La afición a los toros ha sido grande entre nuestros antepasados y en San Sebastián se corrían toros desde tiempo inmemorial y así lo demuestra un viejo papel en el que consta el acuerdo municipal del 3 de agosto de 1587 de pagar 342 reales a los que habían puesto barreras para los toros corridos el día de Santiago. El P. Manuel de Larramendi (1690-1766) dice que los guipuzcoanos de su tiempo eran de genio alegre y divertido y muy inclinados a ver fiestas, gustándoles extraordinariamente los toros hasta el punto de que si no había no consideraban fiestas. "Si hay toros, luego se despueblan los lugares para verlos. (...) Y es tal y tan grande esta afición, que como se dijo por chiste de los de Salamanca, si en el cielo se corrieran toros, los guipuzcoanos todos serían santos por ir a verlos. En ocasiones especiales se traen toros de Castilla y de Navarra, fieros, y que con catadura sola espantan; pero siempre son toros de muerte; no así los del país, que acabada la corrida los llevan al monte y a sus caseríos. Y para los toros de Navarra y Castilla se traen asalariados toreadores de allí mismo, y que viven de ese oficio tan peligroso".
El P. Larramendi dice que en Guipúzcoa, “con toda la afición que hay a toros, de sólo uno he oído que se metió a torero de oficio que llamaban “Chambergo". Es de ver capear un fiero toro y la destreza con que evita sus acometidas sacando la capa, ya de un lado, ya del otro, ya por arriba, ya por abajo, repitiendo la suerte hasta dejar rendido al toro".
El Ayuntamiento de San Sebastián por aquellas fechas, 1760, aprobó unas curiosas ordenanzas a fin de que los precios en torno a las corridas no se disparasen, lo que prueba que la afición era grande y se especulaba con las entradas, en perjuicio del vecindario. Decían aquellas ordenanzas, entre otras cosas, lo siguiente:
"Que ofreciéndose a la ciudad celebrar corridas de toros, ponga en arriendo público la plaza y función, como se practica en todas las Españas, por cuyo medio se evitan confusiones en los gastos precisos de compra de toros, conducción de estos, estipendios y manutención de vaqueros, pagamento de pastos de ganado, ajuste de toreros que sube a crecida suma, pues además del dinero les satisface las comidas que consumen y desperdician y no se repara por una especie vana de liberalidad a que cuida el fervoroso deseo de la diversión.
A los alguaciles por la fatiga de estos días, se les dé dos pesos a cada uno, y no más sin que puedan pretender otro.
Si algún toreador fuese acreedor a premio por alguna sobresaliente habilidad, aunque por ostentación se le conceda el toro, de que se agrada al público, su paga sea de dos pesos, como se hace en varias plazas.
Se escuse la lanzada por cuanto ha señalado la experiencia que exponiéndose un hombre a perder la vida, se inutiliza un toro para diversión, cambiándose ésta en continuo sobresalto y cuidado.
Que la ciudad en caso de no poder arrendar, no satisfaga más de seis pesos de salario en cada corrida por las mulas, que se ocupasen en sacar los toros muertos; pues se considera suficiente este estipendio.
Que en el caso de no haber arrendador se dé a los carniceros por los perros, que de orden de la ciudad echarán a los toros, dos pesos de a 15 reales de vellón por cada uno.
Que a la persona que tuviera la llave del toril y se ocupase en la introducción de los toros, su cuidado y sacarlos a la plaza, se le den por día dos pesos de a 15 reales, de forma que por ningún pretexto se puedan dar los toros ni cabestros a toreros, alguaciles, lanceador, carniceros ni otro alguno, para que de esta suerte no se desperdicien tantos ni experimente la ciudad y fondo de la plaza el menos cabo que hasta aquí..."
