El mar es siempre igual y es a la vez diferente. Cambian las tonalidades de sus aguas, cambia el ritmo de las olas y cambia esa sinfonía constante del choque del mar contra el acantilado, y uno piensa, al ver la espuma que se forma, que entre aquellas rocas puede surgir de un momento a otro Polifemo persiguiendo a Ulises. Nada tiene de particular que visitando los puertos de nuestro litoral nos encontremos, lo mismo en días de bonanza que en jornadas de temporal, a viejos mariñeles acodados en algún pretil del malecón, con la vista perdida en lejanías y el espíritu inmerso en ensoñaciones náuticas. Se pasan horas y horas contemplando el horizonte, intentando averiguar la bandera de algún barco de alto porte o de algún viejo velero mecido en el agua cual si los vientos, el austro, el boreal, el aquilón, compusieran un rigodón que lo mismo suena en el Egeo que en los mares de más allá del Finisterre, y que en su puesto de mando acaso se halle algún nuevo capitán Nemo.
Aquí, en San Sebastián, tenemos un magnífico observatorio para contemplar el mar y un inigualable paseo. Los días de la canícula, cuando el calor aprieta, la brisa llega al Paseo Nuevo y es como una caricia que saluda a quienes lo eligen para un rato de esparcimiento. Desde el paseo se ve a los barcos que vuelven de la anchoa o del bonito y a las minúsculas barcas que han salido al chipirón. Cuando las mareas son vivas, el espectáculo es diferente y el bravo mar dijérase que quiere deshacer la obra del hombre rompiendo las defensas y saltando sobre el paseo con machacona insistencia. ¡Qué diferente todo de los días de calma, cuando podría uno pensar que es el sol de Nietzsche el que hace al derramar sus últimos rayos sobre el día que todos los bateleros boguen con remos de oro, a los días de temporal en que se puede contemplar cómo luchan contra las olas los hombres que en un barco intentan ganar el puerto de refugio! Y es nuestro Paseo Nuevo el mejor observatorio para contemplar, al ir muriendo el día, al rayo verde en el lejano horizonte que desaparece envuelto en poéticas ensoñaciones.
Para llegar a la inauguración del Paseo Nuevo hubo que llevar a cabo numerosas gestiones y vencer trabas administrativas diversas. El municipio donostiarra quería adquirir el monte Urgull, que era propiedad del Ramo de Guerra, pero la Administración era contraria a esa venta y tendrían que transcurrir muchos años hasta que cambiara de criterio y pasara a ser propiedad de la ciudad. Pero hasta que llegara ese día se quiso construir un paseo que bordeara el monte, junto al mar. A finales del pasado siglo era ministro de Fomento el donostiarra don Fermín Lasala y él fue quien gestionó cerca del Ramo de Guerra la posibilidad de complacer los deseos de nuestro municipio. Con fecha 10 de abril de 1880 el ministro de la Guerra, don José Ignacio Echeverría, firmaba una real orden que decía:
"Con esta fecha digo al capitán general de las Vascongadas lo siguiente: "En vista de una instancia que elevó a este Ministerio el Ayuntamiento de San Sebastián por conducto del gobernador civil de la provincia, con fecha 15 de septiembre último en solicitud de que se le haga cesión del monte Urgull y castillo de la Mota para hacer paseos y convertirlo en sitio de recreo, su majestad el Rey (q.D.g.), oído el parecer del general jefe del Ejército del Norte y de acuerdo con lo informado por el director general de Ingenieros y Junta Superior Consultiva de Guerra, ha tenido a bien disponer se manifieste al citado Ayuntamiento, que no es posible acceder a su petición por ser el castillo de la Mota necesario para la defensa; siendo la voluntad de su majestad se le autorice para construir un paseo en la parte inferior del monte Urgull previa la aprobación del correspondiente plano y salvas las servidumbres militares".
Aquella real orden se olvidó en parte, tal vez obsesionado el Ayuntamiento por el ensanche que proyectó el marqués de Salamanca, o tal vez por acariciar la idea de convertir el monte en un parque a la inglesa.
Es mucho después, en julio de 1912, cuando se dicta una ley disponiendo la enajenación en pública subasta de las propiedades afectas al Ramo de Guerra sitas al pie del monte y en la calle 31 de agosto. Al quedar desierta la subasta, se consiguió el 18 de diciembre de 1914 se dictase una real orden en la que se decía en su artículo 4° que "su majestad el Rey ha tenido a bien autorizar al Ayuntamiento de la ciudad de San Sebastián para la ejecución por su cuenta de un paseo de uso público de 15 metros de anchura con vistas constantes al mar por sus lados norte y oeste conforme a planos, proyectos y presupuestos que han de ser previamente aprobados por el Ministerio de Fomento" y que "la propiedad de la zona de terreno ocupada por el paseo seguirá siendo del Ramo de Guerra" mientras el monte pertenezca a ese Ramo.
