jueves, 24 de mayo de 2012

La plaza de Guipúzcoa


Hasta el derribo de las murallas y el inicio del ensanche de la ciudad, lo que hoy es la Plaza de Guipúzcoa era el "glasis" o explanada que había junto a las defensas. Ayuntamiento y Diputación llegaron a un acuerdo y aquel cedió a ésta unos terrenos para que se levantara el Palacio Provincial a cambio de unos caminos en las proximidades de Oriamendi

La plaza ocupa una extensión de 9.890 metros cuadrados y la primera casa que comenzó a construirse fue una de Pedro Escalada, en cuyos cimientos trabajaban los obreros a la vez que se iba levantando el Palacio Provincial. Se había acordado que los materiales que se utilizaran en la construcción de la plaza, que sería porticada, fueran piedra arenisca de Igueldo y Ulía y los zócalos de las pilastras, la imposta de los arcos y las ménsulas fueran de caliza de Motrico o de Albistur.


Según refiere Luis Murugarren, la construcción de los edificios de la plaza no era tan rápida como algunos impacientes querían, y así en el verano de 1880 se leía en el periódico "Diario de San Sebastián" lo siguiente: "Señor Oña, construya la casa de la esquina de la Plaza de Guipúzcoa o deje que otro la construya. Otro tanto repetimos a la condesa de San Luis".


Terminado el edificio de la Diputación, el día de Navidad de 1885 se incendió, quedando destruida la totalidad del Palacio donde ya trabajaban los funcionarios provinciales desde unos meses antes, salvándose la fachada. El edificio que se levantó sobre las cenizas del anterior lo hicieron los arquitectos Morales de los Ríos y Aladrén con el asesoramiento del arquitecto provincial don Manuel Echave. Las obras se terminaron en 1890 y en el edificio, además de la Diputación estaban el Gobierno Civil y la Delegación de Hacienda.


Los jardines de la plaza los diseñó Pierre Ducasse, un francés que vino a San Sebastián "llamado por próceres que tenían hermosas casas de campo en las que deseaban crear parques y jardines" según Manuel Celaya, y fue nombrado jardinero municipal siéndolo también de la Casa Real, de los duques de Bailén y de Mandas. El fue quien en la Plaza de Guipúzcoa diseñó el jardín con su estanque, riachuelo, cascada, etc. Un donostiarra que vivía en Buenos Aires, Bonifacio Echeverría, envió para el estanque tres crías de avestruz de las que dos murieron en la travesía.


Tras ajardinar el centro de la plaza se construyó en 1877 un banco corrido por los cuatro lados con seis salidas, una en cada ángulo y dos en el centro de los lados que daban al Palacio Provincial y el paralelo opuesto, y sobre él se colocó una verja de hierro, cerrándose las puertas por la noche. Recordaba esta plaza con la verja cerrada, algunas que aún existen en Londres y que son propiedad de los vecinos de las casas inmediatas, quienes disponen de llave para poder entrar en los jardines.


Esta plaza fue uno de los muchos aciertos que tuvo don Antonio Cortazar, el arquitecto que diseñó el ensanche donostiarra, desde el Boulevard a Amara. Cuando se diseñó, se pensó en comunicar los pisos primeros de las cuatro esquinas, al igual que en la plaza de la Constitución y todavía pueden verse los capiteles. También se pensó en levantar un monumento en el centro con estatuas de los hijos ilustres de la provincia. No se llevó a efecto y se colocaron unas rocas de las que salía una cascada.


Con la supresión de la verja citada viene la tercera fase de la plaza. La supresión dio origen a una acalorada polémica, pues los defensores de la moral pública vieron en estas facilidades de acceso nocturno a la plaza una invitación a cometer actos contrarios a las buenas costumbres. Pero triunfó el criterio de los más abiertos.


