jueves, 26 de julio de 2012

El monasterio de San Telmo

No les fue fácil a los PP. Dominicos fundar un convento en San Sebastián dada la fuerte oposición de los clérigos de la villa que llegaron a las más altas instancias, nada menos que al emperador Carlos V, para impedir que los hijos de Santo Domingo se establecieran aquí. El año 1516 llegó Fray Martin de los Santos, del Monasterio de Piedrahita, a predicar la Cuaresma. Algunos donostiarras se acercaron a él pidiéndole fundara su Orden un convento. El provincial Fray Jerónimo de Loaisa vino a la villa y comenzó las gestiones encontrándose con la primera dificultad, pues no había medio de adquirir los terrenos para el convento. Por fin Fray Martin de los Santos consiguió una provisión real y en virtud de ella el corregidor expropió un solar que había en la calle Santa Corda, propiedad de la familia Engómez, abonando por el terreno 473 ducados de oro viejo y entrando los Dominicos en posesión del litigioso lugar.

La oposición a que se fundara un convento seguía y así escribe don Serapio Múgica que la idea de los Dominicos "tropezó con fuerte oposición de los clérigos de la villa y del resto de la provincia, que así en los púlpitos como en las plazas hacían activa propaganda contra aquella Orden, llegando al extremo de conseguir que ningún vecino quisiera ceder el terreno donde levantar el convento".

La tenacidad de los Dominicos triunfó, pues llegaron hasta el Rey quien dictó una provisión para que el Corregidor, capitán general don Sancho Martínez de Leiva, viese el lugar donde habrían de construirse el convento que era uno propiedad de la familia de Engómez, y el 13 de octubre de 1516 en un improvisado altar se celebró la primera misa, en la que predicó el prior de Vitoria, Fray Bartolomé Saavedra. La oposición perdió fuerza al saber que apoyaba a los Dominicos don Alonso de Idiaquez y Yurramendi, secretario del Rey, quien había aceptado el patronato del convento.


El Ayuntamiento señaló las condiciones que exigía para que se establecieran los frailes entre las que figuraban que en el Monasterio hubiese una escuela de gramática, que no podía haber más de veinte frailes y ninguno que no fuera del Reino, que tenían que renunciar a adquirir bienes raíces, rentas, censos, etc., y si recibían algún legado en bienes de la villa o de la provincia, el Ayuntamiento los vendería en subasta pública entregando su importe al Monasterio.


Los franciscanos de Aránzazu se unieron a la oposición y por ello los partidarios de la fundación acudieron a la Reina Doña Juana la Loca que el 22 de enero de 1531 dirigió una cédula al "Concejo, justicia, regidores e hijosdalgos de la noble villa de San Sebastián" en la que dice: "Bien sabéis cómo yo acatando el servicio de Dios Nuestro Señor y a la salvación de la ánimas mandé hacer e fundar en esa dicha villa un monasterio de frailes de Santo Domingo en pobreza sobre que os envié a mandar y encargar por otra mi cédula que recibiésedes e acogiésedes a los dichos frailes e les ayudásedes e favoreciésedes en hacer y edificar el dicho monasterio puesto que también era proyecto vuestro y de toda la provincia de Guipúzcoa como más largo se contiene en la cédula que sobre ello escribí (...) yo vos mando y encargo que sin ninguna dilación hagáis y cumpláis lo que cerca de esto por nuestras cartas e cédulas vos está mandado que en ello me haréis placer e servicio".


No fue esta la única intervención de la Reina Doña Juana en favor de la fundación, según consta en diversos documentos que se conservan en el Archivo de Simancas, y así en un escrito fechado en Avila el 25 de septiembre de 1531 dirigido a don Diego de Achega, capellán que fue del Hospital del Ejército, le dice que hallándose en su poder "dos cálices con dos patenas y una custodia con una cruz pequeña todo de plata y algunos ornamentos e otras cosas menudas del servicio del culto divino" se los diese a los frailes de Santo Domingo; y aquel año y el siguiente le escribe a Pedro Laborda, vecino de la villa, a quien le dice que como tenía el cargo del pan les diese a los Dominicos cien fanegas de trigo "para ayuda a su mantenimiento acatando su pobreza y necesidad para que tenga cargo de rogar a Dios por el emperador y rey mi señor y por mí y por nuestros hijos". Estas dos últimas cartas citadas están fechadas el 20 de agosto de 1531 en Avila y el 30 de junio de 1532 en Medina del Campo.


