jueves, 28 de junio de 2012

Cuatro parroquias

Un burgalés nacido en Poza de la Sal, Melchor Angel Gutiérrez Vallejo, regía la diócesis de Pamplona en 1733 y a ella pertenecía entonces San Sebastián. Pensando ir a Roma a visitar las tumbas de los Apóstoles y a informar al Papa del estado de su diócesis, dirigió una circular a los párrocos a fin de que le dieran cuenta de la situación de sus parroquias, número de feligreses, capellanías, ermitas, oratorios, etc. que existían. Por su estado de salud tuvo que desistir del proyectado viaje, que realizó en su nombre el arcediano doctor Gaspar de Aldecoa. Gracias a las contestaciones de los párrocos, sabemos el estado de las iglesias de San Sebastián en 1733 y que por parroquias era el siguiente :

La población de San Sebastián era entonces, incluidos sus extramuros del Antiguo, Alza, Pasajes e Igueldo, de unas nueve mil almas y existían seis parroquias y cinco iglesias, las de los dominicos, jesuitas, franciscanos, carmelitas descalzas y canónigas regulares. El número de sacerdotes, sin contar los religiosos, era de 74, el de capellanías de patrono laico 63. Había tres fundaciones para doncellas pobres, dos hospitales, uno militar y otro civil, y una casa de Misericordia.

Las ermitas eran la de Santa Clara, que pertenecía a la comunidad de canónigas regulares de San Bartolomé, la de Santa Teresa, perteneciente a la casa de Amézqueta, la de San Martín y Santiago en el barrio de San Martín junto a la Misericordia, la de la Torre en Pasajes que pertenecía al Ayuntamiento, la de Nuestra Señora de Hua y el Santo Cristo de la Herrera, en Alza, y en el Antiguo la de Nuestra Señora de Loreto y Nuestra Señora de la Piedad.

Las cofradías existentes eran las del Santísimo Sacramento, la de la Esclavitud de María, la de San Pedro de los Mareantes y San Antonio del gremio de sastres, en la parroquia de Santa María. Había en la basílica de Santa Ana, aneja a Santa María, la de la Vera Cruz y la de la Misericordia, San Eloy, la de Animas y San José de los Carpinteros en la parroquia de San Vicente.

En esta parroquia había 2.500 adultos, siendo la que contaba con el mayor número y de ella dependían los conventos de dominicos y franciscanos, según informaba don Agustín de Egoabil.

En Santa María el Vicario perpetuo don Pedro Manuel de Echevarría daba cuenta de que eran sufragáneas las parroquias de San Marcial de Alza y San Pedro de Pasajes, hallándose en su distrito el convento de San Bartolomé, el de Santa Ana de carmelitas descalzas, el de San Sebastián el Antiguo de religiosas de Santo Domingo y el colegio del Corazón de Jesús. Las monjas del Antiguo se valían de la parroquia de San Sebastián. A la parroquia de Santa María pertenecían 600 vecinos y de comunión 1.500. Había en la parroquia 49 capellanías y tres  dotaciones para doncellas huérfanas.

A la parroquia de San Pedro de Pasajes pertenecían cien vecinos y 400 feligreses de comunión y cinco capellanías. En la de San Pedro de Igueldo había una feligresía de 240 personas y 120 almas de comunión. La de San Marcial de Alza contaba con 130 vecinos y 600 personas de comunión y la de San Sebastián el Antiguo tenía 90 vecinos y 300 fieles de comunión. La provisión de esta parroquia correspondía a la Orden de Predicadores de San Telmo.

(JUAN MARÍA PEÑA IBÁÑEZ)







Las murallas - El derribo

La historia de San Sebastián puede dividirse en dos periodos, el anterior al derribo de las murallas y el posterior. La fecha de 1863 fue clave para nuestro pueblo pues es cuando se inicia la expansión de la ciudad que hasta entonces estuvo encerrada, como plaza fuerte que era, en las fortificaciones.

Respecto a las murallas, como sobre tantos temas importantes que han afectado a nuestro pueblo, hubo división de opiniones pero la inmensa mayoría de donostiarras se mostraba partidaria del derribo. No fue fácil conseguir del ramo de guerra la autorización correspondiente, pero la evolución de las técnicas militares hizo que las murallas perdieran la importancia que habían tenido en tiempos pretéritos. Se hicieron múltiples gestiones en Madrid hasta que el 29 de abril de 1863 llegó la esperada noticia.

Aquel día se representaba en el Teatro Principal la ópera italiana "El Trovador". La sala estaba de bote en bote y en uno de los entreactos el alcalde , don Eustasio Amilibia, se puso en pie en el palco que ocupaba y dirigiéndose al público anunció que en aquel momento acababa de recibir por telégrafo el texto de la Real Orden que decretaba el abandono de San Sebastián como plaza fuerte y autorizaba al Ayuntamiento a abrir las puertas que quisiera en la muralla. Leído el telegrama, todos los asistentes puestos en pie vitoreaban a la Reina Isabel, a los generales Concha, Prim, Zabala, Ferrer, Angulo y Arteche y a los prohombres Claudio Antón de Luzuriaga, Pascual Madoz, José María Collado, Javier Barcaiztegui y Fermín Lasala (éste presente en el Teatro), que tanto habían hecho para conseguir el derribo de las murallas.

El texto de la disposición decía lo siguiente :
"Acordado por Real Orden de esta fecha el abandono de San Sebastián como plaza de guerra y el consiguiente derribo de sus murallas en la forma que en la referida resolución se indica, la Reina (q.D.g.) ha tenido a bien autorizar al Ayuntamiento de dicha ciudad para que desde luego y a su costa, pueda abrir las puertas o boquetes que sean necesarios para facilitar la circulación y comunicaciones con el exterior, con objeto que el desahogo que de esta manera ha de producirse pueda tener lugar sin esperar los acuerdos que conforme a lo que determina la Real Orden han de recaer respecto de todo el derribo".

Un año después, el 27 de Abril de 1864, se publicó la Real Orden mandando derribar las murallas y fortificaciones de San Sebastián y en vista de ello el Ayuntamiento acordó la inmediata ejecución de las obras. Medio siglo después, un cronista local escribía : "Desde este momento nuestra Iruchulo perdió su carácter especial, como de sola y bien unida familia, cuyos gustos y costumbres éranse los mismos constituyendo una sociedad homogénea; pero en cambio además de las mejoras materiales, adquirió una gran expansión, pudiendo salir sus moradores de día y de noche del recinto en el que estaban confinados".

Fue el 4 de mayo cuando de una manera simbólica empezó el derribo de las murallas. Aquel día se reunió el Ayuntamiento en sesión extraordinaria y solemne asistiendo las autoridades civiles y militares y el cabildo eclesiástico de birrete y manteo. Según el relato del archivero don Baldomero Anabitarte, el regidor en funciones de síndico, don José Angel Lizasoain, tomó la bandera, la misma con la que se levantó el pueblo por Isabel II el 5 de octubre de 1833. Salió de la Casa Consistorial el cortejo precedido de los maceros, músicos, juglares y banda de música y acompañado de numerosos vecinos se dirigió a la muralla Sur, frente a las casas del Parador Real y de Beraza, donde el gobernador civil, don Benito Canella, pronunció un discurso que terminó con un "¡Viva la Reina!".

El archivero municipal escribe: "La briosa entonación que supo dar a sus palabras, el noble entusiasmo y la satisfacción vivísima que se retrataba en su semblante, produjeron en el auditorium una impresión tan vehemente, que después de contestarle con un viva entusiasta a la Reina, fue vitoreado a su vez por el pueblo que se extendía a lo largo del muro".