Lo que llamaba “función de los toreadores" era pues cuidadosamente controlada por nuestros munícipes, que supongo serían los primeros en acudir a la plaza, como lo hacía el genial pintor aragonés Francisco de Goya y Lucientes, de ascendencia guipuzcoana que nos legó en tantas de sus obras varios aspectos de la lucha en la que se unen arte y valor. El pintor de Fuendetodos inmortalizó con sus pinceles a Martín Ebaus "Martinocho", nacido en Oyarzun que por muchos cosos hizo con los cornúpetas arriesgadísimas suertes. Este fue uno de los toreros de nuestra tierra, que si no ha dado muchos diestros de tronío sí algunas figuras que brillaron con luz propia en el mundo de la fiesta, pues aquí nacieron Antonio Ituarte "Zapaterillo de Deva", cuyo hijo fue condecorado por Fernando VII con la Cruz de primera clase de San Fernando como miembro activo de los tercios forales que en 1830 contuvieron en la frontera la intentona de Mina, Jauregui y Valdés contra el régimen absolutista; de esta tierra fueron José Arregui, nacido en Tolosa y Luis Ramírez Marchiarena, donostiarra, y de Elgoibar el más famoso diestro de su época, don Luis Mazzantini Eguía que tras ser figura tan cotizada como Reverte o Lagartijo, se cortó la coleta y se dedicó a la política llegando a ser gobernador civil. Y en tiempos más recientes ahí está José María Recondo, de Igueldo, que hace treinta años tenía un sitio entre los toreros de postín de aquellos días.
Han sido muchas las plazas en las que se han corrido toros en nuestra ciudad y también se han corrido en lugares que sin ser propiamente plazas se habilitaban para la fiesta. El primer lugar donde se corrían los toros, allá por los siglos XV y XVI era la llamada Plaza Vieja que estaba aproximadamente donde los actuales arcos del Boulevard hasta los urinarios del citado paseo. Pero la autoridad militar prohibió en 1722 que allí hubiera corridas, por ser terreno castrense y entonces el Ayuntamiento acuerda levantar una plaza, la hoy llamada de la Constitución y mientras tanto la fiesta se lleva a la calle de los Esterlines, en el rectángulo que allí había y que era de mayor extensión que el que existe en la actualidad. Se colocaban tribunas de madera y los donostiarras disfrutaban de lo lindo.
La que se llamó Plaza Nueva tiene su origen en las corridas y el reverendo don Joaquín Ordóñez, en el manuscrito que se conserva en la Real Academia de la Historia perteneciente a la colección Vargas Ponce y que tiene fecha de 1761 lo explica así: "La plaza Mayor la nueva, es uniforme en todo, llámese plaza Nueva, porque hace pocos años que se fabricó de planta y nació esto, de que queriendo la ciudad correr toros en la que ahora se llama plaza vieja porque es del rey, lo embarazó el comandante general que entonces había, y con este sentimiento la ciudad por tener libertad en adelante determinó comprar sitios, demoler casas y levantar a su gusto y a costa de la ciudad tomando censos que aún está pagando réditos y cada año se van minorando: luego que se concluyó, que fue el año 1723, se estrenó con una corrida de toros en aquel agosto". Describe Ordóñez la plaza y a continuación escribe: "Para una corrida de toros se alquilan las portadas, las cuatro bocacalles, y por cada casa (esto es dos ventanas) está en costumbre pagar dieciséis pesos, los inquilinos que las viven no tienen parte en las ventanas de su casa y la ciudad hace el repartimiento y quedan quejosos porque no alcanzan para todos, con lo que costea la ciudad las fiestas y gana dinero y se lleva que el Consulado da para corridas doscientos pesos, la ciudad la primera tarde envía al cónsul un gran refresco y éste retorna otro igual en la segunda".
