El nombre de la Reina Doña María Cristina de Habsburgo permanecerá siempre unido al de San Sebastián, la ciudad que eligió para pasar los veranos, a la que tanto quiso y tanto favoreció. No sé si los donostiarras de hoy valoran en su justa medida lo que San Sebastián debe a la Reina, que durante casi medio siglo pasó la temporada estival entre nosotros, convirtiendo la ciudad en la Corte veraniega de España. Primero como Reina Regente y luego como Reina Madre, Doña María Cristina vino todos los veranos desde 1887 a 1929, con excepción de 1898, año triste por la pérdida de las colonias.
Dijérase que los periódicos de San Sebastián preveían que la archiduquesa María Cristina de Austria, futura reina de España, tendría un especial afecto por nuestra ciudad y desde que se anunció el próximo matrimonio de Alfonso XII, viudo de la inolvidable María de las Mercedes, dedicaron especial atención al acontecimiento. Aquellos periódicos de 1879 publicaban amplísimas informaciones sobre la archiduquesa María Cristina de Austria Habsburgo y Lorena y en agosto de aquel año ya daba "El Urumea" una amplia semblanza sobre ella.
Escribía el periódico: "Tiene 21 años. Su fisonomía tiene la gracia de la juventud; pero no puede decirse de ella que es bonita. En cambio su conversación es encantadora; el brillo de sus ojos denota una gran vivacidad. Ama con pasión el baile, acaso demasiado para ciertos hombres que se echan de formales y que exclaman que esta inclinación es poco conveniente en una abadesa; porque no hay que olvidar que la joven princesa es abadesa mitrada del cabildo noble de Praga.
Tiene a doce canónigas bajo su jurisdicción y en las grandes solemnidades se la puede ver llevando las insignias de su elevada dignidad y teniendo en la cabeza el gorro que recuerda la mitra de los obispos. Su cargo, según los estatutos establecidos por la emperatriz María Teresa, la constituye una renta de 20.000 florines anuales y las canónigas tienen una prebenda de 1.200 florines cada una. Son precisos varios grados de nobleza para ser admitida en el capítulo.
Como el título y el rango de la archiduquesa son necesarios para lograr el título de abadesa en el capítulo noble de Praga, esta dignidad quedará por largos años vacante al ocupar la archiduquesa el trono de San Fernando".
En septiembre el periódico hablaba de preparativos de boda. "Ya se ven joyas preparadas, ya se exhiben trajes lujosos cargados de blondas y brocados, ya se disponen cajas de perfumes y neceseres de alto precio, ya se proyectan regalos, comisiones de felicitación y viajes de corresponsales, ya cosen los sastres los grandes trajes y ricos uniformes, ya murmuran las doncellas y se animan las casadas".
El 22 de octubre el duque de Bailén, muy vinculado a San Sebastián donde poseía el palacio de Ayete, pedía en Viena la mano de la archiduquesa. El duque fue tratado como un príncipe imperial. El emperador Francisco José puso a su disposición al chambelán Odescaichi, un coche de palacio y dos palcos en la ópera y en el teatro Drama, teniendo a su servicio dos gendarmes a caballo.
Camino de Madrid, la archiduquesa pasó por San Sebastián el 23 de noviembre, acompañada de su madre la archiduquesa Isabel y una comitiva de ochenta personas. Las autoridades de la ciudad la cumplimentaron en la estación obsequiando a las archiduquesas con ramos de flores. Las baterías del Castillo saludaron con salvas de ordenanza a las egregias viajeras y una banda de música interpretó el himno austriaco y la marcha real española al arrancar el tren. "A muchas de las personas que estuvieron ayer en la estación oímos elogiar el aspecto físico de la archiduquesa", escribía el periódico.
Enviudó en 1885. Se hallaba en estado de buena esperanza tras haber dado a luz dos niñas, María de las Mercedes y María Teresa. La real pareja estuvo en San Sebastián cuando el Rey Alfonso XII se dirigía a Alemania a visitar al emperador Guillermo I. Se alojaron en el palacio de Ayete permaneciendo en nuestra ciudad los días 5 y 6 se septiembre de 1883. Al quedar viuda y dar a luz poco después a su hijo póstumo, todos los cuidados de la Reina fueron para el futuro Rey, cuya delicada salud le preocupaba. Parece ser que los médicos la recomendaron un cambio de clima para hijo y la duquesa viuda de Bailén influyó en el ánimo de la Reina, ofreciéndole su finca de Ayete. También el ministro de Justicia, Alonso Martínez, que poseía una casa de verano en San Sebastián, le habló con elogio de San Sebastián, y Doña María Cristina se decidió por nuestra capital.