Siguieron los vivas a las autoridades militares, al Ayuntamiento y finalmente a la libertad, extendiéndose los vivas desde el baluarte de San Felipe al Cubo Imperial. Pese al mal tiempo, pues durante aquella histórica escena llovía torrencialmente, no se enfrió el entsiasmo entre los donostiarras que en bloque asistían al acto.

Entre aclamaciones, el gobernador civil tomó la palanca de plata preparada a tal efecto y la introdujo en una piedra de la muralla, previamente señalada, que fue derribada. Llamó al alcalde, don Eustasio Amilibia, y éste acabó de saltar y tirar la piedra. Un grupo de obreros continuó el derribo mientras los coros y la orquesta entonaron el himno del maestro Juan José Santesteban, letra de Ramón Fernández de Garayalde y Otálora, que comenzaba así:

"Brilla el iris al fin, en tu cielo/Blanca Easo, cautiva paloma/Ya tu negra prisión se desploma/Libre ya ves el vuelo tender (...) Arrullada en tu cuna de arena/A la sombra de verde colina/Tú naciste en la fresca marina/Como un cisne flotando en la mar./Y galana y risueña te miras/En tu concha de azul y de plata/Que en tus plácidas ondas retrata/Murmurando a tus pies tu beldad (...) Cubre el margen del manso Urumea/Vuela a unirte a tu hermana olvidada/A Pasajes, la perla envidiada/La que tiende sus brazos a ti./Juntas ambas seréis rico emporio/Honra y prez de solar guipuzcoano/Y a las glorias de Oquendo y Elcano/Nuevas glorias sabrás añadir".


El acto había terminado y el cortejo, con el mismo ceremonial que a su llegada, regresó a la Casa Consistorial mientras el pueblo mostraba su alegría a ratos pasada por el agua de los chaparrones.


Todos eran conscientes que habían asistido a un acto histórico, aunque no podían calcular las consecuencias del derribo de las murallas en orden a una nueva y próspera Iruchulo que dijérase que acababa de nacer.


San Sebastián, un pueblo de caballeros donde a los vecinos se les consideraba hidalgos si probaban la limpieza de sangre, no podía dejar la ocasión de la autorización del derribo de las murallas para mostrar su agradecimiento a quienes habían trabajado a fin de conseguir que las aspiraciones de los donostiarras se cumplieran. Y así en la citada sesión municipal del 4 de mayo de 1863 expresó públicamente el reconocimiento a cuantos intervinieron en el acuerdo que se contenía en la Real Orden del 29 de abril. Pero no era un reconocimiento un tanto vago y general, sino que se mencionaban los nombres y lo que cada uno de aquellos caballeros hicieron.


Así el agradecimiento alcanzaba al marqués de la Habana, ministro de la Guerra, "que dictó y presentó a la aprobación de Su Majestad las Reales ordenanzas tan favorables a los residentes en esta población". Al caudillo victorioso de la guerra de Africa, duque de Tetuán, que como ministro de la Guerra "consiguió de Su Majestad la R.O. del 17 de marzo de 1862". A Claudio Antón de Luzuriaga, "defensor ilustre en otro tiempo de los intereses de este comercio". A Joaquín Francisco Barroeta Aldamar, "cuyas relaciones de amistad y afecto en esta ciudad vienen de años". A los hijos de este pueblo, don José Manuel Collado, don Javier Barcaiztegui y don Fermín Lasala, "que han formado en Madrid la comisión que activa e incesantemente ha trabajado, siendo secretario de ella dicho señor Lasala”. El agradecimiento se extendía al general don Juan Prim y Prat, marqués de los Castillejos, al marqués del Duero, al de Sierra Bullones, al general Valentín Ferraz y al brigadier Julián de Angulo.


Un nuevo San Sebastián acababa de nacer. Y bien claramente se ve después de haber transcurrido tantos años.


("Del San Sebastián que fue". JUAN MARÍA PEÑA IBAÑEZ)








Las murallas - La Puerta de Tierra y la Puerta de Mar

Aquellas murallas tenían dos puertas importantes, la de Tierra y la de Mar. La primera se hallaba frente a la plaza Vieja, en lo que hoy es el Boulevard cercano al comienzo de la actual calle de Garibay. Un viejo cronista, citado por José Berruezo, la describió así: "En primer término hay una fuente empalizada y, en el fondo, otra grande de madera con su portillo todo forrado de clavos con chapetones de hierro; en el hueco, de puerta a puerta, hallábase a la izquierda el Cuerpo de Guardia y la escalera que daba acceso a la muralla y al cuarto del oficial que mandaba el retén. Sobre la puerta principal existía una balconadura de madera y un crucifijo de naturales dimensiones. A la izquierda veíase la casa-cuartel de Guardias, la fachada del café y teatro (Café Viejo, del Cubo o de la Facunda) y la fuente en cuyo remate había una especie de grupa con un león. A la derecha, adosadas a la muralla, una serie de casas, de las cuales la de más noble fábrica, con no serlo mucho, era propiedad de los señores de Tito, a cuyo cargo estaba el arreglo y alumbrado del Crucifijo de la Puerta y de una Dolorosa que a sus pies se hallaba".

Aquel Cristo, llamado de la Paz y Paciencia, fue trasladado a la parroquia de Santa María en 1863, al derribarse las murallas. Al ser llevado a esta iglesia, la guardia le despidió, rodilla en tierra, y lo acompañó hasta la parroquia, según refiere Luis Murugarren, quien dice que rara era la mujer que al cruzar por aquella puerta no se santiguara y rezara un Padre nuestro, formando contraste con los dichos y "txorakeris" de los soldados de guardia. Y el león que había también en la puerta se halla hoy sobre un pedestal en la plaza de Lasala.


La Puerta tenía la forma de una paralelogramo rectángulo con trescientos pies de longitud y setenta y seis de latitud, "formando varias casas a cordel con soportales de piedra, cuyos claros se cierran con arcos a regla", según escribió Francisco de Paula Madrazo. "Todos los vanos y aleros siguen una misma línea y por uno y otro costado extiéndese a escuadra con dos magníficas casas que trazan los lados menores de paralelogramo. En la de la izquierda, según se entra en la ciudad, está el “Parador Real", que ha tomado sin duda este nombre por haber servido de palacio a las personas reales cuando han visitado San Sebastián". (Del libro "Una expedición a Guipúzcoa en el verano de 1848", del citado autor).


La Puerta de Tierra tenía mucha "vida", pues allí acudían los donostiarras con frecuencia a ver la llegada de las diligencias que venían de Madrid y de Bayona "con su estela de cascabeles, trallazos y gritos de los mayorales, el paso de las caseras cargadas con los productos del campo guipuzcoano, el pintoresco desfile de los soldados de la guardia en las horas del relevo, y la ceremonia ritual de cerrar los postigos a la caída de la tarde”, lo que según Berruezo constituían otros tantos espectáculos, animada película urbana, pasto de la curiosidad de los desocupados.


En aquella Puerta se colocó en 1564 el escudo con las armas reales con una dedicatoria latina que traducida al castellano decía: "A Felipe II, rey de las Españas, el Concejo y Pueblo de San Sebastián le dedica. 1577".


La otra Puerta, la del Mar, era en cierto sentido tan importante como la de Tierra y si no tenía tanto tráfico de gente como ésta, la superaba en lo que a mercancías se refiere, pues no debemos olvidar que entonces el puerto de San Sebastián era mercantil, además de pesquero. El lector se dará cuenta de la actividad que se desarrollaba en este orden de cosas con el siguiente dato: el año 1857 entraron en el puerto procedentes de La Habana de treinta a treinta y cinco mil cajas de azúcar, cifra más elevada de lo normal debido a circunstancias especiales.


