jueves, 26 de julio de 2012

La Concha, la playa y el paseo

Las playas, explicaciones geológicas aparte, se forman en nuestras costas por los movimientos de las mareas y, generalmente, en las proximidades de las desembocaduras de los ríos. Hasta mediados del siglo pasado (s.XIX) eran unas playas solitarias, pues la moda de los baños de mar y la costumbre de las vacaciones estivales no existía. Hollaban su arena la planta de algunos chicos revoltosos, de algún paseante solitario y, de tarde en tarde, de algún artista que quería aprisionar en un lienzo el cuadro incomparable del mar, de los acantilados, de la ola llegando a la arena, del pequeño puerto de pescadores, de la casería que se asomaba a la costa desafiando a la galerna.

Antes que los bañistas, y evidentemente mucho antes que las masas de turistas que comenzaron a invadirlas ya en pleno siglo XX, fueron pintores y poetas los que a ellas se acercaron. Así, más o menos, ha sucedido en las playas atlánticas.

Cuenta Ricardo de Izaguirre en un trabajo que publicó hace muchos años, que el descubrimiento de Trouville lo hicieron en 1825 los artistas Isabey y Ch. Mozin que con sus lápices, sus pinceles y sus álbumes pintaron aquel bello y bucólico lugar. En 1834 llega un mulato en una embarcación y un marinero le lleva montado en sus espaldas hasta la arena. Ya en tierra firme el excursionista se calza las botas que llevaba en la mano durante el desembarco y se dirige a la aldea poblada por doscientos pescadores. Pregunta por un mesón y le indican el único que había, donde se aloja pagando por la pensión completa dos francos y medio al día. El asombro del viajero es grande cuando a la hora de yantar le sirve una lozana mesonera lo siguiente : potaje, ensalada de quisquillas, costilla de ternera, lenguado a la marinera, langosta con salsa mayonesa, becacinas asadas, fruta y sidra en abundancia. El viajero, hombre de gustos refinados en la mesa, recordó toda la vida aquel almuerzo. El viajero se llamaba Alejandro Dumas, padre.

Tras los que podríamos llamar los "descubridores", vinieron los bañistas, la expansión del pueblo, los hoteles, los casinos......

En San Sebastián la playa estaba prácticamente olvidada por los donostiarras. Venían de tarde en tarde algunos viajeros y se bañaban y hay que registrar entre los primeros a los infantes don Francisco de Paula y su esposa doña Luisa Carlota de Nápoles y sus seis hijos que en 1830 permanecieron doce días, volviendo tres años más tarde para estar un mes largo, alojándose en el Parador Real y bañándose todas las mañanas en Ondarreta. Fue en 1845 cuando los médicos que trataban una afección de la piel de Isabel II, entonces una moceta de 15 años, la recomiendan los baños de mar. Elige nuestra ciudad y el Ayuntamiento la obsequia con una caseta de planta cuadrangular que tenía un gracioso balconcillo, todo ello diseñado por el arquitecto municipal. Se inicia con los bañistas la lenta transformación de la playa. Unos años después, en 1887, doña María Cristina, Reina Regente, aconsejada por el duque de Bailén y don Antonio Alonso Martinez, elige nuestro pueblo para Corte veraniega de España. El resto es historia sabida. Basta contemplar algunos grabados y algunas viejas fotografías de la época para juzgar la gran mutación de la playa de la Concha.

Maurice Level decía que si el mundo nació en siete días, las playas nacieron en siete épocas: un pintor, tres pintores, diez pintores, un literato, cinco periodistas, un especulador, la muchedumbre ..........

Cuando escribo estas líneas un mundo variopinto puebla nuestras playas, se zambulle en el agua y se tuesta para estar a la moda. Dijérase que están haciendo realidad el verso de Pablo Neruda : "Mirar las nubes; tomar el sol; oler la sal". Si no hubiera tenido San Sebastián ese regalo de Dios que es la Concha y sus playas, la ciudad hubiera sido otra pues al no disponer de la gran atracción que éstas suponen no hubiésemos sido Corte veraniega de España ni habría sido elegido nuestro pueblo para residencia estival de tanta gente y lugar de ocio para esa masa de turistas que todos los años, desde hace más de un siglo, nos visita. El carácter cosmopolita de San Sebastián se debe a su situación geográfica y a sus playas. Lo demás, el Casino, la Semana Grande, el Circuito, el Hipódromo, las fiestas .... son aditamentos. Por eso debemos cuidar las playas como a las niñas de nuestros ojos y is es preciso, sembrar rosas en las arenas doradas Que ningún Ayuntamiento mire como negocio  la explotación de la playa, pues sería un craso error. Si se pierde dinero en el mantenimiento de los servicios, no importa. Es dinero rentable.