Tras la destrucción de la ciudad en 1813 los donostiarras, comprometidos en reconstruirla, pusieron manos a la obra y cuando la plaza Nueva estuvo apta para festejos, allí se volvieron a correr toros. Los reyes Fernando VII y su esposa Amalia presidieron la colocación de la primera piedra de la nueva Casa Consistorial y asistieron en aquella plaza a varias corridas. Se lidió ganado de Zalduendo, Guendulain y Lizaso y los diestros Carreto, Guillén y Paquiro brindaron sus faenas a los soberanos y al ministro de justicia que lo era don Tadeo Calomarde. Fueron cuatro las corridas celebradas los días 6, 7, 8 y 9 de junio de 1828, todas ellas números fuertes del programa de fiestas organizado en honor del Deseado y su esposa.
Pocos años después se inauguraba la plaza de toros de San Martín situada en la actual m nzana de casas limitada por la Avenida y las calles de Loyola, San Marcial y Urbieta, la primera que se levantó fuera de las murallas y donde se lidiaron mientras existió, de 1852 a 1867, toros navarros que desde los jaros de Miramón les traían por Ayete hasta el coso, constituyendo los encierros una fiesta anticipada de la corrida.
Fue en Atocha donde se levantó otra plaza, que la levantó un francés, M. Verde, pero que la abandonó sin llegar a dar una sola corrida. Entonces la sociedad "La Armonía" decidió inaugurarla y fue José Arana, que hasta entonces poco tenía que ver con el mundo de los toros, quien organizó dos corridas en aquel coso de madera que se alza donde hoy está el rascacielos de Atocha. Aquella plaza se inauguró en 1870 toreando Lagartijo y Frascuelo.
Esta plaza durante la segunda guerra carlista quedó destruida por un incendio y al término de la contienda Arana levantó en el mismo lugar otra, dirigida la obra por el arquitecto José Goicoa. En treinta días estaba terminada la plaza inaugurándose el 16 de julio de 1876 con Frascuelo y Villaverde. Para levantar el nuevo coso en tan corto espacio de tiempo, Arana y su gente trabajaron a destajo, trayendo los materiales de Bayona.
Por allí desfilaron los mejores diestros del firmamento taurino y en su ruedo actuaron también lidiadores franceses y rejoneadores portugueses. A Arana, ante el éxito que tenía la plaza, se le ocurrió el "slogan" de "Semana Grande", inundando de propaganda no sólo Guipúzcoa sino las provincias vecinas y los departamentos de sur de Francia. Los días de corrida llenaba la ciudad de bandas y lanzaba al aire cientos de cohetes que, se decía, detenían las nubes hasta que terminaba la fiesta. Montaba carruajes para traer a los aficionados de Francia y organizaba
por las noches la quema de fuegos artificiales. Los toreros tenían gran confianza en Arana y muchos venían sin contrato sabiendo de antemano que el empresario cumpliría con largueza.
El genio de José Arana estaba siempre presto a organizar festejos para solaz de donostiarras y veraneantes y al tener noticia de que en Valencia se había dado una corrida por la noche quiso hacer lo mismo. "El problema del alumbrado no puede preocupar a nadie”, comentaban los que un par de días antes de la corrida presenciaron el ensayo. Se hizo una gran propaganda de la corrida y en los carteles anunciadores se decía que saldrían dos toros de Colmenar "que serán capeados, banderilleados con bengalas y muertos a estoque por un sobresaliente de espada, y cuatro toros del Excmo. Sr. Duque de Veragua que se lidiarán por las cuadrillas de Cara-ancha y Mazzantini". Llamaba la atención que en la corrida nocturna hubiese localidades de sol, sombra y sol y sombra.