La Puerta del Muelle o del Mar estaba sita donde hoy está el portalón, era de mampostería y sillería y estaba adosada a la muralla con tres aberturas: una que miraba a la calle del Puerto, otra pequeña hacia la Aduanilla que miraba al muelle y otra por el oeste, hacia Kai-buru, más espaciosa, en forma de arco con una azotea aspillerada donde estaba el cuerpo de guardia y los centinelas. Otro centinela solía estar en el fondo de Kai-arriba y en algunas ocasiones tenía que abandonar el servicio cuando había gran temporal pues el mar barría el lugar.


Había en la parte sur del gran portalón hacia Kai-buru una pared que tenía una puerta de hierro que daba acceso a una escalera para bajar a la Concha o playa de la "lasta", llamada así por ser el lugar donde tomaban lastre de arena los quechemarines y lanchones que venían desde Vizcaya con mineral de Somorrostro para las numerosas fábricas que entonces había en Guipúzcoa movidas por agua.


El cabo Blanco, uno de los tipos populares del San Sebastián de mediados del pasado siglo, era el encargado de abrir y cerrar esta puerta de hierro. Blanco había servido en la Marina como artillero y al licenciarse se le nombró alguacil-ordenanza de la Capitanía del puerto. Era muy querido por la gente del mar y siempre estaba dispuesto a prestar una ayuda.


Junto a esta puerta había un banco de piedra y los días de sol allí acudían a charlar algunos marineros jubilados como José Mari, “Caracas", "Churri"... que siempre recordaban sus días de navegación y los riesgos pasados en temporales y tormentas.


Adosada a la pared, en el lado norte del portalón, había establecido una pequeña oficina el corredor de naves e intérprete jurado don Antonio María Goñi, que hablaba correctamente varios idiomas. Descansaba de su trabajo cuidando varios ruiseñores que con sus trinos le hacían más llevadero el despacho de documentos y la traducción de correspondencia.


Al caer la tarde solían acudir a esa oficina amigos del señor Goñi, entre ellos el conde de Casa Eguía y se formaba una tertulia en la que se hablaba de lo divino y de lo humano, de temas municipales y de cuestiones políticas, de líos de faldas y de lances de honor. Cuando el reloj de la parroquia de Santa María daba las siete, se disolvía la reunión pues llegaba la hora del condumio familiar.


("Del San Sebastián que fue". JUAN MARÍA PEÑA IBAÑEZ)








Las murallas

San Sebastián fue una ciudad eminentemente militar, carácter que adquirió desde los lejanos días del rey Sancho el Fuerte en que se levantó Urgull, el castillo que fue mejorado durante los reinados de Alfonso VIII, Fernando IV, Enrique II y III, Juan I y II y los Reyes Católicos. La urbe se hallaba rodeada de murallas, fosos y baluartes, levantándose junto a la Puerta de Tierra el Cubo Imperial, sito en la parte actual del Boulevard próxima a la calle de San Jerónimo. Existían además unos arcos cubiertos en las entradas de las calles Campanario, Mayor y San Jerónimo. La parte más débil de las fortificaciones era la muralla existente entre el Cubo de Amézqueta y el Castillo, en la zona oriental de la plaza, que fue precisamente por donde penetraron los soldados escoceses el 31 de agosto de 1813. Se llamaba Cubo de Amézqueta en recuerdo de la defensa hecha en 1606 por don Juan de Amézqueta, vecino de San Sebastián, cerca de Peniche con un solo navío contra una armada holandesa compuesta de veintitrés velas.

La fortificación de San Sebastián consistía en un cuadro que cerraba la población por todos sus costados. Por el lado de mediodía se levantaba una muralla de 32 pies de espesor y de gran altura que estaba protegida por varios fosos que hacían muy difícil su asalto, y por los baluartes de Santiago y San Felipe que se hallaban en los extremos de la calle del Pozo y de Igentea. En el centro estaba la Puerta de Tierra con el Cubo Imperial, construido en tiempos de Carlos V y que fue reforzado en 1564 siguiendo los planos de Domingo de Estala y Juan Arzolaraz. Tenía un magnífico escudo con las armas reales realizado en 1577 por el arquitecto Pedro Picart y que fue destruido en la guerra de 1795.

La mayor parte de los planos de defensa se hicieron entre 1516 y 1542, realizados por Pedro Navarro, interviniendo activamente en las obras Diego de Vera contribuyendo la población con la cantidad de 150.000 escudos. Los medios baluartes de San Felipe y Santiago, que miraban al SE y SO se llevaron a cabo en los días de Felipe III y IV, Carlos II y Felipe V. La parte oriental fue ejecutada en 1542, siendo capitán general de Guipúzcoa don Sancho de Leyoa, trabajándose bajo la dirección del capitán Luis Pitiano.

A principios del siglo pasado, con una población de 6.000 habitantes, la ciudad contaba con veintiún calles y varias callejas. Las calles eran Santa María, Trinidad, San Vicente, Juan de Bilbao, Iñigo (alto y bajo), Puyuelo (idem), Esterlines, Lorencio, Embeltrán, Atocha o de la Iguera, del Pozo, del Cuartel o de Igentea, Frente del Muelle, Nueva o del exterior, del Muro, del Campanario, Mayor, San Jerónimo, Narrica, San Juan y de la Zurriola y los callejones del Angel, Peru Juancho, de Ureta o del Pozo y la Cárcel y las plazas Vieja y Nueva y las plazuelas de los Herreros, Santo Domingo y de la Cárcel. Muchos donostiarras no llamaban a estas calles por sus nombres castellanos, sino por otros en vascuence, y así a la de Juan de Bilbao la decían Ikazkalia (del carbón), a la de Narrica, Esnetei (de la leche), a la de Iñigo alto, Kaztezele (de la cárcel), a la de Embeltrán, Aza-kale-zarra (calle vieja de la verdura), a la de San Jerónimo, Eskotilla (de la escotilla), a la del Puyuelo, Apaiz (de los curas), costumbre derivada de la actividad que se registraba en las mismas o de los edificios que había en ellas.

La muralla, cuyo valor estratégico era indudable, la defendían los vecinos en caso necesario al no haber guarnición permanente de tropa. Los alcaldes tenían la obligación y el honor de abrir y cerrar las puertas de la misma. De las siete que había, solamente dos, la de tierra y la de mar, se abrían y cerraban diariamente y de vez en cuando se abría la que había en la muralla de Santa Catalina y en la del Matadero, así como la que luego se hizo, en 1575, para subir al Castillo.


En la Ordenanza municipal de 1415 se dice: "Otrosí que ninguno que toviere llaves de las puertas de la Villa non sea osado abrir puertas algunas de la Villa de noche desque tañere la campana del Ave María fasta que tocare la vocina del alborada, salvo el portal del Puyuelo, so pena que pague el que así abriese las dichas puertas cincuenta maravedis por cada vegada”. Y en las de 1489 se detalla que las puertas no podían abrirse "sin licencia de los alcaldes o regidores salvo en tiempo de vendimia e entonces poniendo buena guarda salvo la puerta del Puyuelo, que esa sea a cargo de los Sagramenteros de la abrir e guardar so pena de mil maravedis".


Esta obligación, a la vez que honroso privilegio, fue a partir de Cisneros compartida, ya que el cardenal estando en 1522 en Vitoria ordenó se entregara una de las llaves al capitán general don Beltrán de la Cueva "salvo los privilegios y ordenanzas de la dicha ciudad". Esta orden la confirmó Carlos V en 1542, mandando que una de las llaves se entregase al capitán general don Sancho de Leyva y explicaba el emperador que no hacía por desconfianza sino por mayor seguridad “porque de vuestra fidelidad y antigua lealtad tenemos larga experiencia y deseamos haceros todo favor y merced, como vuestros servicios y fidelidad lo merecen". Para evitar desavenencias entre civiles y militares, Felipe II ordenó que tanto unos como otros "podían asegurarse si quedaban bien cerradas, tentando y mirando los unos los candados de los otros".