La noticia de la llegada de la real familia fue recibida con alborozo por el vecindario y los periódicos de entonces hicieron números extraordinarios saludando a los reales viajeros. Así, "El Eco de San Sebastián" publicaba artículos y poesías, en castellano y vascuence, en honor de los monarcas, y Claudio Otaegui, en el estilo en boga en aquellos días, escribía: "Aparecen engalanados los montes de Euskal Erría; ricamente vestidos los pueblos, casas y todos los rincones porque han llegado a nuestra tierra de lealtad nuestra amada Reina y su venturoso niño". Y Marcelino Soroa decía: "Vivan y vivan la madre y el hijo. La ciudad euskara les aclama con entusiasmo y guárdales en su regazo con la lealtad acostumbrada".
Aquel 13 de agosto de 1887 la ciudad estaba engalanada. Todo el trayecto que debía recorrer la real comitiva se hallaba con mástiles, con banderolas y los escudos de armas de los pueblos de la provincia en el puente de Santa Catalina y en la calle de Hernani. Se habían montado cuatro arcos de triunfo, dos erigidos por la ciudad en la Avenida y en la calle de Hernani, otro costeado por ilustres damas en la esquina de la calle Garibay, en el que campeaban tres inscripciones que decían: "A S.M. la Reina Regente, las señoras de San Sebastián", "Por la Patria" y "Por el Rey", y el cuarto de la Cámara de Comercio en el extremo de la calle de Hernani, frente al Círculo Easonense.
A las nueve de la mañana llegó el tren real y en ese momento desde el Castillo de la Mota se dispararon las salvas de ordenanza a la vez que se volteaban las campanas de las iglesias de la ciudad. El pueblo que llenaba las calles del recorrido aclamaba a los regios viajeros al paso del landó tirado por dos caballos. Iba la Reina con su hijo de poco más de un año de edad en brazos, a su izquierda la princesa de Asturias y frente a ellos la infanta María Teresa y la nodriza del augusto niño. Como observó Ricardo de Izaguirre, el pueblo esperaba a una Reina y se encontró a una madre. José María Salaverría escribió: “Madre, reina, viuda y un niño huérfano que nace al borde de un sepulcro y que precisa amparar para la Corona de un pueblo ilustre, para la continuidad de una estirpe". Aquella visión, transmitida entre los donostiarras de padres a hijos, quedó para siempre entre nosotros, y Doña María Cristina fue hasta su muerte la Reina Madre. Se había ganado el corazón de los donostiarras. Todo lo que rodeaba al landó, el brillo de la guardia montada, los llamativos uniformes de palaciegos y caballerizos... pasaba a segundo plano. Lo que había impresionado a nuestros abuelos fue la estampa de una reina que primero era madre y que al llegar a la ciudad se postraba en Santa María ante la Virgen del Coro.
El primer veraneo real duró un mes y doce días, del 13 de agosto al 25 de septiembre de 1887. Los siguientes fueron más largos y así el de 1890 se extendió del 16 de julio al 22 de octubre y el de 1894 del 12 de julio al 12 de octubre. Liberada de la pesada carga de la regencia, con la mayoría de edad de Alfonso XIII, la Reina Madre tenía más tiempo para dedicarlo a la familia y a sus amistades donostiarras. La gente admiraba su sencillez y la saludaba respetuosamente cuando, acompañada de una dama, sin mayor protocolo, paseaba por la ciudad, entraba en comercios, asistía a inauguraciones, visitaba asilos y hospitales, consolaba a los heridos de la guerra de Cuba y de Africa o iba a tomar el té a un salón que había montado un pastelero austriaco que con el nombre de "Garibay Tea Room" pronto se acreditó por la calidad de sus confituras y su esmerado servicio. Vinculada a la vida de San Sebastián, no faltaba a los actos importantes que durante su estancia en la ciudad tenían lugar, lo mismo a los populares que a los aristocráticos. Acudía a la Salve del 14 de agosto en Santa María, se bañaba en la playa, paseaba por los alrededores de la ciudad y charlaba con los caseros, entraba a hacer compras en las tiendas de Barriola, Olave, Resines, Marín, acudió en cierta ocasión a acompañar al Santo Viático que se administró a un moribundo que vivía en una casa en Ayete y que había trabajado en el Palacio, iba como una feligresa más a la función religiosa que una archicofradía celebraba en la parroquia de San Vicente, ayudaba con sus limosnas a la Beneficencia municipal y a otras entidades de caridad, apoyaba las iniciativas municipales de un San Sebastián que estaba dando el gran salto del desarrollo urbanístico.
