jueves, 28 de junio de 2012

31 de Agosto, la fecha más triste de la historia de San Sebastián

La fecha más triste de la historia de San Sebastián ha sido la del 31 de Agosto de 1813. La ciudad ha sido en muchas ocasiones saqueada e incendiada pero en ninguna la tragedia alcanzó tales proporciones como en aquel día de la guerra de la Independencia. Puede decirse que no quedó piedra sobre piedra salvo unas pocas casas de la calle de la Trinidad, dos iglesias y dos conventos. Las víctimas mortales se contaban por miles. Se pudo decir que "San Sebastián fue....." pero el espíritu de los donostiarras supo superar la tragedia y una nueva ciudad surgió de las cenizas de la anterior.

Muchos fueron los historiadores de la época y otros posteriores que escribieron sobre aquella página de la historia y uno de ellos fue el general José Gómez de Arteche, muy vinculado a San Sebastián donde solía pasar largas temporadas, llegando a ser senador por Guipúzcoa. En su monumental obra "Historia militar de España”, en el tomo dedicado a la guerra de la Independencia, escribió unas conmovedoras páginas sobre la toma de San Sebastián por las tropas anglo-portuguesas. Dice el ilustre historiador que cuando los sitiados, tras resistir los ataques, confiaban en que se decidiera a su favor la lucha tan porfiada y gloriosa, "un proyectil enemigo, esa es la opinión general, fue a sembrar en su campo y en la misma línea de combate, la muerte, el espanto y la desolación que echarían por tierra todas sus justas ilusiones, todas sus esperanzas. Aquel proyectil había comunicado el fuego que llevaba en su seno a varios barriles de pólvora, a las bombas y granadas, a cuantas materias inflamables y explosivas tenían los franceses tras de la brecha para el último caso, el de un esfuerzo del sitiador que considerasen incontrarrestable de otro modo, lanzarlos desde lo alto de sus posiciones, tapias o traveses".


La explosión fue tremenda -sigue diciendo el historiador-, las llamas aterradoras, espantables y el humo densísimo que llenando todo aquel espacio privó a los beligerantes, asaltados y asaltantes, de toda visión, dejaron al descubierto, al desvanecerse, el espectáculo más conmovedor, el presagio de triunfo para unos, de la derrota más completa para otros. Más de trescientos granaderos franceses, situados junto a aquel depósito para acompañar la acción de los explosivos que contenía junto a la de sus fusiles y bayonetas, dejaron al desaparecer en el aire y en las ruinas en que los envolvió el torbellino de fuego arrancando de sus pies camino abierto al ímpetu de quienes ya desesperaban de penetrar en la ciudad.


El relato de Gómez Arteche continúa: "Por parte de los franceses no hubo medio de contener aquel torrente y el general Rey a la vista de aquella catástrofe dio la orden de retirarse al Castillo.


Los ingleses, empezando por asaltar el primer través que franqueaba la entrada aunque no sin obstinada resistencia de los que lo seguían defendiendo a pesar de la explosión; los portugueses, ocupando definitivamente la brecha pequeña y los del lado del hornabeque desde el frente de tierra de que inmediatamente después se hicieron dueños fueron, al compás unos de otros, extendiéndose por la población coreados, puede decirse, sus "hurras" por la más imponente tempestad de relámpagos, truenos y lluvia. Poca resistencia les pudieron ofrecer las cortaduras, barricadas y atrincheramiento dispuestos en las calles para proteger la retirada.


Los defensores se detuvieron a oponerla en cuanto podían a los asaltantes, que creciendo por momentos en número y precipitándose sobre tan débiles obstáculos, lograron cortar a los menos diligentes, haciéndoles de 600 a 700 prisioneros antes de que llegasen a la fortaleza o convento de Santa Teresa, convertido en su primer reducto".


El general Rey escribió a Soult aquella noche: "A pesar de esa desgracia (la explosión), mis puestos avanzados se me han incorporado y la ciudad ha sido defendida pie a pie. A las siete, en el momento en que escribo, en el fuerte después de haber sostenido la retirada de todas mis tropas, creo que el enemigo será bastante justo para decir que sin la explosión de nuestras granadas, de nuestros proyectiles huecos y de nuestros cartuchos, no hubieran entrado nunca en la ciudad".


