jueves, 24 de mayo de 2012

La Semana Grande

Desde tiempo inmemorial, el 15 de agosto es el día grande del verano donostiarra. La Asunción de María se celebra en San Sebastián con gran esplendor y aunque los festejos poco han variado de un año a otro, tiene la fecha una fuerza para los que aquí hemos nacido que si por alguna razón ese día estamos lejos del "txoko", la nostalgia nos domina y añoramos la Salve de la víspera, el paseo junto al mar, el concierto del Boulevard, los toros de la tarde -¡ay, los toros que fueron sal y gracia de la fiesta pasaron a mejor vida entre nosotros!- los fuegos de la noche...


El 15 de agosto es el día cumbre de la Semana Grande donostiarra. Lo de Semana Grande nació en la mente creadora de un hombre, don José Arana Elorza, un adelantado de la propaganda que lanzó con visión de empresario al ruedo español y europeo el término, que ahí está.


Había nacido Arana en Escoriaza, y en San Sebastián montó una modesta tienda de coloniales en una de las primeras casas que se levantaron en el Boulevard después del derribo de las murallas, en la esquina con la calle Elcano. Al terminarse la segunda guerra carlista y haber quedado destruida la plaza de toros que había en Atocha, Arana levantó en el tiempo récord de veintisiete días otra plaza, en el sitio que ahora ocupa el rascacielos. Era de madera y su capacidad habla mucho de la afición taurina de los donostiarras, pues siendo la población de San Sebastián de 18.500 habitantes en el coso cabían 10.000 espectadores. Se inauguró el 16 de julio de 1876 con reses de Laffite, Saltillo y Martínez para los diestros Frascuelo y Villaverde. Fue entonces cuando Arana pensó en llenar la semana de agosto en la que se celebraba la fiesta de la Virgen de corridas de toros y surgió el término “Semana Grande" que gracias a una hábil publicidad tuvo inmediato eco, pues los carteles anunciándola se pegaron en todas las esquinas del País Vasco, en Aragón, Rioja, Navarra y las provincias limítrofes del Sur de Francia a la vez que se hablaba de ella en los periódicos de la época. En San Sebastián las charangas y los cohetes que ahuyentaban a las nubes daban colorido a la fiesta que tenía gran atracción, no sólo debido a la innata afición de los donostiarras a las corridas sino a que Arana traía lo mejor del firmamento taurino, desde Mazzantini a Reverte, desde Carancha a Guerra o Lagartijo. Y para completar la fiesta, por la noche se quemaban los días de corrida fuegos artificiales en la Concha.


El éxito de público de la Semana fue inmediato. Había corridas cuatro y hasta cinco días a la semana y la ciudad se veía invadida de gente foránea, gran parte procedente del sur de Francia donde la afición a los toros es mucha.


La Semana Grande sigue, pero desde que en 1973 la piqueta municipal en cumplimiento de un nefasto acuerdo del Ayuntamiento derribó la plaza del Chofre, lo que creara José Arana poco tiene que ver con lo de ahora. En la Semana hay otros espectáculos, pero de aquélla que los que peinamos canas hemos conocido en su esplendor, solamente nos queda la Salve del día 14 de agosto, los fuegos... y el espíritu de los viejos donostiarras.

El acto más entrañable de toda la Semana Grande y de todo el verano donostiarra lo constituye la Salve que se canta en la parroquia de Santa María desde tiempo inmemorial la víspera de la Asunción de Nuestra Señora. En 1887 inició el veraneo en nuestra ciudad la Reina Regente, doña María Cristina y desde aquel año hasta 1929 no faltó más que una vez al piadoso acto la Soberana: en 1898, año en que por razones de la guerra colonial no vino a San Sebastián. Cuéntase que el primer año que la Reina acudió a este piadoso acto entró bajo palio en el templo. Con ella se colocó el ama que llevaba en brazos al futuro Alfonso XIII, entonces un bebé de poco más de un año de edad. El párroco, el reverendo Bengoechea, debió pensar que bajo el palio no debía ir el ama y cogiendo al niño de los brazos de ésta se lo entregó a su madre, a la vez que decía dirigiéndose a aquélla: "Tú, fuera".


Pero bastante antes que su Majestad acudiese a la Salve, ya los donostiarras llenaban el templo el 14 de agosto, el maestro Santesteban dirigía el canto y el altar mayor se adornaba con flores y plantas y con gran número de luces colocadas en las arañas que solían prestar para la fecha algunas familias donostiarras.


Cuenta Siro Alcain que como en el exterior no hubiese ningún signo que anunciase la fiesta religiosa que allí se iba a celebrar, se le ocurrió a mediados del pasado siglo como auxiliar que era del mayordomo, inaugurar en la fachada la iluminación con vasos de colores, con una alegoría central a la Virgen. Mirando la fachada notó que en dos puntos laterales había unos huecos que indicaban que en ellos faltaba algo. Recordó haber visto en los ensayos de comparsas de jardineros y otras que se celebraban en el antiguo convento de San Telmo dos grandes angelotes de madera que estaban arrinconados y que podían acomodarse en los referidos huecos. Tomadas las medidas, resultaron como mandados hacer para aquellos sitios y dispuso de ellos como bienes mostrencos, procediéndose a su colocación y después de convenientes arreglos lucen allí como si fueran de mármol. En cada una de las cuatro columnas centrales que sostienen la nave o cúpula cerrada del templo había cuatro bases construidas en la parte alta con el fin de colocar en ellas a los cuatro evangelistas. Se hizo una suscripción pública y con el dinero recaudado se pudieron adquirir y colocar las imágenes.