A las ocho y media de la noche del 30 de agosto de 1886 la plaza estaba llena de público y veinte potentes focos eléctricos arrojaban luz más que suficiente para poder contemplar el espectáculo como si la corrida se celebrara a mediodía. Los dos primeros toros fueron banderilleados con palitos de bengala y estoqueados por el sobresaliente Galindo. Luego vino la lidia de los bichos de Veragua. Al primero los varilargeros lo dejan mal parado hasta el punto que "Agujetas", último que actuó con la garrocha, lo tumbó y desde el estribo ahondó la puya. El toro se acostó para no levantarse más, entre un gran escándalo. El segundo mató a un caballo y Mazzantini cumplió, toreando cerca, despachándolo de dos pinchazos y una corta. Al siguiente, Cara-ancha le hace una buena faena matándolo de un volapié. Y al que cerraba plaza, el torero elgoibarrés lo trasteó con arte y valentía. El morlaco era de peso y poder y mató a un caballo. Mazzantini en la suerte suprema le clavó una corta buena a volapié y otra mejor.
La corrida duró dos horas y cuarto y al final el público pedía otro toro. Los diestros estuvieron bien pero la gente, según el comentario general, prefería las corridas a la luz del sol. Un crítico escribió: "¡Lástima de gachís, que todas parecen pálidas y asustadas con la luz eléctrica!". Se decía que con luz artificial la lidia resultaba más arriesgada para los toreros pues el toro, atraído quizá por el efecto que la luz produce en los bordados de oro y plata de la ropilla del diestro, acude en el derrote más al bulto que al engaño. La fiesta resultaba fría, desanimada. "Los espectadores se presentan a la vista de uno como una gran masa petrificada, sin animación, sin vida; se distingue el color de los trajes de las mujeres y las plumas o flores con que adornan los sombreros, pero nada más. Para las mujeres que van a los toros a ver y a ser vistas, el desencanto es horrible", escribían los revisteros.
Los comentarios a la corrida fueron de todos los gustos y se incrementaron más cuando el ex-ministro y diputado por Valladolid, don José Muro, censuró duramente al empresario al vender entradas de sol y sombra. Del enfrentamiento verbal se pasó a los hechos y hubo un duelo a pistola entre los señores Muro y Arana que terminó sin que la sangre llegara al río.
Unos años después Arana organiza una corrida femenina. No era la primera que se daba en San Sebastián pues en 1854 tuvo lugar una corrida lidiada totalmente por mujeres. El “acontecimiento" tuvo lugar en la plaza de toros de San Martín y fue decepcionante pues según el cronista "Mendiz Mendi" las toreras andaluzas, "las hermosísimas de la tierra de María Santísima, resultaron las mujeres más feas del planeta, unas tuertas, contrahechas otras, de caras picadas, viejas, sin dientes, condenadas..." La gente que aguantó el espectáculo, lo tomó a broma. Y Curro Cúchares, que fue quien convenció al empresario y las trajo, se defendió diciendo: "Yo, zeñores, ziento aquí mizmito, en el corazón, lo ocurrido. Cuando vi en Zeviya trabajá a las manolas, aquello se hacía canela pura. Ar yegá aquí, er género se ha debió echá a perder en er viaje".
La que organizó Arana el 4 de agosto de 1895 fue mucho mejor. Las diestras eran Lolilla Portel, de 16 años, y Adelaida Angela Pagés, de 17; de sobresaliente actuó Julia Carrasco, de 17 años, y de banderilleras Justa Simó, de 17 años; Encarnación Simó, de 16; María Munaber, de 17, y Francisca Pagés, de 16. Pese al tiempo lluvioso de aquel domingo, la plaza estaba llena. Los toros eran de Gregorio Martínez, de Tudela. Al primero de la tarde, "Pies de plomo", Lolilla le torea bien con el capote, las hermanas Simó "cuelgan" al bicho tres pares de banderillas. La "diestra" le pasa la muleta con mucha frescura en corto, ceñuda y hasta con sal. No tuvo suerte al matar. En el otro, "Verdugo", de mayor peso, Lolilla volvió a demostrar su maestría con el capote. Fue alcanzada dos veces sin consecuencias y la Pagés, al clavar el tercer par, fue arrollada. Con varios pinchazos y una estocada, el toro cayó al suelo.