Tenía solemnidad, según refiere Serapio Múgica, el cierre de las puertas. Al anochecer el jefe militar iba al son de caja y pífano a la puerta del muelle, al frente de los soldados que habían de hacer guardia durante la noche y después de repartir los centinelas de la muralla y las cuarenta garitas que en ella había, iba con los que restaban a cerrar la puerta principal, regresando después a su casa con el resto de los soldados. Después el alcalde, rodeado de gente importante con hachas encendidas acudía a las puertas y tras cerrar uno de los cerrojos tanteaba si estaba bien cerrado el que pertenecía a los jefes militares. Todo este ceremonial se mantuvo hasta 1794, al ser ocupada la ciudad por los franceses y no se recuperó el privilegio por los regidores municipales a consecuencia de la causa que se formó a los capitulares y vecinos por su rendición.


Las relaciones de la Corona con sus súbditos eran muy rigurosas y cuando las necesidades de la defensa exigían expropiaciones, éstas se llevaban a término con arreglo a derecho, procurando compensar a los propietarios de acuerdo con la justicia y la equidad. Hay pruebas de ello en las que se realizaron en San Sebastián relacionadas con las fortificaciones en tiempos de Carlos V. En el archivo de Simancas se conservan legajos que fueron estudiados no hace muchos años por don Ignacio Tellechea que confirman cuanto vengo diciendo.


Hubo que hacer obras en una de las murallas de San Sebastián, la de Levante o Zurriola y fue necesario expropiar y derribar "casas y suelos, huertas y herrerías que estaban junto a la muralla de dicha villa y eran de vecinos particulares de ella, conforme a cierta traza dada por don Sancho de Leiva, nuestro capitán general de la provincia de Guipúzcoa y por el capitán Luis Picaño", según carta del emperador de 23 de enero de 1550. Se nombraron maestros tasadores y peritos que en una primera estimación fijaron la indemnización en dos millones cuarenta y nueve mil maravedises, que luego fue rebajada a un millón cincuenta y tres mil ciento catorce al no tener que afectar las obras a todas las señaladas en la primera relación. Esta segunda cantidad fue confirmada por el capitán Ozpina, alcalde del Castillo, ante el escribano Juan Bono, de Tolosa. En el archivo de Simancas están todos los documentos relativos a las tasaciones, poderes del procurador de los damnificados, Pedro de Urquijo, títulos de propiedad, libramientos de los pagos, etc.


Son cincuenta y una las expropiaciones llevadas a cabo junto a la muralla llamada del Cubo o de don Beltrán, en la calle Surriola o Real, la mayoría casas habiendo también huertas y alguna herrería. Muchos de los indemnizados no pudieron presentar títulos de propiedad, alegando la posesión continua de los bienes tanto por ellos como por sus antepasados.


A la hora de firmar los documentos se observa un hecho curioso: la mayoría de las mujeres no sabían hacerlo, solamente dos, doña María y doña Catalina Dengómez de Montaot, firmaron, mientras que veinticuatro no pudieron hacerlo, firmando por ellas uno de los testigos, Juan Martínez de Sagastume. De los hombres, diecinueve firmaron, no haciéndolo siete.


("Del San Sebastián que fue". JUAN MARÍA PEÑA IBAÑEZ)









De la Posta a las diligencias

Pocos servicios más importantes y del que se benefician todos los ciudadanos como el de Correos. Los hombres de la Posta, ese numeroso ejército que llega con sus mensajes hasta la más apartada aldea, son los correos que nos traen las noticias de los familiares alejados de nuestro hogar y hacen posible que lleguen a manos de los parientes y amigos las nuestras. Todos los días del año, bajo el sol de la canícula, el cierzo del invierno o las lluvias de primavera, los servicios de la Posta, un anonimato colectivo y muchas veces sufrido son los depositarios de cartas y paquetes que entregan puntualmente a los destinatarios. Vaya para todos ellos en estas líneas el homenaje a quienes realizan un trabajo constante, muchas veces mal apreciado y cuyos fallos, que se producen como en toda labor humana, solemos criticar duramente.

La Posta se implantó en nuestra ciudad el 17 de diciembre de 1590, fecha en la que quedó constituido en San Sebastián el servicio de Postas. A finales del siglo XVI el camino real no pasaba por San Sebastián y mientras había un correo mayor en Irún-Uranzu, no lo tenía nuestra ciudad que por tanto no disfrutaba de una Posta regular. Un donostiarra, don Juan de Argarate se personó ante el Ayuntamiento en 1581 con la propuesta de que la posta que iba de Irún por Astigarraga pasara por San Sebastián, lo que "sería de gran comodidad para sus vecinos y en cierto modo daría prestigio a nuestra villa”. El Ayuntamiento ofició nada menos que a don Juan de Idiaquez, secretario y consejero del Rey Felipe II, para que obtuviera las pertinentes licencias del correo mayor del Reino, don Juan de Tarsis, a fin de poner la Posta "en los arenales de esta villa con esta condición: que queden sus vecinos y los de su jurisdicción en libertad de poder enviar peones y personas por sus negocios, sin que a tales peones y personas les lleve el maestro de Posta derecho alguno, ni sean obligados a pagárselos en razón de las jornadas que hicieren, sino que los que quisieren de su voluntad acudan al maestre de Posta con cartas y despachos, quedando los demás libres de encaminarlos por la vía que les pareciere”.


San Sebastián era ya entonces una villa mercantil importante y los comerciantes donostiarras mantenían correspondencia con muchos puntos de España y de fuera de ella y se tropezaban con dificultades y dilaciones a la hora de hacer llegar a sus corresponsales sus mensajes. De ahí que el Concejo trabajase en las más altas instancias para dotar a la villa con un servicio regular, seguro y rápido de postas.


Pero las cosas de palacio van despacio y lo que el Ayuntamiento solicitaba el 9 de enero de 1581 no fue realidad hasta nueve años después. La burocracia nunca ha sido rápida y había, además, intereses en favor de determinadas personas, lo que demoró la solución de lo que aquí se había pedido.


Nuestro Concejo quería que establecido el servicio de la Posta en nuestra villa, el cargo de maestre de posta recayera en un donostiarra, en don Juan de Argarate que había sido quien instó a nuestros ediles para que obtuvieran de las altas instancias la concesión. Pero el correo mayor del Reino, don Juan de Tarsis, quien nombraba al maestre, en cartas que escribió a don Juan de Idiaquez daba a entender que tenía inclinación por Juan de Arbelaiz, correo mayor de Irún, cargo en el que había sucedido a su padre don Jacobo. Estos cargos eran lucrativos y de ahí que hubiera recomendaciones y presiones de diversa índole. La familia Arbelaiz disponía de postas y caballos y podía prestar inmediatamente el servicio que los donostiarras pedían.


Queda nombrado por fin el irunés Juan de Arbelaiz y de ello se da por enterado el Ayuntamiento donostiarra con fecha 1 de marzo de 1584 y así puede leerse en el acta correspondiente que "los señores del Concejo dieron haber visto el título y nombramiento de Juan de Arbelaiz en el oficio de Correo Mayor y Maestre de Postas de esta villa", pero en el mismo documento puede verse cómo los concejales donostiarras no eran partidarios de los monopolios y hacen constar que los vecinos de la villa podrán "poner, encaminar y enviar sus cartas y despachos de los correos y peones que ellos quisieren, y a las partes y lugares que quisieran, sin que el dicho Arbelaiz ni otra persona se lo pueda impedir, ni pueda quitárselos ni estorbáseles".