Para alcanzar esta solución fueron sus mejores valedores el Rey don Alfonso XIII, la Reina Madre Doña María Cristina y el entonces ministro de la Guerra, el donostiarra don Ramón Echague, conde de Serrallo.
Conocido el texto de la real orden, la Junta del Progreso de San Sebastián, que había fundado en 1910 el entonces alcalde don Marino Tabuyo para la administración e inversión de los recursos con destino a obras de beneficencia, mejora y embellecimiento de la ciudad y cuyos fondos procedían casi en su totalidad de los impuestos que a la ciudad pagaba el Gran Casino, acordó declarar preferente la construcción del paseo, con lo que se conseguía dotar a San Sebastián de una mejora notable y poner freno a las codicias que podían despertar las cantidades, bastante elevadas, que manejaba la Junta. Así se logró que ésta pagara las 460.000 pesetas que costó el primer tramo del paseo, desde el rompeolas a la primera rotonda.
Hubo varios proyectos sobre este paseo, el primero de los cuales data de 1881 siendo su autor don Tirso Jarauta. Se trataba de un paseo de 1.133 metros de largo por 12 de ancho, que arrancaba del Rompeolas y terminaba en Cai Arriba, siendo su coste de 175.533 pesetas. Hubo después otro proyecto, del arquitecto don José Goicoa, pero ambos quedaron en el olvido ante las dificultades administrativas que se presentaban. Hasta que en 1914 se comenzaron a hacer gestiones en Madrid nombrándose una comisión de la que formaban parte el alcalde don Marino Tabuyo y los concejales don Adrián Navas y don Carlos Uhagón y el diputado a Cortes señor Lizasoain. El peso de las gestiones lo llevaron en Madrid don Carlos Uhagón, don Horacio Azqueta y don Alfredo Camio que, según la nota que publicaron cuando se inauguró el primer tramo del paseo, recibieron valiosísimas ayudas del rey, de su augusta madre, "que siempre presta su protección a todo lo que es beneficio a esta ciudad", del diputado del distrito marqués de Rocaverde, de los señores Renfijo, Romero y Calbetón y del ministro de Guerra don Ramón Echague, ilustre donostiarra.
Vencidas todas las trabas administrativas, empezaron las obras, que fueron costosísimas. La primera parte del paseo, que comenzaba en el Rompeolas, tenía una extensión de 455 metros. A su terminación había una rotonda que tenía 30 metros en su parte más ancha y 72 de larga. El proyecto del nuevo paseo fue del señor Azqueta siendo el contratista don Lorenzo Arteaga, uno de aquellos hombres a los que tanto debe el nuevo San Sebastián, habiendo dirigido las obras el ingeniero militar don Luis Balanzat. El ancho del paseo era de 15 metros, destinándose 10 al tránsito rodado, 4 al andén junto al mar y uno al andén interior. El pavimento era de adoquín labrado en la parte de rodadura y, después, de makadán. El andén exterior era de hormigón y el interior de grava menuda. Este primer tramo costó 260.000 pesetas.
Se trabajó a buen ritmo y así a las cinco de la tarde del lunes 10 de julio de 1916, tuvo lugar la inauguración de este primer tramo, asistiendo las autoridades que recibieron a la Reina Madre Doña María Cristina en el Rompeolas. El alcalde, don Eustaquio Inciarte, le rogó cortara la cinta con los colores nacionales que cerraba el paseo y la Reina tras hacerlo, montó en su coche, recorriendo todo el paseo hasta la rotonda, seguida en otros coches por las autoridades. Allí se apearon y tras contemplar las vistas que se divisaban, regresaron a pie hasta el Rompeolas, quedando así inaugurado el primer tramo del paseo.
Doce meses después de haberse inaugurado el primer tramo se habían terminado las obras del segundo que comprendía desde la primera rotonda hasta la segunda, situada en la entrada a la bahía. Tenía este trozo una extensión de 400 metros y una anchura de 15. En esta parte hubo necesidad de construir recios muros de contención para evitar los corrimientos de tierras del monte, y el conjunto de la obra honraba a los técnicos que la habían llevado a cabo, que eran los mismos que hicieron el primer tramo más el arquitecto don Juan Alday. Este tramo costó 346.582 pesetas y pese a tener 55 metros menos de extensión que el anterior su precio era superior en 86.582 pesetas.