El apoyo real y la intervención de don Alonso de Idiaquez, secretario del Emperador, superaron las muchas dificultades y trabas para la construcción del Monasterio, pudiendo comenzarse las obras en 1535 sobre los terrenos adquiridos en la calle de Santa Corda, que habían sido tasados por dos canteros y dos carpinteros, terrenos que medían 800 suelos y 74 codos, que a 25 ochavos el codo hacían 473 ducados de oro viejo, suma a la que el Corregidor agregó 20 ducados.


Los planos del nuevo convento los hizo Fray Martín Santiago, dirigiéndolos los maestros Martín de Bulocoa y Martín de Sagarcola, vizcaínos, terminándose en 1551. Los que conocieron el monasterio elogian su suntuosidad, las dos capillas que había en el templo en las que trabajó el maestro Juan de Santiesteban, de Régil, así como "la soberbia escalera de piedra que ha dado tanto en qué entender a los inteligentes por lo difícil de la obra y estar sostenida contra la pared misma sin otro apoyo ni columna, siendo así que el volado tiene de ancho once pies", según el juicio del historiador Camino. Dignos de mención fueron los enrejados de las ventanas que parece ser eran posteriores a la construcción del edificio, pues fue el Rey Felipe IV cuando estuvo en San Sebastián en mayo de 1660 y visitó el monasterio quien las mandó colocar. Según el reverendo don Joaquín Ordoñez, que escribía en 1761, el convento “es de buena fábrica, especial la iglesia, claustros, escalera, con muchas habitaciones y oficinas, huerta que sube por el monte y lo más prodigioso es una galería sobre los dos dormitorios hacia el Oriente que tiene de largo más de ciento cincuenta pasos y veinte de ancho. Está tan sobre el mar que sobre él cae el agua que alguna vez se echare en el convento. Hay como treinta religiosos y en él se entierran más gentes que en las dos parroquias".


El gran protector de la orden fue don Alonso de Idiaquez y su esposa doña Gracia de Olazabal, él nacido en San Sebastián en el palacio que la familia poseía en la acera izquierda de la calle Mayor dando frente a ésta y a la muralla que iba por donde hoy está la calle Campanario. El palacio fue soporte de la gran manzana que entonces existía entre la plaza que rodeaba a Santa María y la calle del Puyuelo. En este palacio se hospedó Carlos V cuando iba a Flandes con motivo de la insurrección de Gante, su pueblo natal. También parece que se alojó durante cinco días Francisco I de Francia, el rey Cristianísimo, tras ser puesto en libertad después de su cautiverio en Madrid, y Felipe IV y su hija la infanta María Teresa al ir ésta a casarse con Luis XIV de Francia. Era la casa más importante que había en la ciudad.


Don Alonso de Idiaquez cuando atravesaba el Elba, en Sajonia, el 11 de junio de 1547, en cumplimiento de una misión encomendada por el emperador, fue atacado por una partida de ocho herejes que le dieron muerte a él y a su escolta, despojándoles de cuanto llevaban. Los asesinos fueron prendidos y ejecutados. Se dijo que quien había dado la orden de matar a Idiaquez fue el rey Francisco I, debido a que el donostiarra había intervenido en el matrimonio del príncipe Felipe, luego Felipe II, con la princesa de Bearne, pretensa del reino de Navarra.


El cadáver fue traído a San Sebastián y enterrado en San Telmo junto al de su esposa doña Gracia de Olazabal, cuyas bellas estatuas todavía se conservan, pese al saqueo y destrucción de que el convento fue objeto durante la guerra de la Independencia, incendiándose parte del mismo. Los Dominicos no disponían de fondos para restaurar lo destruido y acordaron alquilar parte del edificio por 60 reales de vellón diarios para parque de artillería. La situación económica de la comunidad no mejoró, pues parece ser que los inquilinos no eran muy puntuales en el pago de la renta. En 1836, debido a las leyes desamortizadoras de Mendizabal, los dominicos abandonaron el convento, llevándose al monasterio de Corias, en Asturias, las pocas obras de arte que tras la guerra de la Independencia quedaban, entre ellas la imagen de la Virgen Negra o Virgen del Rosario, de gran devoción popular, que parece regaló al convento doña María de Lezo, dama de la Reina Catalina de Inglaterra.


San Telmo se convirtió en almacén municipal y luego en parque de artillería. Una noche, un grupo de jóvenes, tras cenar allí y de abundantes libaciones abrieron el sepulcro de Idiaquez y sus huesos sirvieron para sus juegos. Uno de los presentes, José Brunet y Berminghan, ocultó bajo su capa el cráneo, salvándolo así de la profanación.


