Agonizaba comido por la fiebre y el agotamiento aquel día del Corpus de 1640 en la ciudad de La Coruña. Era don Antonio de Oquendo y Zandategui. En el momento en que salía de la iglesia la solemne procesión, la Real Armada y la escuadra de Flandes comenzaron a disparar salvas en honor del Señor Sacramentado. El marino, en su inconsciencia producida por la calentura, creyó que era el enemigo que atacaba a sus barcos e incorporándose en la cama, exclamó: "Enemigos, enemigos; déjenme ir a la "Capitana" para defender la Armada y morir en ella". Poco después expiraba aquel genio de la guerra en el mar.
Había nacido en la casa solariega de sus mayores, en la falda de Ulía, frente al mar y fue obediente a la llamada de éste, igual que su abuelo don Antonio y su padre don Miguel que sirvieron en los navíos del Rey, tomando parte este último en la gloriosa acción de las Terceras a las órdenes de don Alvaro de Bazán con el viejo tercio de don Lope de Figueroa y don Francisco de Bobadilla en el verano de 1582.
Con estos antecedentes familiares, el joven Oquendo eligió los rumbos del mar embarcando a los 16 años en Nápoles en las galeras del almirante don Pedro de Toledo, llevando la espada que su padre había portado siempre. Allí comenzó una gloriosa carrera, llena de triunfos y riesgos, que le hizo ganarse la admiración de sus contemporáneos y el más alto aprecio de Su Majestad quien le nombró caballero de Santiago, invitándole Felipe III a la doble boda del príncipe Felipe con Isabel de Borbón, hija de Enrique IV de Francia, y la de Luis XIII con doña Ana de Austria, hija del monarca español.
Hay dos momentos superiores en la vida de don Antonio de Oquendo: la acción de Pernambuco y la de las Dunas. La primera tuvo lugar en 1631 y nuestro almirante salió de Lisboa hacia el Brasil al frente de una escuadra de diecisiete navíos con los que tuvo que enfrentarse a los treinta y tres que comandaba el holandés Adrián Hanspater. La acción fue sangrienta y duró desde las ocho de la mañana hasta las cuatro de la tarde, "sin que en todo este tiempo faltase del alcázar el intrépido Oquendo con espada en la mano y sin más escudo ni broquel que un vestido de raja simple". La victoria sonrió a los españoles y el holandés murió en la batalla.
La acción de las Dunas tuvo lugar también contra los holandeses ocho años después y en ella rayó a gran altura no ya sólo el valor sino la pericia y los conocimientos de estrategia marina de nuestro paisano. En el momento crucial del combate, Oquendo arengó a los hombres de su nave: "Quien no ve la hermosura que tiene el perder la vida por no perder la honra, no tiene honra ni vida. Si Dios fuese servido que en esta ocasión la perdamos, moriremos en defensa de la religión católica contra tan implacables enemigos de ella, por el crédito de nuestro príncipe y por la reputación de nuestra nación. Espero que habremos de salir bien de este empeño, y así no os espante el número, que cuantos más fueren tendremos más testigos de nuestra gloria. ¡Santiago y a ellos!"
Fue su última victoria. Unas semanas después entregaba su alma a Dios.
San Sebastián tenía olvidado a uno de sus hijos más ilustres, al almirante don Antonio de Oquendo, y un grupo de veinticuatro vecinos, entre los que se encontraban Javier Barcaiztegui, Joaquín Mendizabal, José Rezusta, José de Mutiozabal, Pío Baroja (abuelo del novelista), José María Arrillaga, José Antonio de Ziuza, Ricardo Bouquet y José Rodrigo, que componían una especie de comisión popular, presentaron un escrito al Ayuntamiento con fecha 24 de junio de 1856, pidiendo que se encargara a un artista la confección de algunos cuadros que recogieran diversos momentos de la gloriosa vida del ilustre donostiarra. Fue Antonio Brugada, excelente marinista, el encargado por el Ayuntamiento de pintar dos cuadros que recogen dos momentos del combate naval que sostuvo nuestro paisano con el holandés Adrián Hanspater, cuadros que se hallan en la actualidad en la escalera principal de la Biblioteca Municipal.
Años después, en 1873, el historiador don Nicolás de Soraluce lanzó la idea de levantar una estatua a Oquendo en el paseo de la Zurriola. La idea quedó arrinconada y diez años después un concejal, don Victoriano Iraola, la resucitó sugiriendo que se abriese una suscripción popular para sufragar los gastos que originase el monumento, acudiendo inmediatamente la Diputación con 5.000 pesetas, concediendo el Gobierno cinco toneladas de bronce procedentes de cañones fundidos.
La idea estaba en marcha y el 5 de septiembre de 1887 tuvo lugar la colocación de la primera piedra del monumento. El sitio donde se levantaría se había elegido en lo que se llamaba la Zurriola porque desde allí, ya que no había casas en la orilla derecha del Urumea, se veía el caserío Manteo-tolare, donde había nacido el Almirante, propiedad de la marquesa de San Millán y Villa Alegre, descendiente de Oquendo.
