura, elogiando al arquitecto autor del proyecto. Y con ello acabó el acto.


Las obras terminaron el 4 de octubre de 1909 habiendo costado 404.900 pesetas. El edificio ocupaba una superficie de 1.830 metros cuadrados siendo de planta centrada en torno a dos patios, estando la fachada principal en la calle Urdaneta, en la trasera de la parroquia del Buen Pastor. La piedra utilizada era arenisca, de las canteras de Igueldo. En el cuerpo central tenía un balcón corrido con un frontón central y un escudo y en los laterales los balcones tenían hojas y palmas habiendo en las ventanas superiores unas pequeñas pilastras. La cornisa estaba rematada por pináculos y escudos situados en el centro de las mansardas de la cubierta.


En los sótanos del edificio estaban los talleres de carpintería, con ocho bancos con material propio del oficio; electrotecnia para la enseñanza de la electricidad, mecánica con taladrador, cepilladora mecánica, torno, etc; análisis para los productos químicos y preparación de tintes; vaciado y talla para el modelado y vaciado de los trabajos en las clases de dibujo de adorno, ornamentación y estilo.


En la planta baja había dos patios simétricos con bancos corridos para que los alumnos pudieran esperar la hora de las clases. En esta planta estaban las clases de física y química, higiene, esterotomía, geometría y dibujo aplicado, flores y corte, talla, museo de mecánica, gabinete de física, museo industrial, comercial y legislación mercantil con mecanografía. En el primer piso se hallaban las clases de teneduría de libros, aritmética, francés, inglés, cuarto para material artístico, sala de profesores, secretaría, dirección, salón de actos y biblioteca. En el segundo estaban las clases de dibujo lineal, de adorno y de figura en tres salas separadas.


El Museo y Biblioteca se hallaban en las plantas principal y segunda con entrada independiente por la calle de Fuenterrabía, estando algunas salas de pintura en la planta segunda.


El fluido eléctrico de la Escuela se producía por el mismo taller de electricidad, habiendo hecho la instalación los alumnos dirigidos por el maestro de taller. Como novedad, en algunas clases se había dado a los mecheros una disposición especial, invertida para que la luz reflejara en el techo y descendiera como verdadera luz cenital, difusa, igualmente repartida por toda la estancia. Este sistema tenía, además, ventajas económicas pues se obtenía la misma intensidad luminosa con muchos menos focos y con mucho menos gasto. El director de la Escuela, don Rogelio Gordón, había realizado un viaje al extranjero y visitado centros, tomando buena nota de las novedades que observó.


La inauguración de la Escuela tuvo lugar el jueves 21 de octubre de 1909, a las 7 de la tarde. En la escalera principal se hallaba el director, todo el personal de profesores, maestros de taller, el alcalde don Jorge Satrústegui y los concejales señores Bermingham, Vega de Seoane, Carasa, Alonso, Camio, Múgica y Santo Domingo que recibieron a los invitados, gobernador civil marqués de Velilla de Ebro, presidente de la Diputación señor Carrión, de la Audiencia señor González Ruiz, catedráticos del Instituto y otras personalidades.


En el acto hablaron el alcalde, gobernador civil y el presidente de la Diputación y luego todos los invitados recorrieron el nuevo edificio.


La inauguración del curso fue al día siguiente. La matrícula rebasó la del año anterior que fue de 912 alumnos. La inauguración del Museo y la Biblioteca fue semanas después.


La vida de la Escuela, tanto por la calidad de las enseñanzas que se daban en sus diversas secciones como por el número de alumnos que acudían a ellas, dejó sentir sus efectos en la ciudad y hasta agosto de 1944 en que se clausuró fueron miles los muchachos que por sus clases pasaron y que se beneficiaron de las lecciones allí aprendidas. Su sede, sita en la calle de Urdaneta (donde al ser clausurada la Escuela se instaló Correos y Telégrafos), que también albergó durante bastantes años la Biblioteca Municipal hasta su traslado a San Telmo, fue un centro cultural y técnico del que salieron miles de alumnos que gracias a las enseñanzas allí recibidas pudieron ocupar después cargos en empresas industriales y comerciales diversas. El día que la Escuela de Artes y Oficios cerró sus puertas, un capítulo de la vida de San Sebastián terminaba. Un capítulo entrañable, muy querido por los donostiarras algunos de los cuales con sus fundaciones generosas premiaban a los alumnos del centro. La Escuela de Artes y Oficios es ya un eco lejano del San Sebastián de ayer.