Estoy acodado en la barandilla contemplando la bahía en esta mañana de verano. Está la Concha llena de sol y de bañistas, abundan las velas de los balandros, las ligeras piraguas y las tablas de surf. Igual que yo habrán estado admirando el paisaje miles y miles de donostiarras que me precedieron en la vida, miles y miles de veraneantes que aquí han venido a consumir sus ocios durante tantos estíos. Y al perder la mirada en este pequeño lugar encerrado entre la isla y la costa y los montes de Igueldo y Urgull, muchos habrán pensado en los hechos y acontecimientos que en estas aguas y junto a ellas han acaecido a lo largo de los años.

Por estos rumbos marinos que parten y mueren en la bahía bogaban los marineros donostiarras en busca de la ballena y a estas tranquilas aguas llegó una de ellas que el 30 de enero de 1898 anduvo por Ondarreta. Los navíos de la Compañía Guipuzcoana de Caracas nos traían hasta aquí los productos coloniales antillanos contribuyendo con su comercio a la prosperidad de San Sebastián. Estas aguas fueron testigo del valor de Mari, el prototipo del mariñel vascongado que en enero de 1866 pereció al pretender salvar a la tripulación de una lancha que zozobró debido al temporal.

Los Mamelenas, de la Casa Mercader, eran barcos familiares a los donostiarras que los conocían y sabían los puertos en los que entraban. Uno de ellos terminó su vida en las arenas de la playa donde encalló empujado por el temporal. Y familiares eran, años después, el "Ruda", el "Hernani", el "Virgen del Carmen", cargueros que hacían el cabotaje por el Cantábrico.

Un día del Carmen en el año 1894(16.07) entraba en la bahía el "Nautilus" después de haber dado la vuelta al mundo en veinte meses de navegación y haber recorrido 39.000 millas . A principios de siglo estuvo el yate "Principe Alice II", a bordo del cual viajaba el príncipe Honorato Carlos de Mónaco realizando sus investigaciones ocea nográficas, y en la década de los veinte ancló en la bahía la fragata "Sarmiento", buque escuela de la Marina argentina de cuya salida, un mediodía de febrero, conservo memoria, bella la estampa del navío, con el trapo desplegado y todos los guardiamarinas y tripulación en los palos mientras los cañones disparaban las salvas de ordenanza y la gente que llenaba Urgull aplaudía.

En la Concha se han celebrado fiestas náuticas memorables, como aquel simulacro de combate naval que tuvo lugar en junio de 1828 en honor de los reyes Fernando VII y Amalia, o la pesca con gran red en agosto de 1845 en honor de Isabel II, o la fiesta de septiembre de 1922 con motivo del centenario de Elcano. En la arena hizo castillos Alfonso XIII cuando era rey-niño y en sus aguas se bañaron príncipes e infantes y han bogado los hombres de la costa en las regatas de traineras, esos remeros olímpicos que José María Salaverría cantó.

La fama de San Sebastián hace tiempo que traspasó las fronteras y llegó más allá de los mares. En buena parte descansa sobre la belleza de su Concha incomparable y también sobre la ciudad que la rodeaba en la que el sentimiento urbano había alcanzado las más altas cotas. Donde los servicios públicos funcionaban a la perfección y todos sus habitantes rendían tributo a la limpieza de las calles, cuidaban de que los jardines no fueran estropeados y resultara grato pasear por las avenidas y calles, por los alrededores del río o de la bahía.

Pero era ésta, la Concha, el mar que llegaba hasta las arenas, lo que encendía los mayores elogios. "En el principio fueron el silencio y el mar", enseñaba en la vieja Grecia, Tales de Mileto. Ese mar que aquí no estaba en las horas diurnas rodeado de silencio sino de bullicio, de animación, de exultante vida.

Esta Concha fue la que en 1913 inspiró a un anónimo reportero del periódico londinense "Daily Mail" estas líneas que reproduzco :

"Así como "Las Plancheas" representan a Trouville y "La Grande Plage" a Biarritz, así representa "La Cocha" a San Sebastián. Es la más preciosa de todas las playas y una de las principales atracciones de la Ciudad. En realidad tiene la forma casi exacta de una válvula de ostra de gigantescas proporciones. La entrada, relativamente estrecha, está guardada a cada lado por pintorescos montes, cubiertos de espeso arbolado y siguiendo la línea de las doradas arenas se extienden casas y hoteles de puro color blanco.