La otra "diestra", Angela Pagés, que vestía de chocolate y plata, paró en seco a “Jilguero” con verónicas, faroles y redondos. Cuatro pares y luego Angela le dio varios pases de pecho, varios pinchazos y una estocada atravesada que bastó. A "Finito", último de tarde, la Pagés lo toreó con más fortuna que al primero y acabó con él después de una docena de estocadas de todas clases. Lolilla demostró que era valiente y procuró agradar. Las demás cumplieron. Al retirarse las "diestras", la gente cantaba: "Si vas a San Sebastián/ pregunta por la Dolores/ que es una chica muy guapa/ y da pases superiores". La gente comentaba: "Si los toros se hubieran muerto antes, el espectáculo hubiera resultado brillante".
Aquella plaza de Atocha, como luego la del Chofre, era diferente a las otras de las diversas ciudades españolas, y ello por el público francés que venía en masa. En 1894 un periodista madrileño escribía sobre nuestra plaza: "Ofrece un conjunto abigarrado y muy vistoso. Las damas francesas presencian el espectáculo hasta en las barreras. Por eso tiene la plaza de San Sebastián especial fisonomía que la distingue de las demás. El paseo de las cuadrillas produce siempre el delirio, y la suerte de varas desmayos y accidentes que requieren el uso de sales". (Como dato curioso citaré sobre la suerte de varas que en la corrida del 19 de agosto de 1894 murieron en la plaza de San Sebastián diecisiete caballos y fueron arrastrados doce).
Y en "La Epoca" de Madrid Rodrigo Soriano escribía aquel verano: "¡Ya se acercan esos franceses! Vendrán el domingo, se indignarán un rato y volverán al día siguiente. Más les agrada la fiesta cuanto es más bárbara. La emoción está siempre relacionada directamente con la sangre vertida y el peligro corrido. Los nervios necesitan grandes sacudidas eléctricas para gozar las delicias y refinamientos de la fiesta taurina. Casi todos los escritores franceses que han tratado de toros convienen, después de disparatar no poco, en que la suerte de pica es sublime sobre toda ponderación. Enrique Regnault, el pintor retratista de Prim, se horrorizó la primera vez que vio picadores por el aire y sangre por el suelo; la segunda vez, no pudo menos de mirar espantado; la tercera, a la tercera va la vencida, aplaudió con entusiasmo el plástico cuadro de sol y sangre. Pocas corridas después, podíase ver al ilustre pintor encaramado en un tendido y gritando con toda la fuerza de sus pulmones: "¡Caballos! ¡Caballos!". Y terminaba su crónica diciendo que "lo mismo los de aquí que los de allá, los "botijo-car" y los "sleeping-car", se unirán esta semana, esta "gran semana" de San Sebastián que empieza el domingo ante la más hermosa barbaridad de las muchas que han inventado los hombres".
Y muchos años después, y ya funcionando el Chofre, Juan Spottorno y Topete escribía el 8 de septiembre de 1929 en la revista "Blanco y Negro" de Madrid sobre nuestro coso taurino: "Aquí la multitud no es oscura sino clara y brillante, porque en la plaza abundan las mujeres. Mujeres no solamente en los palcos y las localidades de preferencia, sino en la plaza toda. Mujeres venidas de las cuatro partes del mundo, de las que veranean en Biarritz y en San Juan de Luz y aprovechan la proximidad para hacer una visita a España y gustar en la propia salsa de sus toros. Cada puyazo, sobre todo, provoca un griterío de horror. Son los nervios disparados de las extranjeras, a quienes la "salsa" resulta un poco fuerte".