Debieron surgir dificultades pues pese al nombramiento mencionado es años después, el 17 de diciembre de 1590, cuando Juan de Arbelaiz se presenta ante nuestro Ayuntamiento y declara que "conforme a lo que le había ordenado don Juan de Tarsis, Correo Mayor de Su Majestad, él quiere poner en esta villa persona que tenga cuenta y cuidado de despachar dos ordinarios por semana, que vayan de esta villa a la de Vitoria los martes y viernes, con las cartas e despachos que los vecinos de esta villa quisieran enviar; y quiere dar a esta villa conforme a lo que dicho Correo Mayor le ordena, toda la satisfacción e contento; e para esto asistirá al presente en esta villa, tomando casa e señalándola, para que por sus días asista en dicha villa, él o la persona que hiciere el oficio de Correo Mayor en su nombre en la villa de San Sebastián, para que se acuda a ella por sus vecinos y los de su comarca con sus cartas e despachos, según y en la manera que se acostumbra en las ciudades e villas de estos reinos donde hay Correos Mayores, como él lo es agora de esta villa; e hará e procurará que haya con todos ellos la correspondencia que se deber tener en el reino, y en el de Francia y en todas partes donde hubiere contratación, de manera que haga todo buen recaudo en las dichas cartas e despachos, como conviene al beneficio general de los negocios".












De la Posta a las diligencias - La diligencia

De esta forma siguió funcionando la Posta durante todo el siglo XVII, el XVIII y hasta mediados del XIX en que nacen las diligencias, lo que supuso un gran progreso. Hasta entonces los españoles viajaban en coches de colleras, en galeras, sillas de posta, artolas, carromatos y acémilas. La velocidad desarrollada por unos y otros era similar y la única diferencia estribaba en la mayor "comodidad".

Según Mariano José de Larra que nos legó uno de los incomparables artículos describiendo los viajes de su tiempo, en los coches viajaban sólo los poderosos; las galeras eran el carruaje de la clase acomodada, viajaban en ellas los empleados que iban a tomar posesión de su destino, los corregidores que mudaban de var; los carromatos y acémilas estaban reservados a las mujeres de los militares, a los estudiantes, a los predicadores cuyo convento no les proporcionaba mula propia.

La literatura, los relatos de viajeros románticos y más tarde el cine han idealizado poco menos los viajes de ayer. Mucho tiempo antes que Paul Morand situara alguna de sus novelas en el Oriente Express que unía París con Constantinopla y que Hollywood nos inundara con sus películas sobre las aventuras que acaecían en el Union Pacific, los viajeros sufrían en sus carnes las incomodidades que suponía ir en diligencia. El suplicio de Tántalo, justo castigo por haber traicionado a los dioses revelando sus secretos, sería superior, pero quien se decidía a viajar a mediados del siglo pasado entre Madrid y San Sebastián, demostraba un valor innegable al confiar sus huesos a aquellas pesadas, incómodas, lentas y en muchos casos peligrosas diligencias que hacían el servicio entre la capital de España y Bayona.


En España se establecieron las diligencias en 1816 y el primer lugar donde se montó el servicio fue en Barcelona y tres años más tarde en Madrid. Había en aquellos primeros años varias empresas que explotaban el servicio y comenzaron a ser populares las "Diligencias generales", "Caleseros", "Carsi y Ferrer", que luego se llamaron "Diligencias peninsulares", "Postas generales", las del "Norte" y "Mediodía".


San Sebastián tenía correo diario para todos los puntos del Reino y del extranjero y como ciudad de tránsito en la carretera de Madrid a Francia, pasaban por aquí todas las diligencias, galeras y mensajerías y además las especiales para Bayona. Las "Postas generales" paraban en el parador Isabel, en la plaza de las Escuelas, las del "Norte" en el Parador Real de la calle Mayor, "La Victoria" en la fonda Aizpurua y en la calle Narrica las que traían el correo, parando en el número 22 de esta calle donde se hallaba la Posta, casa en la que se conserva todavía en la pared la boca del buzón donde la gente depositaba las cartas.


Las diligencias que iban de Madrid a Bayona no pasaban por San Sebastián pues entonces nuestra ciudad estaba alejada del camino real y así los viajeros tenían que bajarse en Astigarraga, ya que los coches tras cambiar el tiro en el parador del señor Irazu seguían hacia Francia. El viajero solía llegar a San Sebastián desde Astigarraga por el Urumea en canoa, en artola o a pie. Fue en 1847 cuando se hizo la carretera que desde Andoain llevaba a Irún pasando por nuestra ciudad y a partir de esa fecha las diligencias entraban por la Puerta de Tierra y según describe "Calei-Cale" "entre chasquidos, ruidos de cascabeles, gritos del postillón y mayoral, animando al ganado con exclamaciones de "¡generala!, ¡brigadiera!, ¡coronela!", porque estos nombres eran de ritual en aquel tiempo, atravesando la diligencia la plaza Vieja, calle de San Jerónimo y Trinidad entrando en la calle Narrica. Una vez cambiado el tiro, a Bayona.


Cada una de las diligencias se componía de berlina, interior, rotonda y cupé, más un sitio reservado para los equipajes, pudiendo transportar cada una diecinueve viajeros. En verano era cuando se registraba mayor demanda de asientos y había que tomar los billetes con bastante antelación. Según los cronistas que se han ocupado de ellas, durante la temporada estival las tres diligencias venían a transportar unos 2.850 viajeros, la mayoría con destino a San Sebastián y algunos a los balnearios de Cestona y Santa Agueda.


Una nota curiosa: el precio del billete era independiente del trayecto que interesara recorrer al viajero, es decir que se pagaba como si se fuese hasta Bayona. El precio variaba según el asiento que ocupara el viajero. La berlina tenía tres asientos, seis el interior, seis la rotonda y cuatro el cupé y venían a equivaler a asientos de primera, segunda, tercera y cuarta. El precio del billete era de 45 duros en berlina, 36 en interior, dos onzas en la rotonda y 500 reales el cupe, más la propina a los zagales, postillón y mayoral. El billete daba derecho a cada viajero a llevar un equipaje de dos arrobas de peso más una sombrerera.


La distancia entre Madrid y San Sebastián era de 83 leguas (la legua tiene 5.572 metros, por lo que en kilómetros la distancia era de 462). Salían las diligencias de Madrid entre cuatro y cinco de la madrugada de las calles Alcalá, Victoria y Correos, donde tenía cada una de las empresas sus respectivas administraciones. Viajaban en convoy pues los peligros no faltaban en los caminos y en caso de ser asaltadas o de avería siempre resultaba mejor ir juntas.


Pese a la hora intempestiva, nunca faltaba gente para ver el momento de la partida: curiosos trasnochadores y familiares y amigos de los viajeros que iban a despedirlos, pues entonces un viaje podía ser una aventura peligrosa. Los viajeros iban preparados "ad hoc", resignados a las muchas horas de traqueteo, entumecimiento y aburrimiento que les aguardaba. Pero el riesgo del viaje no les arredraba.


Ya está la diligencia presta para iniciar el viaje. En el pescante iba el mayoral y a su lado el zagal que cambiaba a la vez que el tiro compuesto de doce o catorce mulas o caballos, enganchados de dos en dos y que se variaba cada tres leguas, es decir, cada dieciséis kilómetros. De Madrid a San Sebastián cambiaban veinticinco veces y se tardaba en recorrer cada etapa entre hora y media y dos horas.


En el caballo o mula de la izquierda de la primera pareja del tiro iba el postillón, que solía manejar con gran habilidad un corto látigo que hacía restallar para animar al ganado. El postillón hacía el viaje completo, desde Madrid a Bayona, y solía ser un mozo que a veces, víctima del cansancio, se dormía sobre la silla y caía al suelo con el peligro de ser atropellado por las cabalgaduras o por la diligencia. Uno muy popular aquí fue "Somosierra", el que con más garbo montaba en aquel diminuto sillín. Angel Muro, de quien tomo algunos de estos datos, refiere la peligrosidad del cargo de postillón. "Aún vive, escribía hacia 1870-, y vende fósforos en la esquina de las calle Greda y Jovellanos de Madrid un anciano que perdió las piernas siendo delantero de las diligencias Peninsulares, hace cuarenta años". Por esa peligrosidad, el Gobierno reconocía a los postillones derechos pasivos como empleados de Correos, y sus hijos estaban exentos del servicio militar siempre que ejercieran esa profesión. Postillón de diligencias fue en sus años mozos Edouard Dupouy, bayonés que se estableció en San Sebastián y fue años después director del Hotel de Londres, intervino en la fundación del Casino del Monte Igueldo y contribuyó con sus iniciativas y su trabajo al progreso de nuestra ciudad en los últimos años del pasado siglo y comienzos de éste.


