martes, 6 de enero de 2009

El faro de Igueldo

Muchas tardes, desde la barandilla del restaurante de Igueldo, suelo yo contemplar, la blanca torre del faro que se yergue a media ladera, y a veces me acomete el prurito de reir. Miro el faro y lo veo tan distinto a como era; me considero a mi mismo y me veo tan cambiado .... Verdaderamente gracioso que yo haya sido torrero  de ese faro.El faro de Igueldo

Muchas tardes, desde la barandilla del restaurante de Igueldo, suelo yo contemplar la blanca torre del faro que se yergue a media ladera, y a veces me acomete el prurito de reír. Miro el faro y lo veo tan distinto a como era; me considero a mi mismo y me veo tan cambiado... Verdaderamente gracioso que yo haya sido torrero de ese faro.

Hace muchos años, cuando la fortuna quería que viviese mi padre, yo estimaba grato subir al faro de Igueldo en los buenos días del estío. Entonces no había funicular ni casino, ni siquiera era camino fácil; nadie osaba llegar al agreste monte, como no fueran los pacíficos y solitarios carabineros de la costa. Mi padre era torrero mayor, y una vez se quedó sin el empleado subalterno. Y me dijo: “Vaya, muchacho, mientras llega el segundo del faro, tú harás de torrero sustituto. Nos repartiremos la guardia de la noche como dos buenos camaradas”. Fui, en efecto, torrero legal y consumado durante veinte días.

Mi padre era un hombre filosófico, entre alegre y sentimental, que había leído por décima vez un libro pequeño, cuajado de estampas: “La vida de Nuestro Señor Jesucristo”. En la repartición que hicimos de nuestros deberes profesionales, él se reservó la tarea de limpiar la máquina del faro, cargar las lámparas con petróleo y preparar las mechas. A mí me dejó únicamente el cuidado de la media guarda nocturna, o sea el periodo que corresponde a la madrugada.

Con los ojos cargados de sueño, con el paso indeciso, la mente turbia, yo escalaba la torre y me situaba en el descansillo o plataforma superior. Y en ese trance del semisueño, mi alma adolescente se encaraba de pronto con la negrura y el misterio de la noche silenciosa. O

Tras los cristales de la cúpula, columbraba la sombra, el guiño fugaz y alterno de los faros: Biarritz, Guetaria, Lequeitio, Machichaco. Era una luz blanca y fija, otra era roja como el rubí, otra se desvanecía y trasmutaba caprichosamente. Eran las únicas evidencias de vida que llegaban hasta mí. El resto se componía de una sombra total, absoluta y medrosa. Entre tanto, en el interior de la torre, como un latido monstruoso, la máquina de relojería pronunciaba su fantástico tic-tac.

Hacía mi guardia concienzudamente, como un curtido torrero. Le daba cuerda a la maquinaria, despabilaba la mecha de la lámpara, me sentaba en la plataforma superior, junto a las grandes lentes aumentativas. ¡Qué lentas, qué graves horas sugestivas, con el silencio y la sombra más profundos en torno del faro, y el latido fantástico de la maquinaria repercutiendo en el centro de mi propio ser! Mis ojos sólo podían permitirse el espectáculo del cielo.

Allí estaban las constelaciones gravitando sobre mi pobre cerebro; allí las estrellas me guiaban desde el fondo del infinito; y yo las miraba brillar y mirándolas fijamente sentía apresurarme en mi espíritu las difíciles controversias metafísicas. Era la época de las grandes lecturas transcendentales. ¡Cuántas dulces ilusiones, cuántos pétalos de la rosa de la fe infantil cayeron entonces, en aquellas horas de soledad inquisitiva, para no volver jamás! Ante mi ansiosa interrogación, ¡con qué fría y seca lógica me respondieron las estrellas, los mundos infinitos, la abrumadora inconmensurabilidad del cosmos! ¡De qué manera tan desapasionada y vil perdió entonces el alma su virginidad y su candor!

- 430

Por malaventura, alguna noche hubo deñ rendirme el sueño, quedaba dormido bajo la pesadumbre del fantástico tic-tac de la máquina y al despertarme sobresaltado veía que en mi derredor se acumulaban los fantasmas. Sorprendíame de verme allí, en tan extraño sitio, me acometía, tal vez, un miedo pueril, el compás misterioso de la maquinaria hacía más grande mi terror. Entonces asomaba los ojos a los cristales, y la sombra de la noche, matizada por los guiños de los faros, no aportaba, seguramente, mucha calma a mi espíritu. Una vez contemplé desde la torre un efecto de niebla; eran unas masas oscilantes de bruma que subían del mar, rozando las montañas, cabalgando como verdaderas figuras de fantasía o de visión; en las lomas de la niebla, la luz del faro se reflejaba con efectos extraños y quiméricos. Aturdido y mal despierto, yo miraba todo aquello como una consecuencia de mis enfermizos excesos metafísicos.

Pero otras veces, cuando me dormía en la guardia, era todavía peor el despertar. Levantaba los ojos espantado: ¡La luz del faro se había extinguido!... Y consideraba con el alma temblante, los míseros barcos que pueblan el mar, y el solitario piloto que vigila, junto a la rueda del timón, y la luz guiadora que de pronto se extingue y deja la duda y la estupefacción en el ancho mar inseguro. Los otros faros me miraban con sus luces acusadoras y severas. Hacia la costa francesa brillaba la luz alterna, casquivana y furtiva del faro de Biarritz; y por el Poniente me miraban con austeridad española las luces de Guetaria, de Lequeitio, de Machichaco.

Yo me apresuraba a remediar el pecado. Mi padre, ignorante de aquella espantosa vergüenza profesional, dormía. Y alguna otra vez, bien lo recuerdo, sucedió que me durmiese a la madrugada, y al despertarme contemplé avergonzado que la aurora coloreaba los montes, mientras mi faro seguía ardiendo. Todos los faros se habían apagado ya. Los otros torreros, desde sus torres, examinarían riendo la persistencia y contumacia de mi labor, ardiente en pleno día. ¿Qué le habrá pasado a ese buen faro de Igueldo?

¡Ah! ¡Si yo pudiese restituirme al seno de aquellas zozobras! Y saltar, durante el día, por entre zarzales, seguir las sendas ignoradas; llegar a las rocas, y allí, en los huecos del acantilado, en un agua inmóvil y transparente, profunda y virgen, bañarme. O cazar grillos cantarines. O pararme de pronto en alto y mirar lejos hacia horizontes azules y países presentidos y deseados...

Con un tomo de versos de Heine en la mano, era bien dulce sentarse en un banco rústico, frente al espectáculo del mar y de las montañas. Hacer versos románticos y soñar infinitamente.

Y al mediodía, en santa paz y franco compañerismo, mi padre y yo comíamos una humilde y abundante comida que nosotros mismos habíamos condimentado, como hábiles Robinsones... y que hoy, a través del recuerdo de y aquellas horas tranquilas, parece que tuvieron el sabor de la felicidad... El sabor de las más bellas ilusiones.

José María Salaverría “La Esfera", 1916

- 431





















No hay comentarios:

Publicar un comentario