A la plaza se le fueron agregando detalles curiosos y que si a los donostiarras de tanto verlos no nos llaman la atención, no ocurre lo mismo con quienes visitan por primera vez el lugar. Allí está el templete meteorológico astronómico, donado por don José Otamendi, padre de los ingenieros y arquitectos que tantas obras dirigieron en Madrid, entre ellas el Palacio de Comunicaciones y las primeras líneas del "Metro". Allí está la mesa horaria que nos indica en qué hora viven en Buenos Aires, en Tokio o en Sydney. Allí estaba el cañón que disparaba en el momento exacto en que el sol pasaba por el meridiano de San Sebastián y que se retiró a petición de quienes alegaban que asustaba a las gentes, lo que no era bueno para la salud. Este cañón, que no se sabe quién lo llevó a la plaza y que ahora está arrumbado en San Telmo, recordaba a un reloj-cañón que existe en el Palais Royal de París. Gracia a una lente biconvexa el cañón funcionaba con exactitud casi matemática. Esta exactitud sólo se daba cuatro veces al año, el 15 de abril, el 15 de junio, el 31 de agosto y el 25 de diciembre. Los rayos solares atravesaban una lente y concurrían sobre la meridiana en cuyo plano se hallaba el "oído" del cañón. El disparo se producía en el momento preciso del paso del sol por el meridiano verdadero, pero como el movimiento de la Tierra alrededor del Sol no es uniforme, el sol no vuelve todos los días al meridiano en que está colocado el cañón al cabo de veinticuatro horas justas, sino que unas veces se adelanta y otras se retrasa respecto al meridiano verdadero, excepto esos cuatro días de perfecta coincidencia. El cañonazo de las 12 era la delicia de los chicos y causaba algún susto a los distraídos transeúntes.


El tablero y el planetario están abandonados cuando escribo estas líneas y creo que se debía cuidar más el curioso regalo que don José Otamendi hizo a la ciudad en 1879, fecha en que se instalaron en la plaza.


Según Manuel Celaya, en la plaza había en 1970 ciento dos pies de plantas arbóreas clasificadas de la forma siguiente: una adelfa, siete acacias, dos caquis, tres camelias, cuatro castaños de Indias, una catalpa, dos cerezos japoneses, once ciruelos Fitschrd, una flor de oro, cuatro fresnos, tres magnolios, cuarenta y un olmos, tres palmeras Chamorosi y varias cepas, dos pinos, un tejo y diecisiete tilos. El tejo es un árbol que abundó mucho en Guipúzcoa y que va desapareciendo de nuestros campos y que según Celaya fue llevado al ancho inferior del escudo de la provincia pues "los tres árboles siempre verdes, que por su copa puntiaguda y ancha y tronco corto no pueden ser más que tejos, porque no hay otro en Guipúzcoa de esas características". Según Araquistain en sus "Leyendas vasco-cántabras", los vascos que caían prisioneros de los romanos preferían envenenarse con un cocimiento de hojas de tejo, muy tóxico, antes de morir esclavos o crucificados. El único tejo que hay en San Sebastián, decía Celaya, no sabemos si por mera coincidencia o intencionadamente está plantado al pie del monumento a José María Usandizaga, frente a la Diputación, como si rindiera homenaje a la Corporación Provincial. El tejo es una conífera de ramas extendidas, pero de copa aguda, de hojas verdes oscuras brillantes por el haz y verde mate por el revés.


Los cerezos japoneses, de los que hay dos en la plaza, son como el anuncio de la primavera, como el cuco en las islas Británicas. Los que tenemos aquí añaden un encanto más a ese rincón de la ciudad lleno de bucolismo y donde uno se acuerda de los cisnes que antaño había. Sus flores son blancas y sonrosadas, aunque los tonos son muy variados en cada uno de los árboles. Se parecen esas flores, por el tamaño, no por el color, a las rosas pequeñitas de los rosales trepadores. Estos cerezos no dan fruto, sólo sirven para poner una nota estética allí donde los plantan. Y desde que llegaron a nuestra ciudad procedentes del lejano y legendario Japón, cumplen a la perfección con su cometido.


La pequeña historia de estos cerezos comienza en abril de 1935. En esa fecha el Ayuntamiento de Tokio hizo esta delicada ofrenda al de San Sebastián. Se recibió una carta escrita en francés, que decía lo siguiente:


"Señor alcalde: En nombre de mis conciudadanos tengo el honor y el placer de saludarle a usted personalmente y a los habitantes que tan dignamente representa.


Vemos todos con satisfacción cómo se van estrechando más cada día los lazos de amistad entre vuestro país y el nuestro. Para testimoniarles el deseo de hacer más profundos nuestros sentimientos me tomo la libertad de ofrecer a su ciudad algunos cerezos, flor nacional del país. No dudo que cada año, en la época de la floración, sus flores serán el símbolo renovado de nuestras buenas relaciones.


Admita Vd. señor alcalde, los votos que hacemos, etc.” Firmaba la carta Jorato Ushizuka, alcalde de Tokio.