Las condiciones a las que debían sujetarse los que viajaban en las diligencias las habían señalado varios reales decretos. Por el exceso de equipaje se pagaban tres reales por libra. Los niños de pecho que fueran en brazos de otra persona no pagaban nada; a cualquiera que tomara la berlina se le permitía llevar gratis un niño que no pasara de seis años y dos de igual edad si se tomaba todo el interior o rotonda, siendo ésta de seis plazas y aquella de tres. No se consentía llevar animales dentro del carruaje y sólo se permitía colocar pájaros enjaulados sobre la baca, si había sitio. En los puntos de parada donde según el itinerario tenían que descansar y dormir los pasajeros, no se permitía lo verificasen dentro del carruaje.


Las normas en vigor determinaban que "cada viajero, al salir de los puntos extremos, ocupará el asiento que le corresponda según el número de orden que tenga su billete y podrá mejorar su colocación en las vacantes que ocurran en la misma localidad, pagando el exceso de precio cuando mejore fuera de ésta. Ningún viajero podrá exigir la menor alteración en el curso de descanso establecido por la compañía o que el conductor disponga en casos eventuales. La compañía no abona indemnización alguna por detenciones o retos imprevistos, ni por los perjuicios que los señores viajeros puedan sufrir con las roturas o vuelcos del carruaje".


También se señalaban las indemnizaciones: “Si durante el viaje desapareciese algún equipaje, no siendo por robo a mano armada o incendio involuntario, la compañía abonará, por un baúl lleno quinientos reales, por una maleta llena doscientos reales, por un saco de noche lleno ochenta reales, por una sombrerera cuarenta reales”.


Para viajar hacía falta la cédula de vecindad y para ir al extranjero un pasaporte visado por los embajadores o cónsules de las naciones a donde fuera el viajero, sin cuyo requisito no se permitía el paso de frontera.


Iniciado el viaje en Madrid de madrugada, a las 10 se paraba en Cabanillas de la Sierra para almorzar. Sobre las 8 se llegaba a Aranda de Duero y allí se cenaba. Cada diligencia paraba en una fonda o mesón diferente que ya tenía preparado el condumio de los entumecidos viajeros. Tras reparar fuerzas, estirar las piernas y calentarse en la chimenea si era invierno, vuelta a la diligencia que llegaba a Burgos a las 8 de la mañana. Aquí se tomaba un chocolate con leche y azucarillo y se dejaba una hora para que los viajeros pudieran visitar la catedral. Sobre las 2 de la tarde llegaba la diligencia a Miranda de Ebro donde esperaba la comida en la que, según Angel Muro, no faltaban las truchas. Nueva parada en Vitoria donde se cenaba para adentrarse por los verdes parajes vascongados y ganar el puerto de Descarga, una de las partes más peligrosas del recorrido. A las 9 se desayunaba en Tolosa, y sobre las diez y media se llegaba a San Sebastián. Detalle curioso: todas las comidas que se hacían en el viaje venían a costar unos cinco duros.


Con la entrada en servicio de las diligencias comenzaron a venir a San Sebastián los primeros veraneantes y la ciudad-balneario se puso de moda, siendo Isabel II y la Reina Regente doña María Cristina quienes contribuyeron de una manera decisiva a convertir nuestra playa en punto de reunión del mundo elegante. Y en torno a aquellos viajes hay una curiosa anécdota que la cuenta Siro Alcain.


Cuando en 1846 vino a España el duque de Montpensier con uno de sus hermanos para concertar la boda con la infanta María Luisa, se había previsto que descansara en Astigarraga mientras cambiaban el tiro. El Ayuntamiento quiso recibir con todos los honores a los viajeros pero no encontró banda de música, pues en aquel momento parece que no había ninguna. Para salir del paso el maestro José Juan Santesteban improvisó una que ensayó rápidamente tres piezas. Llegado el duque y su séquito, pasaron a descansar al parador y la banda comenzó su concierto. Interpreto las tres, piezas ensayadas, pero la estancia del duque se prolongaba. Entonces Santesteban dijo a los músicos: "Hay una bonita composición que todos ustedes la saben de memoria y probaremos qué tal sale; Lascanotegui (que tocaba el requinto), entone Vd. el Himno de Riego". Este himno estaba entonces prohibido. El duque, que lo conocía, en cuanto lo oyó ordenó la marcha y los músicos quedaron muy preocupados por las consecuencias que pudiera acarrear la interpretación de aquella pieza. Pero el concejal que había organizado el recibimiento les calmó a la vez que les felicitaba por la ocurrencia que habían tenido.


Además de las diligencias que hacían el recorrido de Madrid a Bayona, aquí había otras que acercaban a los viajeros a Bilbao y a diversas localidades guipuzcoanas. Hasta 1897 no funcionó el tren de la Costa. Los viajeros que quisieran trasladarse a Bilbao tenían que ir en una diligencia que tirada por siete caballos salía a las siete de la mañana de la Plaza Vieja. "La Vascongada", que así le llamaba la diligencia, tardaba sus buenas doce horas en el recorrido y durante bastantes meses, debido a las consecuencias de la segunda guerra carlista, al llegar a Orio, la metían en una sirga para pasar la ría, pues el puente estaba inutilizado. La cuesta de Orio la subía con el refuerzo de una pareja de bueyes. Al llegar a Zarauz sobre las diez de la mañana, se cambiaba el tiro y los viajeros aprovechaban la operación para tomarse una taza de caldo en la fonda de Vicente Otamendi, en cuyos bajos estaban las cuadras. Seguía por el alto de Meagas para luego por Azpeitia ir a Durango, donde se volvía a cambiar de tiro.


Había otras diligencias que enlazaban San Sebastián con algunos pueblos de la provincia. La de Tolosa salía a las tres de la tarde de Casa Benegas, en la calle Elcano n° 6, y la de Irún de la calle Bengoechea 5, de Casa Manish, de la familia Pagés, cuyo hijo, Melchor, fue por su obesidad uno de los personajes populares de San Sebastián a principios de este siglo.


Las diligencias quedan ya como un lejano recuerdo y en nuestros días, en que como decía Agustín Foxá no se viaja, se llega, son una estampa en la que se mezclan el mayoral, el bandido generoso, el posadero, la mocita casadera, el fraile mendicante y Mariano José de Larra inmortalizándola con prosa inigualable.



















Las procesiones de antaño

Han desaparecido las procesiones de las calles de San Sebastián y el escribir sobre ellas les parecerá a más de uno volver la vista a un pasado desterrado de nuestros días. Y sin embargo, las procesiones estuvieron bien arraigadas en nuestra ciudad hasta tiempos muy recientes.