Antes de levantarse en el siglo XVI el Monasterio de San Telmo había allí una pequeña capilla dedicada a San Erasmo y parece ser, y el profesor José Berruezo sostiene esta tesis, que de la deformación de este patronímico (Eramo, Ermo, Elmo, Sant-Elmo) viene el nombre de San Telmo.


El antiguo monasterio, convertido en cuartel, fue declarado monumento nacional en este siglo y fue un gran alcalde de San Sebastián, don José Antonio Beguiristain, quien consiguió en 1926 recuperar para el patrimonio de la ciudad aquellas históricas piedras. Inmediatamente comenzaron las obras de restauración y acondicionamiento para museo. Fueron los arquitectos Francisco Urcola y Juan Alday quienes dirigieron los trabajos, interviniendo también de una forma muy valiosa el pintor Ignacio Zuloaga. La fachada principal es nueva y está realizada de acuerdo con el resto del edificio. De la iglesia habían desaparecido los altares y por indicación de Zuloaga se encargó al pintor José María Sert unos murales. Sert era ya conocido en el mundo entero a través de sus famosos frescos de la catedral de Vich y del Palacio de las Naciones de Ginebra.


En 590 metros cuadrados Sert realizó su obra en la que recoge algunos aspectos de nuestro pasado. En el centro, donde estuvo el retablo, surge en un árbol reseco la figura de San Sebastián asaetado por unos arqueros y en la parte baja del mismo fresco está San Telmo ayudando a los tripulantes de una barca a punto de zozobrar en las aguas. Uno de los murales con mayor fuerza es aquel en el que aparece San Ignacio escribiendo las Constituciones de la Compañía de Jesús al pie de la cruz, que es sostenida por varios jesuitas mientras Cristo, con una mano desclavada, le habla al santo de Loyola. Hay otro lienzo dedicado a Elcano en el que se ve al marino de Guetaria, con la nao "Victoria" al fondo, estudiando los datos de la sonda. No faltan en las pinturas evocaciones de los ferrones, de los astilleros de Pasajes, donde se construyeron barcos que luego formaron la Armada Invencible; del árbol de Guernica, de las reuniones de brujería en la cueva de Zugarramurdi, del comercio que realizó la Real Compañía Guipuzcoana de Caracas, de la pesca de la ballena, de dignatarios de la Iglesia subiendo por una especie de Escala Santa... La obra de Sert, por la que el Ayuntamiento pagó en francos franceses (cotizados a 48,80) una cantidad que no llegó a las trescientas mil pesetas, es una de las joyas de San Telmo.


Terminadas las obras de restauración, en la tarde del 3 de septiembre de 1932 el ministro de Instrucción Pública, don Fernando de los Ríos, presidía la inauguración. En el acto académico que se celebró, el alcalde, don Fernando Sasiain, tuvo un recuerdo emocionante para el señor Beguiristain, gracias al cual fue posible la recuperación y restauración de la obra, y para el ex-alcalde don Marino Tabuyo, benefactor de ésta. Hubo luego un concierto en el que el Orfeón Donostiarra interpretó composiciones de Guridi, Usandizaga, Ravel, Zubizarreta y Sorozabal y la Sinfónica de San Sebastián dio a conocer "El retablo de Maese Pedro", poema musical de Manuel de Falla, quien dirigió la interpretación, interviniendo el barítono Remigio Peña, el tenor Aguirre y el niño Antín. Anécdota curiosa: la orquesta se perdió y Falla, enfadado, hizo que se volviese a empezar.


Fernando de los Ríos, durante el "lunch" que en su honor se celebró al final del acto, departió con Zuloaga, Sert, con el sacerdote Xavier Zubiri, catedrático de la Universidad Central, y con los directores del museo y de la Biblioteca Municipal señores Aguirre y Rufino Mendiola.


La inauguración del museo la saludaba en "El Pueblo Vasco" Manuel Munoa con estas palabras: "¡Salve, convento de San Telmo! ¡Noble blasón estético de la nueva, hermosa y espiritual ciudad futura!"


En el Museo se guardan numerosas estelas funerarias, laudas, escudos, ejecutorias, tapices, tocados femeninos de antaño, pinturas de Alonso Cano, El Greco, Rubens, Goya, Zuloaga, Ricardo Baroja, Rosales, Regoyos, Madrazo, Esquivel, Zubiaurre, tablas flamencas, cerámicas, arcas... Donde antaño predicó San Francisco de Borja, se oyó el gregoriano y los laudes y más tarde los toques militares, hoy es el silencio, roto por los pasos de los visitantes del museo y los comentarios que hacen ante tanta obra de arte.


("Del San Sebastián que fue". JUAN MARÍA PEÑA IBAÑEZ)














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