San Sebastián, lo mismo que Biarritz, es la patria del tamarindo. Estos decorativos árboles se extienden a lo largo de toda la curva y producen el efecto más delicioso cuando el cielo toma el color azul del zafiro y el sol parece una bola de fuego.

En San Sebastián parece todo extraordinariamente limpio y fresco. ¡Son tan blancas las casas, tan verdes los tamarindos, tan dorada la arena de la playa! .... 

Es una ciudad exótica y especialmente deliciosa para los que quieren disfrutar de nuevas sensaciones, porque si bien es una ciudad fronteriza, San Sebastián es casi exageradamente española. Es tan diferente de Biarritz en espíritu cuanto puede serlo una playa de otra a pesar de que están casi a un tiro de piedra de distancia, distinta por fuera y mucho más distinta por dentro".


Tras esta digresión hecha de la mano del periodista inglés, volvamos a las doradas arenas de la Concha y fijémonos un poco en las casetas. En un curioso libro escrito a finales del pasado siglo y titulado "Manual de San Sebastián" dice su autor que fue hacia 1875 cuando se colocaron en la playa las primeras casetas (aparte de la que se hizo para uso de la reina Isabel II en 1845) y el anónimo escritor se atribuye a él y a su amigo Gabriel Laffitte la idea de hacer una que fue la primera que hubo exceptuando la real. "Componíase de una plataforma cuadrilonga con pequeñas ruedas, armazón de listones y cerrada de lienzo blanco. No tenía ventanas, entraba la luz cenital, suprimiéndose la cubierta por innecesaria. Tampoco había puerta, bastaba la abertura de la tela para que hiciera las veces de entrada”.


"La idea", "agrega, tuvo imitadores la misma temporada de baños, desde entonces todos los años han ido en aumento más o menos bonitas y caprichosas hasta el número de doscientas noventa y cinco de que se componía en 1893 la nueva población movible veraniega, y llamo población porque en muchas de esas casetas se guisa, se come y se duerme, y nada más apropiado en los días calurosos de estío que hallarse al contacto de agradables y frescas brisas del mar".


Los viejos recordarán aquellas casetas y los más jóvenes las habrán visto en tantos grabados y fotografías de la época. Familias del barrio de San Martín comenzaron a explotar el negocio de las casetas, que si en un principio eran semovientes quedaron luego en estáticas, siendo el negocio extendido a los toldos. Los concesionarios de casetas y toldos disponían de un espacio determinado en la playa y en ella los colocaban. Eran los Burutarán, Arrate, San Sebastián, Larrea, Iceta, Irastorza, Zapiain, Zabaleta, Garro... Durante años y años yo fui uno de los usuarios de las casetas y toldos que en la playa, a la altura del Hotel Niza, tenía Juanito Larrea, el "bañero" que con su nariz prominente, su cuerpo seco y huesudo y su eterna "txapela" sobre la cabeza era como la estampa ambulante del vasco auténtico que podía haber servido de modelo a Ignacio Ugarte o a Juanón Echevarría. Había un toldo colectivo en el que por una módica cantidad se podía disfrutar de la sombra y usar las sillas durante toda la temporada, y otros toldos pequeños, análogos a los actuales, que alquilaban las familias pudientes.


Todo esto funcionó así hasta 1926, año en el que se inauguraron las cabinas en el voladizo de la Concha y se retiraron las casetas. La modificación se debió al Ayuntamiento que presidió don José Elósegui. Pero los toldos siguieron, aunque a partir de entonces explotados por el Ayuntamiento.


Los toldos han sido, y siguen siendo, además de lugares donde se puede disfrutar de la sombra, de la brisa y de una silla, centros de vida social. Porque las familias los alquilan año tras año y la continuidad en el disfrute suele ser inicio de relaciones de vecindad playera. Gentes que durante todo el año tal vez no se veían aunque viviesen en San Sebastián, en el verano establecían relaciones que en ocasiones llegaban a la amistad. Y lo mismo pasaba con los veraneantes de fuera que mantenían sus toldos de padres a hijos. Al llegar a San Sebastián a primeros de julio, los vecinos del toldo quedaban informados de las novedades acaecidas en el año. A veces no venía el padre o la madre, por alifafes de la salud, pero lo hacían los hijos y nietos, y así años y años en una tradición ininterrumpida. Pero un año, tal toldo estaba vacío: algo importante había sucedido para que la familia renunciase a su veraneo. Luego se sabía: había muerto tal o cual familiar, y al año siguiente hijos y nietos volvían. Yo he conocido mocitas de toldos próximos al mío que luego venían con su marido y sus hijos y después con sus nietos. Los años y las generaciones se sucedían, pero no se rompía el afecto por San Sebastián.