Una de las más tradicionales era la que se celebraba el día del Patrono, el 20 de enero, desde la parroquia de Santa María a la del Antiguo. Su origen arranca de la epidemia de peste que asoló nuestro pueblo en 1597 alcanzando tan alto grado el mal que la villa quedó aislada para evitar que se extendiera a los pueblos próximos. El Regimiento o Ayuntamiento, para reforzar la lucha contra la peste, contrató en Jaca al cirujano Maese Juan de Lortia. Durante tres meses, de octubre a Navidad, estuvo aquí el médico al que se le pagaban diez ducados al día, facilitándole gratuitamente casa con tres camas y criada, dándosele un ducado más para alimentos, comprometiéndose el Regimiento a entregar 600 ducados a su mujer en el caso de que el cirujano muriese contagiado de la peste. Su labor de asistencia se extendía a la desinfección de las casas y ropas de los infectados. Se volcaron las ayudas a San Sebastián, y así el Rey Felipe II envió 400 ducados, el corregidor licenciado Fernández de Arteaga 300, recibiéndose también socorros del obispo de Pamplona monseñor Antonio Zapata y de varios pueblos próximos. Los donostiarras pusieron la esperanza en aquel penoso trance, que hubiera exigido un Manzoni para narrarlo, en la ayuda divina y aquel año hizo la villa solemne voto de ayunar la víspera de la fiesta de San Sebastián e ir al día siguiente en procesión hasta el Antiguo.


La procesión con la efigie del santo que portaban cuatro concejales y a la que rodeaban otros dos con hachas encendidas iba por la playa participando en ella casi todo el vecindario. Una batería de artillería desde el muelle disparaba durante la procesión sobre una barrica a la que se había colocado una bandera y que estaba situada en medio de la bahía, y el Ayuntamiento por los treinta disparos que se hacían, que suponían 120 libras de pólvora, daba 960 reales, a 8 reales la libra. Este precio, que fue el del año 1819, había variado, pues en 1621 se habían pagado 200 reales al mayordomo de Santa Bárbara de los artilleros, en 1760 lo pagado fueron 495 reales y por la conducción al Castillo de tacos, mechas y otros útiles, 12 reales y a los artilleros por su trabajo 12 reales también. Estos datos los tomo del trabajo que hizo don Serapio Múgica sobre esta histórica procesión.


En 1813, el fuego destruyó el retablo de Santa María y la efigie del Santo y en 1818 el Ayuntamiento encargó al regidor Sagasti mandara hacer otra y gestionar en Roma la obtención de una reliquia del Santo mártir, llegando ésta el 14 de junio del mismo año, siendo recibida en la puerta de Tierra y conducida en procesión hasta la parroquia.


Como el tiempo solía obligar a veces a suspender la procesión, se trató de trasladar la fiesta a fechas de primavera, lo que no autorizó la autoridad eclesiástica, aunque sí que la procesión tuviera lugar tras la Pascua de Resurrección. La procesión se suprimió en 1831.


En la fiesta de la Virgen del Coro salía una procesión de la parroquia de Santa María llevando la imagen de la patrona de la ciudad. Esta procesión se detenía en Vildosla kalea, hoy calle de San Lorenzo, ante la casa en la que vivía doña Pérez de Isaba, anciana señora que no podía salir de sus habitaciones y que había regalado a la Virgen el árbol que con cuatro reyes posee dicha imagen. Este árbol es de plata dorada y lo regaló la citada señora con la condición de que la procesión parara ante su casa el tiempo para que ella pudiera rezar una salve.


La procesión de las letanías mayores se celebraba el lunes, martes y miércoles anteriores a la fiesta de la Ascensión. Cada día cambiaba de lugar de salida. El lunes salía de Santa María y terminaba en San Vicente, el martes a la inversa y el miércoles la procesión que salía de Santa María iba hasta la iglesia de San Sebastián. En esta procesión participaban las cruces parroquiales de San Marcial de Alza y de Pasajes.


Otra procesión era la de la Santa Bula que se iniciaba en la Plaza Nueva yendo hasta Santa María donde se explicaba el alcance y privilegio de la Bula. En esta relación de procesiones hay que mencionar la del día de San Marcos, 25 de marzo, que salía de Santa María; la de Santiago, 25 de julio, que también salía de Santa María e iba al barrio de San Martín, a la ermita que allí había dedicada al Apóstol; la de San Lorenzo, 10 de agosto, que iba desde la parroquia matriz hasta la iglesia de Santa Catalina, procesión para la cual la monja Fernández había dejado una manda de cien ducados; la de San Bartolomé, 24 de agosto, que llegaba al convento que había en el cerro de su nombre. La procesión de Santa Quiteria, 22 de mayo, tuvo su origen en una peste que padeció la villa en 1433, habiéndose hecho un voto pidiéndose públicamente la incorruptibilidad de los aires. Esta procesión iba desde San Vicente a Santa María por fuera de las murallas. Había también procesión el 17 de noviembre, festividad de los santos Acisclo y Victoria, conmemorando una victoria, y el día de la Ascensión.


En Semana Santa, en la tarde del Viernes Santo salía de San Vicente la procesión del Santo Entierro. Los pasos eran obra del escultor Felipe Arizmendi, gran imaginero que dio abundantes pruebas de su talento. Estos pasos fueron destruidos en 1813. Luego se hicieron otros, también notables, la Dolorosa y el Cristo yacente, pero desde la década de los sesenta esta procesión ha dejado de salir. Desde 1927 hasta 1964 salía una procesión el día de Jueves Santo de la parroquia del Buen Pastor que organizaba la Cofradía de Nuestro Padre Jesús Nazareno, que se había formado a iniciativa de don Pedro Rivero y de la que formaban parte algunos andaluces que vivían en San Sebastián. En esta procesión figuraban los siguientes pasos: la Oración del Huerto, la Flagelación, Jesús con su Madre en la Vía Dolorosa, la Coronación de Espinas, el Ecce Homo, Jesús Nazareno, San Juan, el Descendimiento y la Virgen Dolorosa.


Tal vez la procesión más solemne de las que se celebraban antaño en nuestra ciudad era la del Corpus y dos de ellas pueden calificarse de históricas por quienes acompañaban al Sacramento por nuestras calles. Así fue la que se celebró el 27 de mayo de 1660 a la que asistió la Sacra, Católica, Real Majestad de Felipe IV y que fue presenciada desde el palacio del duque de Ciudad Real en la calle Mayor por la infanta María Teresa, su hija, futura reina de Francia al contraer matrimonio con Luis XIV.


Se hallaba Felipe IV en nuestra ciudad desde el 11 de mayo y aquí esperaba el resultado de la conferencia que en la isla de los Faisanes mantenían Luis de Haro y el cardenal Mazarino, que terminaría con la llamada "Paz de los Pirineos". Durante más de un mes San Sebastián fue la Corte de la monarquía en cuyos dominios no se ponía el sol. Al aproximarse la fiesta del Corpus Christi que la cristiandad celebraba con inusitado esplendor desde los días del Pontífice Urbano IV, el cabildo invitó a Su Majestad a participar en los solemnes cultos del día y Felipe IV avisó la víspera por medio de su secretario don Bernardo Contreras, que con sumo gusto acudiría a ellos. Aquella procesión salió de Santa María "pasando delante de la Compañía J.H.S. y delante de la parroquia de San Vicente, el cantón de Esnateguía a la calle de Amézqueta, hasta la esquina de las casas de don Ignacio de Ambulodi, desde allí, por frente al palacio, a Santa María", según refiere el historiador don Ramón Inzagaray. El palacio al que alude el cronista era el del duque de Ciudad Real, en la calle Mayor, donde estaba alojado el monarca.


"Las torres de Santa María, San Telmo, San Vicente, Santa Ana y dominicas del Antiguo lanzan por los aires en vertiginosos volteos el repique de sus campanas", escribió Francisco López Alén. "Los palacios de los marqueses de San Millán, de los Echeverris, de los marqueses de Morlera, de los condes de Villalcazar, ostentan artísticas y valiosas tapicerías y de sus ventanales cuelgan bordados blasones, mereciendo particular atención la casa Balencegui, en la calle Mayor, suntuoso edificio levantado con todas las proporciones del arte dórico. Las calle de la Trinidad, Mayor y la carrera toda, hállanse cubiertas por fuerzas de arcabuceros y mosqueteros en cuyos cascos y petos reflejan los esplendorosos rayos de un sol canicular.