A las 5 de la tarde llegó la comitiva precedida del clero con cruz alzada, formada por el Ayuntamiento cuyo pendón llevaba el señor Altube, la Diputación, oficiales de la Armada, cuerpo consular, magistrados, etc. Momentos después llegó la Reina Regente doña María Cristina, el presidente del Gobierno don Práxedes Mateo de Sagasta y los ministros de Gracia y Justicia, don Manuel Alonso Martínez, y de Marina, señor Rodríguez Arias.
Frente al jardincillo donde se iba a levantar el monumento había dos palos de buque en cuyas cofas estaban dos niños vestidos de blanco y con boina encarnada que tremolaban la bandera nacional. Se había levantado un trono donde tomó asiento la Reina, teniendo a su izquierda al ama que llevaba al Rey en brazos. Alfonso XIII no había cumplido todavía año y medio. A la derecha de la Reina estaban la princesa de Asturias, María de las Mercedes, y la infanta María Teresa. Los ministros y palatinos se colocaron a ambos lados del trono. Para aquel acto se había levantado un altar, adornado con flores. A un lado había una cruz negra de cuyos brazos pendían festones de laurel y en el otro lado un pendón igual al que Oquendo tremolaba en los combates navales y que por Semana Santa se izaba en la Casa Consistorial. Junto al altar había un dosel para el obispo y en el centro una mesa sobre la que estaba el acta de la ceremonia y el estuche que contenía la pluma de oro con la que había de firmar la Reina. Junto a la mesa, una grúa pintada de color de plata sostenía la piedra que tenía un orificio destinado a encerrar la caja donde se puso el acta, algunas monedas y un número de cada uno de los periódicos de San Sebastián de aquella fecha y unos versos en vascuence. Sobre dos columnillas estaba la artesa que contenía la argamasa y un estuche con una paleta de plata.
Tras las preces pronunciadas por el obispo de Vitoria, la Reina bajó del trono seguida de sus hijos y cogió la paleta de plata que puso en manos del Rey-niño y luego echó la primera paletada de argamasa. La paleta llevaba esta inscripción: "5 de septiembre de 1887. S.M. la Reina Regente utilizó esta paleta en el acto de colocar la primera piedra del monumento erigido al almirante don Antonio de Oquendo".
El notario señor Orendain leyó el acta que firmó en primer lugar la Reina, después la princesa de Asturias María de las Mercedes y luego, ayudada por su madre, la infanta María Teresa y a continuación los ministros y otras autoridades. La reina después cogió los cordones y soltándolos bajó la piedra al agujero previamente practicado. Pronunciaron unas palabras el alcalde don Gil Larrauri y el ministro de Marina Sr. Rodríguez Arias.
Detalle curioso: durante los discursos, el Rey-niño mostró deseos de tomar teta de su ama y ésta, sentada en una silla en la tribuna, dio el alimento al niño que sólo tenía quince meses de edad.
Siete años transcurrieron desde la colocación de la primera piedra del monumento a Oquendo hasta su inauguración. El escultor vergarés don Marcial Aguirre presentaba obras y presupuestos y la máquina burocrática marchaba lenta en su aprobación. Se abrió una nueva suscripción popular que aportó poco dinero, 4.108 pesetas y dos cuadros que ofrecieron don Antonio Pirala y don Miguel Altube para ser subastados. El informe de la Real Academia de Bellas Artes fue favorable al proyecto y se llegó a la recta final.
El escultor acompañado del concejal don Javier Luzuriaga marcharon a Barcelona, pues allí, en los talleres Masriera se iba a fundir la estatua. Cuando se iba a volcar la colada en el molde, se rompió éste, lo que hizo retrasar la obra. Pero el Ayuntamiento estaba decidido a inaugurar el monumento aquel verano de 1894 y se optó por colocar momentáneamente el modelo original en yeso pintado con una capa impermeabilizadora. La estatua definitiva se colocó el 18 de marzo de 1895, sin ceremonia de ninguna clase.
Pero vayamos a la inauguración oficial, que tuvo lugar el miércoles 12 de septiembre de 1894. Sobre una escalinata poligonal de piedra caliza azul, de Motrico, se alza el pedestal compuesto de piedra roja de Mañaria, de forma poligonal con cuatro pilastras angulares adornadas en sus frentes con los escudos en bronce de España, Guipúzcoa, San Sebastián y casa solariega de Oquendo y en las cuatro caras del zócalo hay bajo relieves en bronce que representan trofeos navales. Sobre el zócalo descansa el tronco del pedestal, y en dos nichos van dos figuras que representan a la Guerra y a la Marina y en dos plazas de mármol pueden leerse dos inscripciones, una en castellano y otra en vascuence, que dicen: "Al gran almirante don Antonio de Oquendo, cristiano ejemplar a quien el voto de sus enemigos declaró invencible. Dedica este tributo de amor la ciudad de San Sebastián, orgullosa de tan preclaro hijo. La Marmora. Pernambuco. Las Dunas. Don Miguel de Oquendo. Don Lope de Hocet. Don Martín de Valdecilla. San Sebastián 1577. La Coruña 1640".