Sobre esta playa de la Concha, sobre toldos y casetas, sobre los bañistas y más aún sobre las bañistas los enviados especiales de los periódicos de Madrid escribieron cientos de crónicas. Una de las primeras correspondencias que aparecieron en los periódicos de Madrid lleva la fecha de 1845 y la firma de "Asmodeo", seudónimo que usaba Ramón de Navarrete. Escribía el periodista:


"Nada más grotesco, nada más singular, nada más característico que el espectáculo que ofrece La Concha (que así llaman a la playa y su forma justifica el nombre) en las horas de los baños. Las personas elegantes y distinguidas van por las mañanas de siete a diez; el traje que todas las damas usan para entrar en el agua es idéntico: un ancho ropón de lana oscura las cubre desde los hombros hasta los pies, y se recogen el cabello bajo un gorrito de hule verde, que llevan con singular coquetería. Otras añaden a este singular tocado un gran sombrero de paja que las preserva de los rayos del sol.


Por la tarde, la Concha ofrece aspecto distinto: un núcleo de chiquillos “in naturabilis", en esa edad en que no hay sexo, saltan de aquí para allá, tan pronto entre mujeres como entre hombres; más lejos los soldados de la guarnición, conducidos por sus oficiales, se sumergen en el agua con imponderable gozo. Algunas mujeres del pueblo, algún elegante dormilón que no gusta de madrugar, alguna beldad añeja que teme la claridad diurna, algún forastero desconocido, suelen entrar en el baño a esa hora, que es la de la confianza, la de la libertad, la de las escenas grotescas en una palabra.


Distinguense los donostiarras por la afabilidad de su trato, por la compostura de sus palabras y por la exactitud con que cumplen sus deberes. No se oyen tampoco en los sitios públicos esas formas groseras que de continuo manchan los labios de los hombres de otros países".


Cuando se publicó esta crónica, el paseo que bordeaba a la playa no se llamaba de la Concha sino de los Baños, yendo desde el muelle hasta donde hoy está la plaza del P. Vinuesa, y ante el auge del turismo se pedía pocos años después que se prolongara el paseo hasta el Antiguo. Los periódicos pedían que se expropiaran y derribaran las tres edificaciones que entonces existían a la derecha de la carretera y avisaban del peligro de que a la vuelta de unos pocos años se levantaran más construcciones, cuya expropiación añadiría una gruesa partida en el presupuesto total del proyecto. Resultaba ya insuficiente el paseo "para contener las multitudes que allí se agolpan durante los días del periodo estival. La más vulgar previsión aconseja consagrar los más solícitos cuidados a mejorar el acceso a la playa y ponerla en condiciones de que sea mayor cada día el número de personas que, cómodamente y con desahogo, puedan disfrutar de los variados y risueños panoramas que por todas partes la rodean. Hágase lo que se ha hecho en el arenal. Primitivamente no era permitido bañarse con traje más que en el espacio comprendido entre la primera rampa en Alderdi Eder y la fábrica de cal, dejándose el resto para los que no pudieran usar ropa alguna. Más tarde, creciendo el número de los bañistas y siendo más frecuentado el camino del Antiguo, se dio cierto carácter urbano al arenal que se extiende hasta el peñón del Antiguo, y se hizo obligatorio el traje de baño en aquella extensión. Esta modificación fue traída por la fuerza misma de las cosas, por el rápido e inesperado incremento que ha tomado la población. Pues estos mismos motivos exigen imperiosamente la pronta ejecución del proyecto aprobado por el Ayuntamiento en su última sesión, dotando a San Sebastián de un paseo que tendrá muy pocos rivales en Europa". Esto escribía "Diario de San Sebastián" en 1881, rompiendo una lanza en favor de convertir el espléndido anfiteatro natural que era La Concha en un paseo.