Bajo las góticas naves de Santa María, iglesia del más puro estilo ojival, pues se construyó durante el siglo XIII, apíñase numerosa concurrencia, y a un lado del altar mayor, bajo ríquisimo dosel, hállase hincado de rodillas el rey nuestro señor don Felipe IV, vestido de elegante ropilla abullonada de terciopelo negro, medias de fina seda del mismo tono, sus pies calzan zapatos bajos con hebillas de oro y diamantes, de su cinto pende sobrepujada espada y su típica cabeza tan admirablemente copiada como popularizada por su pintor Velázquez, resalta con majestuosidad del acarminado fondo que con el dosel se produce”. Cerca del sitial ocupado por Felipe IV se situó su hija la infanta María Teresa.


Ofició la misa el obispo de Pamplona don Diego de Tejada, asistiendo el patriarca de las Indias, arzobispo de Tiro, clero de la capilla real y de la sede episcopal de Pamplona a la que pertenecía Guipúzcoa. Tras el ofertorio se le ofreció al Rey por el alcalde en una bandeja seis velas, dos grandes, dos medianas y dos pequeñas y el monarca eligió la menor.


Terminada la misa, salió la procesión. "Extraordinaria multitud transita por las calles; sobre briosos caballos realzan la carrera hidalgos caballeros forrados con brillantes armaduras. El atrio de Santa María cuajado de gente, mucha parte extranjera, pues este acontecimiento despierta vivo interés en la frontera. Cien fornidos jóvenes rompen marcha en la procesión, armados con espadas, los cuales ejecutan con mucha precisión y verdad el belicoso ezpata-dantza al son del tamboril.


Pendones de las cofradías, capitanes de mar y tierra, corregidores, clero, órdenes monásticas, penitentes, alguaciles cubren ya la carrera toda; en uno de los balcones del Jauregui de los Duques de Ciudad Real, arrodillada sobre tallado reclinatorio, presencia fervorosamente el desfile de la procesión la infanta María Teresa, futura consorte del rey Luis XIV de Francia; las campanas de los templos repiten su clamoreo; las naos y bajeles surtos en la Concha cañonean con el estampido de sus lombardas el espacio; admírase ya la procesión, tendida en larga carrera; el palio, de riquísima labor, es llevado por ocho capitulares; ostenta la custodia el obispo de Pamplona; ya la antífona con sus místicos acordes saluda a la Sagrada Forma, el pueblo donostiarra arrodillase a su paso, cerrando el cortejo de tan grandioso espectáculo tras el palio y acompañado del alcalde de San Sebastián don Francisco de Orendain con el Ayuntamiento en pleno, el rey de las Españas don Felipe IV con una vela encendida en la mano".


Para completar esta descripción del escritor Francisco López Alén diré que la Cofradía de San Pedro tenía el privilegio de salir en la procesión del Corpus llevando en unas andas la imagen de su patrono, yendo junto a ella con cirios encendidos los marineros y pescadores, antecediendo al Santísimo Sacramento.


Si la procesión de aquel año fue de una solemnidad excepcional por la presencia del monarca, las que se celebraron después de 1660 no desmerecieron en esplendor. En el manuscrito que en 1761 escribió el presbítero don Joaquín Ordoñez, nos da noticias de las celebradas en la primera mitad del siglo XVIII. Dice que solían concurrir más de sesenta sacerdotes con sobrepelliz y trece beneficiarios con capas y cetros, llevando el Santísimo el Vicario de Santa María en una urna de plata sobredorada de cuatro columnas, cuatro arcos y sobre ellos una media naranja. El palio lo llevaban los caballeros regidores y jurados, los dos alcaldes, el comandante general y el corregidor y tras ellos las compañías de granaderos, cerrando el desfile las mujeres con mantos y mantillas negras.


La carrera estaba cubierta por soldados de la guarnición con su coronel y tres banderas. Las calles que recorría la procesión estaban engalanadas con colgaduras y tapices y cada veinte pasos había un hachero con su hacha "y una mujer a cuerpo bien vestida asida del hachero porque no lo trastornen la mucha gente”. En la carrera había tres altares "no muy grandes pero ricamente adornados, así por la mucha plata, velas, hechuras de imágenes y niños muy cargados de joyas, de diamantes, esmeraldas y perlas y suelen colocar un San Juanito que el corderito suele estar rodeado todo de perlas y muy crecidas, y no hay oro y plata labrada infinito en esta ciudad; en cada altar se canta un villancico con la música, con violines y clavicordio, y la misma música con el clero cantan alternativamente Pange lingue”.


Y en la historia de las procesiones del Corpus en San Sebastián no puede dejar de mencionarse la celebrada en 1828. Se hallaban en la ciudad los reyes Fernando VII y Amalia, que habían llegado el 4 de junio, permaneciendo entre nosotros hasta el 11. Los donostiarras les recibieron en olor de multitud. En uno de los muros de la parroquia de San Vicente habían escrito esta inscripción: "Vivan Amalia, Fernando/Vivan nuestros caros Reyes/Que con pacíficas leyes/La España están gobernando".


Los reyes se alojaron en la casa de don Faustino Corral que fue adornada con lo mejor de lo mejor, y algo parecido aunque no tan ostentoso, se hizo en las casas de don Juan Urroza, don Andrés Urbano y doña Magdalena Muñoa, que ocuparon la servidumbre y séquito. En el palacio se colocó un trono por el que se pagaron 3.800 reales a M. Bergara, y un oratorio, que fue arreglado por doña Juana Ameztoy. Se invitó a los soberanos a acudir a la procesión del Corpus Christi, contestando que acudirían a la misma.


Aquel día había llegado mucha gente de fuera y desde primera hora los espatadanzaris recorrieron las calles bailando típicas danzas. Pero llovía sin parar. Cerca de las diez el Ayuntamiento y la Diputación se dirigieron al palacio de la calle Mayor donde se alojaban los reyes. Les precedían los clarineros, tamborileros y los espatadanzaris. La tropa cubría la carrera que seguiría la procesión.


Los reyes, dada la lluvia, fueron en carroza hasta Santa María en cuyo atrio les esperaban todas las personas con cargo público y en el interior los miembros del Ayuntamiento y Diputación formaban dos hileras, aquellos a la izquierda y estos a la derecha. El clero de las dos parroquias recibió a los reyes bajo palio. Los sacerdotes vestían sobrepellices y el vicario capa pluvial. Este, don José Bernardo de Echague, les ofreció agua bendita y los monarcas se dirigieron a una tribuna levantada en el altar mayor. El templo estaba lleno de fieles.


Comenzó la misa. "El prior del Cabildo hace de asistente cerca de Sus Majestades para llenar las funciones de dar a besar el libro de los Santos Evangelios, el portapaz, incensario, etc".


Como la lluvia no cesaba, se suspendió la procesión pero por la tarde se celebraron festejos ante el Palacio.


El domingo siguiente, 8 de junio, lució el sol, el cielo estaba de un bellísimo azul y la temperatura era agradable. Pudo celebrarse la procesión. Llevaba la custodia el obispo de Ciudad Real, confesor de la Reina. Fernando VII y Amalia iban detrás de la custodia con una vela en la mano. Tras ellos, el Ayuntamiento en traje de golilla. Las calles se hallaban alfombradas de flores y hierbas y los damascos y tapices adornaban algunas casas. Al terminar la procesión el obispo de Ciudad Real dio la bendición y SS.MM. volvieron a palacio con igual acompañamiento que a la ida.


Aquella fecha y aquella procesión quedaron inscritas en las páginas de la historia de San Sebastián. Pocas ciudades podrán decir que en dos procesiones fueron junto al Santísimo los reyes de España.