Don Fermín Lasala y Collado, duque de Mandas, fue un gran benefactor de San Sebastián y de Guipúzcoa. El mejor embajador que tuvo nuestra capital y provincia en Madrid fue este ilustre donostiarra y durante muchos años no había autoridad o comisión que acudiese a la Corte a gestionar asuntos que no contase con las ayudas eficientes del iustre prócer.
Nacido en San Sebastián en febrero de 1832, en la calle del Puyuelo nº. 30, fue don Fermín Lasala una relevante personalidad en la política española del siglo XIX y comienzos del XX. Cuando a los 22 años terminó su carrera de Derecho, se inició en la política, siendo elegido diputado a Cortes por primera vez en 1857 y desde entonces ocupó un escaño en las sucesivas legislaturas. En 1871 fue senador electivo y tras la Restauración canonista, senador vitalicio, Cánovas el Castillo le nombró ministro de Fomento, siendo más tarde embajador de España en París y Londres. Fue vicepresidente del Senado, gentilhombre de cámara, académico de la de Ciencias Morales y Políticas, presidente del Consejo de Estado..... Nunca olvidó su condición de donostiarra cuyo Ayuntamiento había regido su padre cuando el duque era niño. Aquí venía siempre que sus obligaciones se lo permitían, siendo su casa, "Cristina Enea", centro de reunión de políticos y aristócratas. No dejaba de bañarse en la Concha hasta edad avanzada y, gran nadador, en una ocasión hizo la travesía a nado desde San Sebastián a Pasajes.
De él se pudo decir, como de su padre, que "fue un buen patricio que amó con entusiasmo al pueblo de su naturaleza, hizo mucho bien y mereció el aprecio y las simpatías de la población".
Fue el gran valedor de nuestra ciudad ante los poderes públicos. Su gestión en el derribo de las murallas fue en extremo eficaz y así lo expresó nuestro Ayuntamiento públicamente. En efecto, en el libro de actas del municipio el secretario de la Corporación don Lorenzo Alzate da fe de la reunión celebrada por nuestros ediles el 4 de Agosto de 1863, y en ella se expresa "el público reconocimiento por su intervención en el acuerdo que hacía posible el derribo de las murallas", además de a otras personalidades como el marqués de la Haban, el duque de Tetuán , don Claudio Antón de Luzuriaga, don Joaquín Barroeta Aldamar y don Pascual Madoz, "a los hijos de este pueblo, los excelentísimos señores don José Manuel Collado, don Javier de Barcaiztegui y don Fermín Lasala que han formado en Madrid la comisión que activa e incesantemente han trabajado siendo secretario de ella el señor Lasala".
Al morir en diciembre de 1917 don Fermín Lasala, se supo que en su testamento legaba al pueblo donostiarra, entre otras cosas, la fastuosa finca "Cristina Enea". Mientras viviese su hermana política, doña Inés Brunetti, ésta sería la usufructuaria de la finca, sucediéndola a su desaparición su sobrina la marquesa de Riscal y de la Laguna, y al fallecimiento de ésta, pasaba al Ayuntamiento en determinadas condiciones.
La finca tenía una extensión de 78.979 metros cuadrados, ocho hectáreas en cifras más comprensibles, una finca al borde de la ciudad que en esta época de especulación y de contratistas dijérase que es como un legado del medievo, de cuando los señores feudales tenían unos derechos que iban desde acuñar moneda a levantar mesnadas para luchar contra el infiel. Pero esto es una pura ensoñación. La realidad es que ahí está la finca, con sus laureles y sus álamos y su aspecto salvaje superior a toda ordenación administrativa. Cuando uno ha visto tantas películas sobre las guerras antiguas con bosques como escenario, cuando los héroes de Walter Scott son a través de tanta literatura casi familiares, el hallarse con esta parcela recoleta y sombría le lleva a épocas que quedan aprisionadas en la leyenda. Si es verdad que existió la cetrería, que la caza con los halcones era el entretenimiento de aquella nobleza de hace siglos, si el azor de Baviera tenía señoría en aquellas artes de caza que ya quedan como una lejana leyenda, si todo esto pertenece a un ayer remoto ¿no puede uno pensar, envuelto en ese túnel del tiempo, que "Cristina Enea" sería hoy, en un retornelo imaginario, el escenario ideal para estas escenas que quedan en las páginas de las viejas historias y en algunos cuadros olvidados en los museos, como fríos testimonios de un pasado histórico?
El espíritu del legado del Duque de Mandas puede interpretarse de diversas maneras, pero lo más seguro que el legatario quería era que aquella finca conservara a través de los años ese aire campesino junto a una ciudad llamada por el progreso del tiempo a masificarse y a transformar mediante la piedra primero y el cemento después un sistema de vida. Ahí queda esos, pensaría el Duque de Mandas, en la frontera misma de la ciudad y ahí queda para que las generaciones venideras puedan de tarde en tarde adentrarse en la naturaleza y gozar de ella y que quienes tengan una cierta cultura no necesiten imaginarse a Virgilio como pura creación literaria sino que puedan comprobar en un mundo industrial, masificado y homogéneo, hay parcelas para pensar y para soñar. Donde todavía, como el monje Virila de la leyenda medieval, se puede escuchar el canto de un pájaro sin ninguna prisa, sin ser esclavo de las agujas del reloj.
Entre las condiciones que puso en su testamento respecto a Cristina Enea, citaré que no cambiase de nombre la finca, que el parque sirviera exclusivamente para paseo público, prohibía toda clase de juegos en su recinto, citando por vía de ejemplo la pelota, el foot-ball, las quillas, la barra, la inmunda ruleta, los caballitos o el clásico tresillo. Prohibía los bailes y permitía que tres veces al año, en primavera, en verano y en otoño, tocase la banda municipal y militar y cantase el Orfeón, teniendo que terminar antes del anochecer. No debía estar abierto el parque después del anochecer y prohibía toda clase de almuerzos, comidas y meriendas y "los puestos fijos o ambulantes de cosa alguna, ni siquiera de agua fresca". También prohibía que se talaran árboles o se rectificara el trazado del parque.
Del amor que sentía por su tierra es clara prueba lo que decía en su testamento: "Instituyo mi único y universal heredero a la provincia de Guipúzcoa, representada por la Diputación Provincial y Foral. Soy el único superviviente de todos los que fueron diputados generales en ejercicio en las tres provincias vascongadas mientras estuvo en su plenitud el régimen foral que tanto amamos todos, y quiero dar a mi tierra natal, este fehaciente testimonio de que ni injusticias ni injurias, por una parte, ni por otra al haberme consagrado durante el último periodo de mi vida al servicio de toda mi patria, cuyos más elevados puestos ha tenido, han alejado, disminuido ni entibiado mi cariño filial por Vasconia".
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