La inauguración la presidió la Reina Regente Doña María Cristina acompañada del Rey-niño y sus dos hermanas. La reina vestía traje gris bordado con plata, las infantas color rosa y el rey iba de marinero. Tras el discurso pronunciado por el alcalde don Joaquín Lizasoain, éste entregó a la Reina el pergamino donde estaba el texto de aquél y puso en sus manos el cordón unido a la bandera que cubría la estatua. Tiró doña María Cristina, pero el cordón se rompió y la bandera, por efecto del viento, no caía. Tuvo que subir un hombre sobre el pedestal para retirarla.
En aquel momento, tres de la tarde, el crucero "Conde de Venadito", surto en la bahía, disparó los veintiún cañonazos y la banda de música interpretó la Ma Real. A continuación desfilaro: las tropas: fuerzas de desembarco de los cruceros "Alfonso XII", "Reina Regente" y "Conde de Venadito", de los regimientos de Sicilia, artillería de la plaza y regimiento de Valencia.
Por la noche se iluminó la estatua con luces de gas encerradas en bombonas de colores que formaban una guirnalda ofreciendo el conjunto un golpe de vista encantador.
Además de inaugurar el monumento al almirante Oquendo, la ciudad quiso rodear de calor popular la figura del marino donostiarra y organizó el sábado 15 de septiembre de 1894 una retreta que constituyó un auténtico acontecimiento al que se sumaron entidades públicas, sociedades aristocráticas y recreativas y las fuerzas militares y navales.
Salió la retreta a las ocho y media de la noche del campo de maniobras del Antiguo a fin de que desde los jardines del Palacio de Miramar pudiera ser contemplada por la familia real y su itinerario fue: La Concha, Zubieta, San Marcial, Loyola, Avenida de la Libertad, Oquendo, Pozo, Narrica, Iñigo y plaza de la Constitución, donde se disolvió. Las bandas de cornetas y tambores tocaban al unísono la retreta y piezas adecuadas a la fiesta.
El orden del desfile fue el siguiente: cinco soldados a caballo con farolas; escuadra de gastadores; banda de cornetas y música del batallón infantil; batallón infantil con farolitos de cristal; carroza de batallón infantil con trece celadores y un cabo con tulipas; carroza del Ayuntamiento; banda de música municipal; fuerzas de desembarco de la escuadra con su piquete de gastadores; carroza de artillería tirada por cuatro caballos; escuadra de gastadores, banda de cornetas y tambores y música de los regimientos de Sicilia y Valencia; carroza del ejército; carroza del Gran Casino; carroza del Círculo Vasco Navarro y treinta bomberos con hachas de viento. En ambos flancos de la retreta iban veinte marineros de la escuadra encendiendo bengalas en todo el trayecto.
Las carrozas que más gustaron fueron las del Gran Casino y la de Artillería. La primera constaba de una base de cuatro metros cuadrados sobre la que se asentaba la carroza propiamente dicha. Todas sus líneas iban trazadas con luces encerradas en bombas de cristal de diferentes colores. De cada ángulo superior pendía un racimo de globos de cristal iluminado. El número de bombas y por lo tanto de luces era de seiscientos. Además, la carroza iba iluminada interiormente, destacándose en el panel de frente la figura de Oquendo, en el posterior, el Gran Casino y en los laterales los escudos de Guipúzcoa y San Sebastián. La carroza la habían realizado los señores Macazaga, Gordón y Mendizabal.
La carroza de Artillería se componía de un avantrén y un retrotrén o cureña unidos. En el avantrén, sobre un medio sol de baquetas que llevaban en el centro una bengala, se destacaba otro sol completo en cuyo centro campeaban las armas españolas. El vehículo iba revestido de bayonetas y llevaba detrás dos banderas, una blanca y otra morada, la de Artillería. En la curaña, entre guirnaldas que sostenían varias bombas de cristal de colores, se alzaban dos conos de baquetas y bayonetas unidas por su base, y sobre la punta una granada simulada con su flama. En los ángulos, las banderas de las cuatro órdenes militares. Iba tirada la carroza por cuatro caballos y la había construido el señor Ruiz Feduchy.
Miles de personas, en una noche bonancible, presenciaron y aplaudieron la retreta con la que el pueblo donostiarra quería unirse al acontecimiento de la inauguración del monumento a Oquendo.
Fue un año después cuando se sustituyó la estatua provisional por la definitiva, sin que el hecho fuera rodeado de ceremonia de ninguna clase.
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