El primer año que veraneó aquí mostró su interés por presenciar un partido de pelota, el deporte vasco por excelencia, y acudió al frontón Jai Alai, recientemente inaugurado, el 26 de agosto de 1887, y con ella fueron sus tres hijos. A las 5 de la tarde llegaron las reales personas que fueron saludadas por el presidente del Gobierno, don Práxedes Mateo de Sagasta, el ministro de Gracia y Justicia señor Alonso Martínez y el alcalde de la ciudad, señor Gil Larrauri. El frontón estaba engalanado con colgaduras de seda roja y el palco que ocupaba la Reina con terciopelos. Muchísima gente llenaba el frontón, pues a los habituales asistentes se agregaron los curiosos, además del séquito real y las autoridades. Los palcos estaban llenos de señoras y según el cronista del periódico "La Voz de Guipúzcoa" "parecían de lejos inmensos escaparates de modista y de cerca el séptimo cielo del profeta: tantas eran las muchachas bonitas que poblaban la esbelta curva. Casi todas vestían de blanco y alguna de rosa".
Los jugadores, formados de dos en dos, se presentaron en la cancha escoltados por los jueces y seguidos de los servidores. Los pelotaris, que llevaban alpargatas con sendos lazos y rosetas, eran Indalencio Sarasqueta "Chiquito de Eibar", Juanito Eceiza "Mardura", Vicente Elícegui y Pedro Yarza "Manco de Villabona". Al llegar frente al palco real saludaron, ocupando luego sus respectivos puestos. Elícegui echó el duro a cara y cruz, correspondiéndole el saque a “Chiquito de Eibar". El partido fue muy competido ganando los colorados, “Chiquito de Eibar" y "Mardura" por 45-44. El mejor de todos fue "Chiquito" que hizo algunas jugadas de maestro.
A la Reina le gustó mucho el partido y así lo expresó primero al alcalde que estaba junto a ella en el palco explicándole las jugadas, y luego a los propios pelotaris que fueron a saludarla al terminar el encuentro. Doña María Cristina estuvo unos momentos charlando con ellos, interesándose por lo que percibían por partido y al final les regaló a cada uno una botonadura de oro y brillantes.
Le entretenían los juegos populares desde que durante su primer veraneo asistió el 29 de agosto en la plaza de la Constitución a una demostración organizada en su honor en la que distinguidos jóvenes de la ciudad ejecutaron el clásico "eskudantza", siendo el "aurresku" o primera mano el señor Urtubi y el "atzesku" el señor Tellería. Disfrutaba paseando por el campo y aprovechaba sus días donostiarras para gozar de la naturaleza. José María Salaverría escribió que "de los países centroeuropeos conserva el gusto por esos paisajes boscosos y profundos, aptos para el "lieder", empapados de sol y de silencio y de húmeda sombra de árboles. Los labradores, los boyerizos, los mozos que meriendan en las sidrerías lejanas, están habituados a ver cruzar el automóvil discreto donde la Reina hace un gesto habitual, curioso y amable, con su binóculo que todo lo observa".
Era sensible a su prójimo y a sus necesidades. El primer año de su veraneo, al terminar éste, dio 12.250 pesetas para entregar a los pobres, a la Casa de Misericordia, la Conferencia de San Vicente de Paul, las religiosas de Uva, al Refugio, Oblatas, Siervas de María y Hermanitas de los Pobres. Y este gesto se repitió año tras año.
Una mezcla de cariño y respeto era el sentimiento de los donostiarras hacia Doña María Cristina, la mejor embajadora que tuvo San Sebastián en Madrid para cualquier asunto que tuviera planteado la ciudad ante el Gobierno, lo mismo fuera el teléfono, cuya concesión a perpetuidad ella consiguió, que la compra de Urgull. Fue nombrada alcaldesa honoraria de la ciudad y en 1926, al crearse por el Ayuntamiento la Medalla Honorífica de San Sebastián ella fue la primera persona a la que se otorgó. El alcalde don José Elósegui dijo que aquello era un tributo obligado de gratitud y reconocimiento del pueblo donostiarra para con la Augusta Señora. "Su Majestad es una donostiarra de corazón -siguió diciendo el alcalde- y nunca ha desaprovechado ocasión de demostrar su cariño hacia esta ciudad a la que normalmente viene acudiendo todos los veranos desde 1887, fecha que marca en la historia de San Sebastián una nueva orientación que habrá de ser el signo y la causa de su prosperidad y crecimiento. Por todas estas razones, el Ayuntamiento que representa al pueblo donostiarra acordó, no hace aún mucho tiempo, nombrar alcaldesa honoraria a Su Majestad y colocar un busto de la Augusta Señora en el despacho de la alcaldía, que es el lugar donde se concentra principalmente la actividad municipal; y ahora va acordar concederla la primera Medalla de la Ciudad al grito de "¡Viva la Reina!" que será la expresión más viva y sincera de los sentimientos de todo el pueblo".