La inauguración tuvo lugar a las 6 de la tarde del miércoles 25 de julio de 1917. Una ancha cinta de seda de los colores nacionales cruzaba el paseo, sujeta por dos mástiles enguirnaldados que sostenían en lo alto un lienzo en rojo y gualda en el que se leía "Vivan los Reyes". En un largo muro de contención que iniciaba el segundo trozo, el jardinero municipal señor Menéndez había escrito con flores y hojas un rótulo que decía: “Viva la Reina María Cristina, protectora de San Sebastián". El nuevo trozo que se inauguraba estaba adornado con mástiles que sostenían gallardetes, y al final, en la gran rotonda, se había improvisado un rústico cenador para servir un lunch.
A la hora indicada llegaron en varios coches los reyes don Alfonso XIII y doña Victoria Eugenia, la Reina Madre Doña María Cristina, el príncipe Pío de Saboya y su séquito. Mientras la banda de música interpretaba la Marcha Real, el alcalde don Gabriel María de Laffitte entregaba en una bandeja de plata a la Reina Madre unas artísticas tijeras con las que cortó la cinta. A continuación los reyes, autoridades e invitados recorrieron a pie el nuevo trozo del paseo hasta la rotonda donde estuvieron examinando los planos del paseo y contemplando el panorama. Luego Elías Ayestarán sirvió un lunch, con lo que se dio por terminado el acto.
Dos años después, el jueves 24 de julio de 1919 se inauguraba el último trozo del paseo, que tenía una extensión de 320 metros y que había costado 532.200 pesetas con lo que salía el metro lineal a 1.622 pesetas, bastante más caro que los trozos anteriores que habían supuesto 666 pesetas por metro lineal. Los técnicos que intervinieron en las obras fueron los mismos que en los tramos anteriores. El acto inaugural fue también similar a los otros dos. Asistieron los reyes, la Reina Madre, los infantes don Fernando, don Gabriel y don Alfonso y las autoridades. El alcalde don Mariano Zuaznabar entregó las tijeras a la Reina Madre para que cortara la cinta, recorrieron a pie el nuevo tramo y contemplaron desde el final del mismo el paisaje, acabando todo con un lunch.
El Paseo Nuevo estaba terminado pues el proyecto de continuarlo con un viaducto sobre el muelle fue desechado. San Sebastián contaba con un espléndido paseo. Un periódico local comentó: "San Sebastián puede ofrecer a sus turistas el más bello paseo del mundo, paseo en el que se une lo abrupto de la montaña con sus ciclópeos peñascos y la inmensidad del mar". Y otro periódico escribía: "Ahora puede darse un paseo de verdad, respirando el aire puro de la mar, aire que no encuentra ningún tropiezo antes de llegar a ese paseo y que, por tanto, no tiene ocasión de mezclarse con emanaciones extrañas. Allí las rocas, que resisten los embates del mar y que obligan a las olas a romperse y desmenuzarse en infinitas partículas que lleva en suspensión el aire; la gran llanura del Cantábrico; la variada visión de los vaporcitos y lanchas de pesca; las puestas obscuras o rutilantes del sol que a la mañana se vio transponer el Pirineo..."
Tras este primer paso de crear un paseo alrededor de Urgull el Ayuntamiento quería seguir avanzando, es decir adquirir la propiedad del monte que, propiedad del ramo de Guerra, era pieza esencial para la defensa del Castillo. Pero con el paso del tiempo y los avances de la técnica militar, el Castillo dejó de ser importante en una eventual guerra, con lo que pudo alcanzar San Sebastián una vieja aspiración y que aquel lugar fuera un parque como pocos hay en el mundo, con perspectiva.
Tras no pocas gestiones en las que se tuvo en cuenta la opinión favorable del Rey Alfonso XIII, se llegó a un compromiso, firmándose la escritura de venta el 24 de agosto de 1921 en el despacho del gobernador militar. Autorizó la escritura el notario don Emilio Fernández firmando la misma el alcalde don Pedro Zaragueta, los comandantes señores González y Elvira y como testigos el gobernador militar, general Arturo Querol y el presidente de la Comisión de obras del Ayuntamiento don Javier Olasagasti.
Al terminar de estampar los citados señores la firma en el documento de venta, las campanas de todas las iglesias de la ciudad comenzaron a voltear, izándose en lo alto del monte la bandera de San Sebastián. Las bandas de música y el tamboril recorrieron las calles tocando alegres pasodobles, estallando en el aire infinidad de cohetes. Era todo ello la expresión de la alegría de la ciudad por pasar a su propiedad lo que consideraba como soberbio parque natural. Y la alegría no sólo se manifestaba en las calles, sino también en las casas. Me contaba un ilustre donostiarra, don José María Aguirre Gonzalo que aquel día se celebró en su casa el acontecimiento con una comida propia de las grandes solemnidades.