Aquel paseo de hace un siglo largo era más estrecho que el actual. Había unos cuantos aguaduchos en los que se vendían bebidas y por diez céntimos se podía comprar una ensaimada. Había tres fuentes públicas, las fuentes de Wallace fundidas en Francia y que representaban a las Tres Gracias que sostenían sobre sus cabezas una cúpula y de las que manaba agua que se podía beber gracias a un vaso de hierro pendiente de una cadena. Estas fuentes, igual que la barandilla que había entonces con sus tiestos, se llevaron al paseo de Francia y allí siguen.


Era aquella la época de las tertulias bajo los tamarindos, pues entonces se buscaba la sombra ya que la moda del sol vendría muchos años después. Estas tertulias se formaban gracias a las sillas que instalaba la Beneficencia a lo largo del paseo. La última de estas tertulias que yo he llegado a conocer se reunía frente al Hotel Niza y a ella asistían con asiduidad los catedráticos Asín Palacios, Juan Zaragueta, Carreño, Oliver Asín y algunas veces el historiador Pío Zabala.


Mientras estos doctos varones estaban de cháchara, por el paseo iba y venía toda la "crema" de la sociedad donostiarra y la "high-life" española. Allí estaban las damas elegantes con sus gigantescas pamelas, sus sombrillas y abanicos y sus modelos de madame Laferriére y madame Eustachete, las damiselas que comenzaban a aparecer en las crónicas de sociedad y los caballeros con sus canotiers y sus bastones de Java, no faltando los petimetres y los gomosos. Pasaba Azorín, que entonces llevaba cuello de celuloide y un jipijapa y con él iba Angel María Castell contándole lo que había oído en los salones del Gran Casino o del Hotel du Palais sobre la próxima crisis y el gabinete que preparaba don Práxedes Mateo de Sagasta. Los vendedores de periódicos, con gorra de plato y un brazalete con el nombre de los que eran exclusivistas, voceaban "La Correspondencia de España", el "Heraldo", "La Epoca", "El Imparcial" y también los periódicos extranjeros "La Petite Gironde" y "Le Figaro" y los bonaerenses "La Prensa" y "La Nación".


Años después se abrió un cafetín en medio de la plaza de Cervantes, un pequeño templete donde estaban las bebidas. Una legión de camareros cargaban sus bandejas de jarras de cerveza que iban distribuyendo por las mesas que había alrededor. Cuando aquel cafetín veraniego se cerró, el templete se convirtió en pajarera y terminó por ser derribado al final de los 60.


En 1909 el Ayuntamiento acordó la remodelación del paseo, ensanchándolo en cinco metros y construyendo el voladizo que años después serviría para acomodar en él las cabinas que sustituían a las antiguas casetas. Se encomendó al arquitecto municipal don Juan Alday la redacción de un proyecto que la Corporación aprobó en febrero de 1920, sacando las obras a concurso. El diseño de la barandilla fue realizado por el señor Alday y al concurso se presentaron dos licitadores, don Mariano Arrieta Lasarte, en nombre de Fundiciones Molinao de Pasajes, y don Andrés Loinaz. Se adjudicaron las obras al primero de los citados licitadores. El resto de las obras, la Rotonda con sus dos amplias bajadas y la continuación del voladizo hasta la Perla y la barandilla hasta el túnel se hizo en una segunda fase, estando terminado el paseo en su actual estructura en 1912, año en que se inauguró la nueva Perla del Océano, la actual.


El paso de los años ha incrementado el simbolismo de la barandilla que ha llegado a constituir el motivo de un galardón que el Ayuntamiento otorga a quienes se cree son merecedores de él por los servicios prestados a la ciudad. Y por encima de este simbolismo oficial queda el valor de la barandilla como permanente fondo de la vida y de las gentes de San Sebastián. Junto a ella han jugado los niños donostiarras de tres o cuatro generaciones; apoyados en ella han tenido sueños de amor y de ilusiones miles de novios y miles de recién casados que elegían San Sebastián como lugar para su luna de miel; los "retratistas" de antesdeayer y los fotógrafos de ayer han tirado miles de placas y miles de metros de carrete teniendo como motivo ornamental la graciosa barandilla y a su vera las ya desaparecidas añas, tan cargadas de abalorios, de gigantescos pendientes y tan orgullosas de sus almidonados uniformes, que han cuidado de cientos de niños cuyos primeros pasos los han dado junto al histórico pretil.