Todos los concejales puestos en pie gritaron unánimemente "¡Viva la Reina!" y por aclamación acordaron conceder a S.M. la Reina doña María Cristina de Habsburgo Lorena la Medalla de la Ciudad. Era el 11 de agosto de 1926. Al día siguiente tuvo lugar la entrega de la Medalla. El Ayuntamiento en Corporación, el alcalde con los treinta y seis concejales y el secretario, precedidos de maceros, llegaron al palacio de Miramar a las 12 del mediodía, siendo recibidos por la Reina en el gran salón.
El alcalde don José Elósegui pronunció unas palabras. Dijo que los pueblos deben mostrar su agradecimiento a sus benefactores, citando como un momento de vital interés para San Sebastián el verano de 1887, en que los médicos de la Cámara regia aconsejaron a la Reina Regente el clima de nuestra ciudad como muy conveniente para la salud de su hijo, el futuro monarca Alfonso XIII. Desde aquella fecha hasta hoy, agregó, la augusta protectora de San Sebastián ha hecho objeto de sus predilecciones a nuestra ciudad. Pensando así, surgió la idea de crear la Medalla de Oro de la ciudad y entregar antes que a nadie la primera de las medallas a Doña María Cristina, a la reina a cuya historia va unida en gran parte la ciudad de San Sebastián.
Acto seguido el alcalde, en unión de las concejalas señoritas Carmen Resines y Josefina Oloriz, impuso a la Reina la Medalla de la Ciudad. La Reina dijo que agradecía de corazón la deferencia que con ella tenía el Ayuntamiento de San Sebastián y cuantas pruebas de reconocimiento le daba a diario la ciudad. Todos los concejales besaron la mano de la Reina, con lo que terminó el acto.
El 6 de febrero de 1929 moría repentinamente Doña María Cristina, causando la noticia pesadumbre y tristeza en San Sebastián. Inmediatamente se reunió el Ayuntamiento acordando acudir en corporación al entierro, suspender por ocho días todos los festejos organizados y subvencionados por el municipio, crear becas anuales en su memoria para los alumnos de las escuelas municipales, encargar a un pintor de categoría un retrato suyo para la Casa Consistorial... Se solicitó de Palacio que el cadáver de la alcaldesa honoraria de San Sebastián fuese inhumado en la parroquia de Santa María, en la que se construiría una cripta y un mausoleo y acordó por último abrir una suscripción popular que el Ayuntamiento encabezó con 100.000 pesetas para erigir un monumento a su memoria.
Al día siguiente se formó en la Casa Consistorial una mesa de duelo, constituida por el alcalde don José Antonio Beguiristain, siete ex-alcaldes, los gobernadores civil y militar, el comandante de Marina y los concejales, ante la que desfiló la gente desde las doce del mediodía hasta la una y media. Se contabilizaron 2.800 personas, a cuarenta y una por minuto. Las varias mesas instaladas en los soportales del Ayuntamiento se llenaron de firmas.
Aquel día se formó en el Antiguo una manifestación que partiendo de la plaza de Alfonso XIII marchó hasta el Ayuntamiento. La encabezaba el párroco del Antiguo don José Lapeira y tras él iba el clero, la directiva y socios de la Donosti Zarra y del Avión Club y todo el barrio. La batería de artillería del Castillo disparaba cada media hora. El alcalde y veintitrés concejales representaron al pueblo donostiarra en el sepelio celebrado en Madrid. El lunes 18, se celebraron los funerales en Santa María. "No hemos conocido una manifestación de duelo a la que se haya unido con más espontaneidad el alma popular", escribía el periódico republicano “la Voz de Guipúzcoa".
Cerró todo el comercio y cientos de personas tuvieron que seguir desde la calle el oficio fúnebre. El obispo de la diócesis, don Mateo Múgica, fue el celebrante y la oración fúnebre la pronunció el canónigo, hijo de Lezo, don Antonio Pildain. Era el adiós de un pueblo a su soberana querida.
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