La última cita periodística tenía como "escenario" la plaza del Chofre, la plaza que durante tres cuartos del siglo actual fue el centro taurino con mayor personalidad de todo el norte de España. Se quiso dotar a San Sebastián de una plaza de toros de categoría, pues la de Atocha de don José Arana era pequeña y anticuada. Un grupo de personas lanzó la idea en el otoño de 1901 que inmediatamente tuvo eco positivo. Se redactaron unos estatutos para la sociedad que iba a crearse, se estudió el aspecto financiero y se fijó el capital que se estimaba necesario para la construcción de la plaza. Los que habían dado su consentimiento a suscribir las acciones de la entidad que se pensaba crear, y que se llamaría Nueva Plaza de Toros de San Sebastián, se reunieron el 17 de noviembre de 1901 en el palacio de Bellas Artes de la calle Euskal Erría. Dado el visto bueno a todo lo realizado por una comisión gestora de la entidad, se procedió a nombrar el consejo de administración de ésta, resultando elegidos los siguientes señores: presidente don Joaquín Carrión; vicepresidente don Gregorio Reparaz; tesorero don Blas de Otero; secretario-contador don José Mendiluce; vocales don Pedro Umerez, don Victoriano Iraola, don Manuel Pérez Icazategui, don Federico Ferreirós, don Gil Clemente Odriozola, don Celestino Arizmendi, don Manuel Lizasoain y don Agustín Ubarrechena. Se designó a los señores Pérez Icazategui y Umerez para que estudiaran el lugar más idóneo para levantar el nuevo coso taurino, calculándose que para ello serían precisos entre doce y quince mil metros cuadrados. Se desechó la idea de que la plaza fuera cubierta como algunos propugnaban.
Unos días después, el 25 de noviembre, se firmaba ante el notario señor Amado la escritura de constitución de la nueva sociedad y todas las acciones puestas en circulación fueron suscritas inmediatamente. Se encargó al arquitecto don Luis Aladrén, que junto con su colega Antonio Morales de los Ríos había hecho el proyecto del Gran Casino, que hiciera los planos de la plaza.
Se examinaron diversos terrenos donde podría construirse la plaza entre ellos unos situados en el Antiguo propiedad de la firma Brunet y Cía., que se hallaban frente al campo de maniobras de Ondarreta; otros en el paseo de Puertas Coloradas (Ategorrieta) donde se hallaba Villa Vicente y por último unos en las inmediaciones del antiguo frontón Jai Alai. Los propietarios de los terrenos colindantes con el frontón estaban dispuestos a cederlos. Asesorados por el arquitecto señor Aladrén se eligieron estos últimos como los más idóneos. La escritura de compra se firmó ante el notario don Santiago Erro el 11 de junio de 1902. La víspera había muerto el arquitecto señor Aladrén y entonces se designó como director de las obras al arquitecto señor Urcola. El 11 de junio se colocó la primera piedra y un año después, el 9 de agosto de 1903 se inauguraba la plaza.
Esta ocupaba 11.000 metros cuadrados, tenía una capacidad para 15.000 espectadores, el redondel un diámetro de 42 metros y el edificio una altura de 16 metros. A la plaza se le daba entrada por una gran puerta que llevaba directamente al redondel para que el despejo antes de la corrida fuese verdad. Tenía ocho tendidos a los que se entraba por amplias puertas que se abrían en mitad de las graderías. Dentro de la plaza había una galería que la circunvalaba de cuatro metros de anchura, desde la cual se penetraba en los tendidos. Frente a la presidencia estaba el toril y a los lados de éste la puerta de arrastre y la del servicio de caballos y salida de las cuadrillas. El callejón tenía dos metros de anchura y en él se colocaron burladeros.
Fue el 9 de agosto de 1903 cuando se inauguró la nueva plaza del Chofre. Hubo lleno hasta la bandera y en el palco de honor se hallaban el Rey Alfonso XIII y el príncipe Honorato Carlos de Mónaco, que aquellos días se hallaba en San Sebastián. Todos los diestros brindaron sus faenas a estas personalidades. Los diestros fueron en aquella histórica corrida Mazzantini, Lagartijo Chico, Emilio Torres "Bombita" y Antonio Montes. El ganado, de Ibarra.