El alcalde de San Sebastián, don José Martínez de Ubago, le contestó diciéndole entre otras cosas: "Su delicada ofrenda al remitirnos las plantas de cerezo ha sido acogida con cariñoso agrado por esta Alcaldía, la Corporación que presido y la ciudad de San Sebastián, habiendo sido plantadas en diversos jardines de la ciudad; así que cada época de crecimiento de esa flor nacional del Japón será el símbolo de nuestras mejores relaciones".


La entrega de los cerezos la hizo el embajador de Japón en Madrid, señor Araia Aoiki y cuando el 22 de junio de 1953 vino a España el príncipe Aki Hito, hoy emperador del Japón, y visitó nuestra ciudad, estuvo en la plaza de Guipúzcoa donde se le mostraron los dos cerezos que allí se conservaban.


Los primeros árboles que Pierre Ducasse plantó en la plaza le fueron suministrados por el duque de Mandas y el duque de Bailén, desde arbustos y plantas hasta semillas procedentes de sus fincas Cristina Enea y Ayete.


Cuando el ensanche estaba desde la Avenida hasta Amara en obras y el Boulevard era el centro neurálgico de la ciudad, la plaza de Guipúzcoa tenía una intensa vida. Lo que había sido una explanada en las avanzadas de las murallas, de donde partía el paseo del Prado, había cambiado por completo y cuando la ciudad estaba sitiada por los carlistas en la segunda guerra y los obuses disparados desde Arratzain caían en el casco urbano, allí se concentraban los miqueletes y las demás tropas que operaban en las proximidades. Allí se formaba la tropa, se pasaba lista, se repartían las raciones de comida, según cuenta "Mendiz Mendi". No se debieron registrar muchas víctimas en aquel lugar, pues se menciona como hecho singular que una mujer que iba con su tinaja en la cabeza por la esquina de la droguería de Tornero murió debido a la metralla de un obús. Pero la proximidad de la guerra no era obstáculo para que allí se corrieran bueyes en 1874, fiesta a la que tan aficionados eran los donostiarras.


La plaza vivió el ya legendario motín de los Fueros y la llegada de los miqueletes tras desfilar por las calles de Madrid al término de la segunda guerra carlista. Aquellas tropas forales, que volvían con los laureles de la victoria, fueron recibidas por los donostiarras en olor de multitud entre gritos a favor de la libertad y de los Fueros.


Pero la fiesta no terminó en paz sino que degeneró en una revuelta en la que hubo palos, culatazos y sables desenvainados ya que algunos opusieron un "muera" a los "vivas" que gritaba la mayoría. Y como anticipándose a lo que hoy es el pan nuestro de cada día, las paredes de las casas de la plaza amanecieron con inscripciones de "vivan los Fueros”, anónima expresión de los sentimientos de los donostiarras de entonces.


Entre los establecimientos de prestigio que ha habido a lo largo de los años en la plaza no puedo dejar de mencionar el restaurante "La Urbana", que llenaba de franceses los arcos los días de corrida, y donde se comía tan bien como en los mejores restaurantes del vecino país. En la guía que publicó el francés Flagey-Lacay se puede leer este elogio de "La Urbana": "Una comida en ella es una de las locuras favoritas de la juventud". Uno de los clientes habituales en los veranos que pasaba aquí, que solía alojarse en la casa que en la plaza de Guipúzcoa tenía su gran amigo Félix Ibarguren, era el violinista Pablo Sarasate, hombre parco en las comidas.


El lugar sigue siendo tan acogedor y bucólico como antaño, a pesar del ruido de los coches. Unas palomas revolotean. Una bandada de gorriones cruza el aire. El marqués de Riscal solía acudir unas veces al Castillo y otras a esta plaza a dar de comer a aquéllas, que le conocían y se posaban en su hombro. Teodoro Urdampilleta, camarero del café de la Marina, hacía lo propio. Un viejo guarda, al que los chicos llamaban "abuelo Kaskarria" paseaba vigilante y charlaba con algún anciano y alguna aña seca descansaba en los bancos.


En el estanque, viendo a los patos zambullirse y a los peces de colores rasgar el agua, todos los niños donostiarras hemos soñado en aventuras y pescas fabulosas, similares a las narradas por Andersen. No hay rincón más romántico en la ciudad que esta plaza.

















No hay comentarios:

Publicar un comentario