¿Qué pasó después? Napier lo dijo: "Aquel huracán (el atmosférico) pareció ser la señal dada por el infierno para la perpetración de atrocidades que hubieran cubierto de vergüenza a los pueblos más bárbaros de la antigüedad. En San Sebastián la más espantosa, la más repugnante crueldad fueron a unirse a la nomenclatura de todos los crímenes. La atrocidad de que fue víctima una joven de 17 años pone tal espanto en la imaginación por su increíble barbarie, que la pluma se resiste a describirla".


Otro historiador, el conde de Toreno, escribió: "Melancolízase y se estremece el ánimo sólo al recordar escena tan lamentable y trágica, y a que no dieron ocasión los desapercibidos y pacíficos habitantes, que alegres y alborozados salieron al encuentro de los que miraban como libertadores, recibiendo en recompensa amenazas, insultos y malos tratos. Anunciaban tales principios lo que tenían aquellos que esperar de los nuevos huéspedes. No tardaron en experimentarlo, comportándose en breve los aliados con San Sebastián como si fuese ciudad enemiga, que despiadado y ofendido conquistador condena a la destrucción y al pillaje. Robos, violencia, muertes, horrores sin cuento, sucediéndose con presteza y atropelladamente. Ni la ancianidad decrépita, ni la tierna infancia pudieron preservarse de la licencia y desenfreno de la soldadesca, que furiosa forzaba a las hijas en el regazo de las madres, a las madres en los brazos de los maridos, y a las mujeres todas por doquiera. ¡Qué deshonra y atrocidad! Tras ella sobrevino al anochecer el voraz incendio; si casual, si puesto de intento, ignoramoslo todavía (en 1837).


La ciudad entera ardió, sólo 60 casas se habían destruido durante el sitio; ahora consumiéronse todas, excepto 40 de 600 que antes San Sebastián contaba. Caudales, mercaderías, papeles, casi todo pereció y también los archivos del Consulado y Ayuntamiento, precioso depósito de exquisitas memorias y antigüedades. Más de 1.500 familias quedaron desvalidas y muchas, saliendo como sombras de en medio de los escombros, dejábanse ver con semblantes pálidos y macilentos, desarropado el cuerpo y martillado el corazón con tan repetidos y dolorosos golpes. Ruina y destrozo que no se creyera obra de soldados de una nación aliada, europea y culta, sino estrago y asolamiento de enemigas y salvajes bandas venidas del Africa".


Wellington, que mandaba las tropas anglo-portuguesas, sitió San Sebastián pues su ocupación era para él de gran importancia ya que le ponía en sus manos una plaza fortificada cerca de Francia y un puerto por donde podría recibir refuerzos. El gobernador militar de San Sebastián, general Rey, tenía a sus órdenes 2.300 infantes, 200 ingenieros y artilleros y 76 piezas de artillería, esperando medio millar de hombres de refuerzo y víveres y municiones.


El 9 de julio se presentó el general Graham con 10.000 anglo-portugueses ante la plaza, esperando que la ciudad capitulara. El general Rey evitó que su enemigo extendiese su línea de ataque ocupando para ello el alto de San Bartolomé y construyendo un reducto en el barrio de San Martín, situando en estos puntos la mitad de la guarnición. Pero el 25 de julio los anglo-portugueses se apoderaron de estas defensas y consiguieron abrir dos brechas entre el Urumea y la bahía. A las cinco de la mañana de ese día dos columnas arrancaron simultáneamente llegando al pie de la muralla donde fueron recibidos por un fuego intenso que les obligó a retirarse perdiendo más de 400 hombres y quedando prisioneros 120. Los franceses lucharon bravamente y el comandante Dutailly, del 22 de línea, fue herido mortalmente. Cuando intentaban retirarlo gritó: “Que nadie me toque antes de rechazar al enemigo". La guarnición perdió 67 hombres en esta acción.