El diestro guipuzcoano, el gran Mazzantini, que fue ruidosamente aplaudido al pisar el ruedo pues no había toreado en San Sebastián hacía tres años, no tuvo su tarde. Evidenció que para ser torero tanto como la voluntad es necesaria la energía de la juventud. Empezó como en los buenos tiempos, pero la fatiga le dominó pronto. Al primero le toreó con tranquilidad y desde cerca confiándose mucho, trasteándole con inteligencia, y con el estoque dio una corta en buen sitio, un pinchazo hondo en lo alto y una estocada inmensa que hizo caer al toro patas arriba. Al otro le toreó con menos confianza, despachándole de un pinchazo bueno y una estocada algo desprendida.
Lagartijo hizo una faena valiente pero embarullada a su primero y lo mató de media estocada de las cosechas de su familia lagartijera. Al segundo, al que recibió con muchos adornos, le dio dos pinchazos regulares, media atravesada e intentó sin fortuna dos veces el descabello.
Bombita demostró que era un buen torero, bregando mucho, siendo aplaudido en varias verónicas y farolillos, no teniendo suerte al matar a sus enemigos.
Antonio Montes, muy valiente, recibió un achuchón mayúsculo y a su segundo lo recibió con un ayudado hincando la rodilla en tierra. Cortó una oreja, la primera que se daba en el Chofre.
La empresa regaló otro toro más que mató Bernalillo de un pinchazo, una estocada perpendicular y dos intentos de descabello.
Los picadores, excepto el "Chato", no estuvieron bien. Murieron veinte caballos y más de un bicho pasó a las banderillas sin una gota de sangre en el morillo. Los toros de Ibarra, nobles, finos y pequeños.
El primer herido en la historia de la plaza fue "Limeño" con una cornada de ocho centímetros de extensión en el antebrazo izquierdo.
Durante setenta años, la plaza del Chofre abrió sus puertas para que actuasen los mejores diestros del firmamento taurino, desde Joselito a Manolete, desde Belmonte a Ortega, desde Sánchez Mejía a Marcial... Hasta que el 2 de septiembre de 1973 por vez postrera se hizo el paseíllo por su ruedo. Días después, comenzó a ser derribada la plaza.
Fue una novillada el último festejo que se dio. El ganado era de Carlos Núñez y fue lidiado por el novillero salmantino-donostiarra Ireneo Baz "El Charro", y los matadores Julio Aparicio, Miguel Baez "El Litri" y Antonio Ordóñez. El tiempo fue espléndido y entre los asistentes se encontraba el tolosarra Pedro Estanislao Elósegui, que había sido espectador en la corrida inaugural del Chofre. El último toro lidiado en la plaza fue "Herrera", que resultó soso y al que Antonio Ordóñez cortó una oreja.
Aquel verano, último verano taurino donostiarra, se habían celebrado en nuestra plaza diez corridas de toros. Comenzaron el sábado 11 de agosto y hubo corridas todos los días de la Semana Grande hasta el domingo 19, celebrándose otra el domingo 26. Para los amigos de los recuerdos diré que las ganaderías que en aquella feria se lidiaron fueron las siguientes: Benítez Cubero, Fermín Bohorquez, Baltasar Ibán Valdés, Manuel Arranz, Antonio Pérez de San Fernando, Salvador Guardiola, Mercedes Pérez Tabernero, Cobaleda, Pablo Romero y Victorino Martín. Y los diestros que lidiaron esos toros fueron los siguientes: Santiago Martín "El Viti" (2), Dámaso González (2), Julio Robles (2), Francisco Ruiz Miguel, José María Manzanares (2), Antonio Chenel "Antoñete" (2), Diego Puerta (2), Palomo Linares (2), Pedro Moya "El Niño de la Capea" (2), "Marismeño", Francisco Rivera "Paquirri" (2), José Luis Galloso, Luis Miguel Dominguín (2), Julián García, Antonio Bienvenida, José Julio Granada, Curro Romero, Ricardo de Fabra, Agapito Sánchez Bejarano y José Ruiz "Calatraveño".