El 31 de agosto, en lo que fue capilla del Castillo de la Mota, se celebró una misa. Se habían cubierto las paredes, con grietas y ennegrecidas por el paso del tiempo y de los avatares históricos, con reposteros y terciopelos y se había subido desde el Hospital Militar de Aldapeta, donde entonces se hallaba, el venerado Cristo de la Mota. Ofició la misa el Obispo de la diócesis, ayudado por los señores Zaragueta y Olasagasti. El altar se arregló con objetos religiosos de la parroquia de Santa María colocados por el sacerdote don Santos Orbegozo. En el momento del alzar, los guardias municipales hicieron una descarga.
A mediodía en el Macho se celebró un banquete ofrecido por el Ayuntamiento al que asistieron el presidente del Consejo de Ministros don José Sánchez Guerra, el obispo de la diócesis monseñor Leopoldo Eijo y Garay, el diputado a Cortes y ex-alcalde de San Sebastián don José Elósegui y Ayuntamiento en pleno, el gobernador militar y el diputado marqués de Tenorio.
En aquella comida se sirvió en botellas especiales agua y al probarla el presidente del Gobierno la elogió y mostró su deseo de adquirir unas cuantas botellas. El alcalde le dijo que no necesitaba comprar botellas de aquel agua, pues con abrir el grifo de su domicilio tendría cuanta agua quisiera, ya que la de la botella era del manantial de Articuza, la que se bebía en San Sebastián. A lo que el señor Sánchez Guerra contestó que los donostiarras teníamos una de las mejores aguas del mundo.
El alcalde había dirigido cuando se hizo efectiva la adquisición de Urgull, un telegrama al Rey agradeciéndole su intervención en la dilatada negociación que había culminado felizmente, y otro al vizconde de Eza que ocupaba el ministerio de la Guerra, que decía: "Acaba de firmarse escritura compra Urgull. En tan grato momento todos le hemos tenido presente no pudiendo olvidar que a su eficacísima y decisiva intervención se debe principalmente el logro de las aspiraciones de este pueblo e interpretando deseo de todos los donostiarras y Ayuntamiento reitérole sincero e inolvidable agradecimiento". A la hora de los agradecimientos no se podía olvidar a don Leopoldo Matos que llevando el proyecto de ley al Congreso intervino para aprobar unas modificaciones que favorecían a San Sebastián.
Pero Urgull antes de ser parque natural y antes de que el castillo se instalara en él fue un predio de labranza. Todo queda perdido no ya en la historia sino casi en la prehistoria de nuestro pueblo, y ya se sabe que la prehistoria según Menéndez Pelayo es poner historia donde no hay historia.
En aquellos lejanos años Urgull era una isla pues las aguas del Urumea y las de la bahía, que todavía no la habían bautizado con el nombre de Concha, se unían en lo que hoy es el moderno San Sebastián. Esto lo confirma hasta el nombre primitivo de nuestro pueblo, Izurun, que quiere decir isla. Fue al pie de ese monte donde se iban levantando casas y a aquel primitivo poblado se le dio el nombre de Urgull.
Parece ser que en el monte vivió un várdulo que instaló allí su casa y comenzó a labrar la tierra. Eran los tiempos felices a los que aludía Don Quijote en su discurso a los cabreros. José María Donosty sostiene que aquel poblador roturó la tierra labrándola y convirtiendo el lugar en una pequeña explotación agraria, pecuaria y forestal. “Había sembrados, viñas, arbolado, rebaños y hasta molinos. Había agua. Y es natural y lógico que, con estos elementos fundamentales para la explotación de una propiedad agraria, el várdulo donostiarra hiciera de parte de dicho monte, si no de su totalidad, el coto redondo de su posesión y pertenencia".
Pasados aquellos tiempos que podían ser los de una Arcadia feliz, se levantó en la cumbre un castillo sobre las ruinas de una antigua fortaleza y mientras la isla se convirtió en península con sus fortificaciones y defensas como lugar estratégico en las frecuentes guerras con nuestros vecinos los franceses. Si en lo alto de Urgull estaba la fortaleza, en su ladera levanta la familia Latorre su casa que se hallaba próxima a donde en la actualidad está el convento carmelitano de Santa Teresa. Aquel linaje de los Latorre desapareció pero su nombre quedó unido a Urgull, que si fue tierra de labor y lugar propio para que pastase el ganado, pasó después a ser castillo y desde 1921 parque, orgullo de la ciudad.
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