A este templo acudía en el atardecer del 14 de agosto el pueblo de San Sebastián y con él la Reina Regente para asistir a la Salve. De las muchas veces que asistió a la tradicional ceremonia religiosa voy a referirme a una cualquiera, la del año 1896. La acompañaban sus hijas, la princesa María de las Mercedes y la infanta María Teresa. Cuatro batidores de la escolta precedían al landó real y al estribo de ésta iba el jefe de la escolta señor Sancristóbal. En otros carruajes iban el jefe superior de palacio duque de Medina Sidonia, comandante de Alabarderos general Alameda, jefe del Cuarto militar general Polavieja, la duquesa de Bailén, la condesa de Sástago y la marquesa de Miraflores. Al pasar la comitiva ante el Casino, la orquesta situada en la terraza interpretó la Marcha Real. Una compañía del Regimiento de Valencia, con bandera y música, rindió los honores de ordenanza en la calle Mayor.


La real familia fue recibida al pie de la escalerilla del templo por el ministro de Jornada, duque de Tetuán, gobernador civil conde de Ramiranes, el Ayuntamiento con su alcalde don Joaquín Lizasoain y otras autoridades. El obispo de Vitoria monseñor Piérola dio el agua bendita a las personas reales que entraron bajo palio llevado por ocho concejales. La capilla interpretó la Salve en re menor del maestro Santesteban y luego el gradual. Terminada la ceremonia religiosa, la familia real regresó a palacio. Una fina lluvia hizo preciso cerrar los coches y abrir los paraguas.


Tras la Salve del 14 de agosto venía el día de la Virgen y yo voy a traer aquí una crónica del periodista madrileño E. Sepúlveda que con la prosa muy del gusto de la época nos dice cómo fue el 15 de agosto de 1888. Entre otras cosas escribió: "¡15 de agosto! El día mayor de San Sebastián. Al mediar la mañana es imposible dar idea aproximada del aspecto que presenta la ciudad. En el cielo una luz clarísima: se ha puesto el traje de lujo... azul y oro; en las calles, según las estadísticas, diecisiete mil forasteros; el mar un poco agitado, haciendo y deshaciendo mil cintas de plata; los hijos del país con sus mejores ropas; en lo alto del Castillo la bandera nacional, que es gloria de la Patria y símbolo del regocijo, y de tiempo en tiempo cruzando el espacio azul, infinidad de cohetes y voladores que anuncian en los aires el alborozo de la tierra.


El programa del día, tentador. Partido de pelota, música y orfeones, toros, funciones teatrales. Todo se ha cumplido al pie de la letra. Ni el calor sofocante de la mañana ha quitado gente al frontón, ni la galerna de la tarde ha retraído un solo turista a asistir a presenciar la lidia de las reses colmenareñas. En Jai Alai (cualquiera comprende a primera vista que esto quiere decir "fiesta alegre") ha sido el triunfo de Elícegui y el Manco. En la otra plaza, en la fiesta verdaderamente alegre, no han triunfado ni Rafael ni Salvador, y como antes del segundo toro se desencadenó la tempestad de viento, “El Lagartijo" y "Frascuelo" y... el mal tiempo nos ha divertido poco. Los toros de hermosa lámina, con lo que el empresario ha cumplido, pero casi todos “bueyendos". No por esto han dejado de matar muchos caballos, con gran sentimiento de los franceses que llenaban el circo".


El cronista, detallista y minucioso, sigue describiendo el día y agrega que "por la noche no se ha podido encontrar mesa en ningún restaurante, ni hueco en un café, ni localidades en los teatros. El Casino, espléndidamente iluminado. El arrendatario de su espléndida "salle a manger" ha visto ocupada todas las mesas y, sin duda por falta de costumbre, el servicio ha dejado mucho que desear. Desde la sopa (consomé) al primer plato, y después de consumirse la paciencia han tenido algunos tiempo de ir a dar una vuelta por el Boulevard. Y vean ustedes lo que son las cosas; todos los que no querían digerir antes de tiempo, demostraban su disgusto y su impaciencia llamando con ruidosas palmadas, una y otra y cien veces, a los mozos y garçons (algunos de estos proceden del Biarritz madrileño), resultando por tanto una ovación para el fondista que, tomándolo en serio, decía al retirarse a su casa:


-¡Qué éxito el de hoy! No han cesado de aplaudir un solo momento..."


Eran aquellos los días de esplendor del Gran Casino, de los conciertos de Gayarre y Sarasate, de los tranvías de mulas, de los cafés de la Marina y el Novelty, de la llegada del Nautilus, de las corridas de toros que organizaba José Arana en la plaza de Atocha, del "Giralda" anclado en la bahía, de los coches de alquiler llamados "cestas", del motín de Sagasta, de las casetas de bueyes, de Mazzantini y Rafael Guerra...


Todo queda ya un tanto borroso, entre la niebla del tiempo ido, como en un viejo daguerrotipo guardado con cariño entre los recuerdos entrañables. Sin que el cronista haya ido en busca del tiempo perdido, aquellos veranos conocidos a través de crónicas periodísticas y de los relatos de nuestros mayores, vuelven a la memoria. Es la crónica de un ayer que no volverá.

















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