En la última "corrida-corrida”, la del 26 de agosto, hicieron el paseíllo el rejoneador Joaquín Moreno Silva y los diestros Agapito Sánchez Bejarano, Ricardo de Fabra y José Ruiz "Calatraveño". Este fue el último que dio una vuelta al ruedo del Chofre.
El cierre y derribo del Chofre fue lamentado por la inmensa mayoría de los donostiarras. "El Diario Vasco" comenzaba un editorial el 2 de septiembre así: "Estamos en pleno verano y, sin embargo, un aire de melancolía envuelve esta fecha". Y el editorial terminaba con estas líneas: "¿Qué va a pasar el año próximo? Esta es la pregunta que nos hacemos y con nosotros todos los donostiarras. El tiempo urge si queremos que el próximo verano haya corridas de toros en San Sebastián. Y esto lo queremos todos los donostiarras, aficionados a la fiesta o no, como también queremos que la nueva plaza sea digna de la ciudad y digna continuadora del Chofre que hoy, por última vez, abre sus puertas tras setenta años de historia taurina".
Cuando escribo estas líneas, veinte años después, seguimos sin plaza. Se lo seguimos agradeciendo al Ayuntamiento que presidió don Felipe de Ugarte y Lambert.
Hubo también en nuestro siglo una plaza, muchísimo más modesta que la del Chofre, en Martutene. Fue la primera plaza de toros cubierta que se levantaba en España. Abrió sus puertas el miércoles 13 de mayo de 1908 con un concierto extraordinario de la Orquesta Filarmónica de Berlín dirigida por el maestro Ricardo Strauss. Se daba la coincidencia que ese mismo día de 1901 esta orquesta, dirigida en aquella ocasión por el maestro Nihisch, había dado un concierto en nuestro teatro Principal.
La nueva plaza la había construido la empresa "Jostalekua", que se proponía explotarla dando espectáculos de categoría, conciertos, novilladas, alguna corrida de toros y funciones de circo.
La plaza era una coquetería arquitectónica, con una capacidad para 4.000 espectadores. El anillo tenía 32 metros de diámetro. Disponía de catorce palcos además del presidencial, y cinco tendidos con escaleras y accesos independientes. Tenía dos andanadas, una grada corrida de tres filas que ocupaba media plaza y encima de esa grada quedaba un paseo corrido de 1,50 metros de anchura. Los palcos sencillos tenían capacidad para once personas y los dobles para veintidós. En los tendidos había una parte de preferencia.
Lo más notable era la cubierta, construida en la casa de la viuda de Urcola. Estaba formada por una armadura metálica, compuesta de cuatro vigas principales que convergían en un punto cuya proyección era el centro del ruedo. La armadura iba arriostrada por tres series de vigas curvas apoyadas en columnas metálicas. La superficie de la cubierta era de 500 metros cuadrados y terminaba por una cristalería que permitía el paso de la luz en abundancia. El resto era de madera protegida con tela embreada para evitar toda permeabilidad. El tendido y la galería tenían su cubierta independiente sobre la cual iba el tejado. Las dependencias cumplían los reglamentos para cosos taurinos. Disponía de dos corrales y seis chiqueros y la enfermería tenía capacidad para tres camas.
El día de la inauguración la plaza estaba adornada con colgaduras de los colores nacionales. Se habían colocado en el ruedo 1.500 sillas. Pese a la calidad del concierto y a la baratura de los precios -los palcos costaban veinte pesetas, los tendidos preferentes 2,50, las delanteras de tendido y las gradas dos, los asientos de andanada una peseta y los paseos cincuenta céntimos- sólo se registró tres cuartos de entrada. El domingo 17 de mayo dio un concierto el Orfeón Donostiarra y el domingo 7 de junio hubo una novillada. La plaza se cerró en 1923.