Y no se pueden escribir cuatro líneas sobre el paseo de la Concha sin hablar de los tamarindos o tamarices, que creo es este último su verdadero nombre. Se plantaron en primer lugar chopos carolinos pero pronto fueron retirados y es entonces cuando entra en acción el concejal don Agapito Ponsol, industrial sombrerero establecido en la calle Narrica esquina a la plazoleta de los Juzgados (como se llamó en principio a la hoy plazuela de Sarriegui). Fue Ponsol un concejal activo que no solamente mejoró el arbolado y el adoquinado de San Sebastián sino que fue también el creador de la primera Casa de Socorro que hubo en la ciudad. Ocupando un escaño en la Casa Consistorial hizo un viaje a París por motivo de negocios, allí vio los tamarindos o tamarices, le gustaron y trajo unos cuantos arbustos y semillas.


En París se había enterado del tratamiento que había que darles, del clima que para su desarrollo necesitaban y del tiempo que tardaban en desarrollarse. Expuso su idea a sus compañeros de concejo y una vez aceptada comenzaron a plantarse y al principio no gustaron nada a los donostiarras de entonces. Los donostiarras, ya se sabe, somos muy amigos de dividirnos en bandos ante cualquier proyecto o innovación municipal. Las polémicas entre boulevaristas y antiboulevaristas, entre partidarios y enemigos del Monte Ruso fueron sonadas. Y aquellos arbolitos, que a algunos de nuestros abuelos les parecían enanos y ridículos, fueron objeto de toda clase de críticas, burlas y chanzas. Muchos años después, contaba en "El Pueblo Vasco" un vecino de la época cómo Marcelino Soroa y Cándido Soraluce escribieron, el primero la letra y el segundo la música, una revista-zarzuela con el título "La Bella Easo" representada con éxito en los carnavales de 1885 y 1886 en el Teatro Circo de la calle de Garibay. Lo cuenta el anónimo cronista: allí fue Agapito Ponsol y en cuanto la orquesta que dirigía Soraluce preludió aquello de “Aunque somos chiquititos”, y luego “sal, tamarindo, sal", a Ponsol un color se le iba y otro se le venía y su cara parecía el arco iris. Los espectadores miraban más al concejal que a los coristos -pues eran coristos y no coristas como algún cronista escribió, que con indumentaria de tamarindo cantaban aquello de “buena sombra daremos para el siglo que vendrá". Terminada la representación, Ponsol se caló el sombrero y salió del teatro como alma que lleva el diablo. Y el periódico "Diario de San Sebastián" aconsejaba a los concejales que se dieran una vuelta por la Concha para ver "el papel ridículo que hacen los tamarindos enjaulados".


Pero aquellos tamarindos, desprovistos de los jaulones que los encerraban, crecieron y han sido y son gala y ornato de San Sebastián. Soraluce decía que si habían crecido era porque con el canto de marras se había excitado el amor propio de los arbolitos y entrando en ellos la emulación, se hermosearon.


José María Salaverría escribía en 1908: "¿Cuántas veces no habéis visto esos arbolillos raros, originales, que bordean la línea de la Concha? Son los tamarindos, los árboles más bellos que tiene San Sebastián. Al que los plantó por primera vez, deberían hacerle una apoteosis. ¡Jamás hubo acierto más grande! (...) Son esos arbolillos completamente originales. Arraigan en los lugares difíciles, a la orilla del mar, donde el viento sopla furiosamente. Sus troncos son macizos, correosos, resistentes: sus ramas tupidas como un zarzal; sus hojas son diminutas, retorcidas como gusanillos vegetales. Prestan una amable sombra en el verano; adornan admirablemente la línea del paseo; hacen las veces de macetas plantadas a orilla del mar. Y sus anchas y tupidas copas ofrecen en diversos tiempos muy originales formas. Cuando llueve, de cada diminuta hoja cuelga una gota de agua, brillante como un rocío; entonces el árbol se parece a uno de aquellos arbustos de que nos hablan los cuentos orientales, todos cuajados de diamantes. Pero llega después el otoño, y los tamarindos adquieren su máxima belleza. Se vuelven dorados, de un oro obscuro, de un oro viejo; si la lluvia los moja entonces y hay un foco eléctrico encima de sus copas, los tamarindos ofrecen el aspecto más bello y fantástico que puede darse. Ya no son árboles naturales, sino cosa de leyenda y fantasía".


El 19 de mayo de 1869 el Ayuntamiento bautizó al paseo que bordea la playa con el nombre de "Paseo de la Concha".


("Del San Sebastián que fue". JUAN MARÍA PEÑA IBAÑEZ)

Barandilla de la Concha y su entorno



















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