Los días de calma que siguieron permitieron celebrar con iluminaciones y un concierto el 15 de agosto la fiesta de San Napoleón. Pero pronto los atacantes volvieron a la lucha y así el 30 de agosto las dos brechas abiertas medían 250 metros. El 31 de agosto se dio orden de ataque a la hora de la marea baja, asaltando dos columnas las brechas de la Zurriola pero fueron detenidas por el fuego que les hacían desde la plaza. La marea comenzaba a subir y podía cortarles la retirada a los asaltantes. Fue entonces cuando Graham dio la orden de que los 47 cañones que tenía en lo que hoy es el barrio de Gros convergieran sus tiros sobre las brechas abiertas en las murallas, a la vez que una columna portuguesa vadeaba el río.


Cuando el fuego británico hacía que se derrumbaran trozos de muralla, hicieron explosión varios depósitos de municiones preparados para la defensa, con lo que cundió el pánico y el desorden entre los sitiados, momento que aprovechó un batallón de escoceses para lanzarse sobre la brecha. Las fuerzas de la plaza fueron cediendo terreno palmo a palmo hasta encerrarse en el Castillo. Entonces los hombres de Graham cometieron toda clase de desmanes, incendios, saqueos, violaciones... Una tempestad hizo más aterrador el espectáculo y el fuego terminó lo que el pillaje había comenzado. Los asaltantes perdieron 3.780 hombres y los sitiados 1.420.


Las pérdidas humanas en la tragedia del 31 de agosto de 1813 fueron muchísimas y las pérdidas materiales elevadísimas. Un testigo de aquellas tristes jornadas dice que de las seiscientas casas de que se componía la ciudad, casi todas de tres altos, entre ellas muchos edificios suntuosos y muchos almacenes llenos de preciosos efectos y mercaderías, la gran plaza Nueva, la magnífica Casa Consistorial con el antiguo y precioso archivo, todas perecieron menos unas treinta casas y las dos parroquias de la calle de la Trinidad. Todos los registros, escrituras de diez numerías, los más de los archivos particulares, papeles y libros de comercio así como los libros parroquiales de Santa María y San Vicente fueron pasto del fuego. Mil quinientas familias fueron reducidas a la mendicidad "sin abrigo, sin patria, sin saber dónde establecerse y a dónde volver los ojos", escribió el testigo al que aludo.


El Ayuntamiento, a instancias de su síndico pidió al juez de primera instancia de la provincia la justificación de todo y dicho juez libró despachos para las justicias de la ciudad, Pasajes, Rentería, Orio y Tolosa y habiendo recibido declaraciones hasta a unas setenta o más personas, llegó una orden de la Regencia al jefe político de la provincia para que con justificación le informase de lo ocurrido en San Sebastián durante el asalto y días sucesivos. El juez político comisionó al doctor Gamón, de Rentería, quien vino con el escribano de Andoain recibiendo las declaraciones de los testigos.


Con base a las declaraciones de 75 testigos se hizo pública una relación de las pérdidas, cuya evaluación es la siguiente: Veinticinco casas de primera clase a 300.000 reales cada una, 7.500.000 reales. Cincuenta casas de segunda clase a 200.000 reales cada una, 10.000.000 reales. Ciento veinticinco casas de tercera clase a 150.000 reales, 18.750.000 reales. Ciento veinticinco casas de cuarta clase a 100.000 reales, 12.500.000 reales. Ciento veinticinco casas de quinta clase a 80.000 reales, 10.000.000 de reales. Setenta y cinco casas de sexta clase, a 50.000 reales, 3.750.000 reales. Setenta y cinco casas de séptima clase a 25.000 reales, 1.875.000 reales. La casa Ayuntamiento y Consulado con todos sus adornos y pertenecidos, 1.600.000 reales. Los demás edificios públicos pertenecientes a la ciudad, como carnicerías, pescaderías, escuelas, cárceles, etc., 800.000 reales. Pérdidas del ajuar, muebles y demás efectos de las seiscientas casas particulares destruidas, evaluadas en 11.275.000 reales. Pérdidas de existencias de frutos coloniales y otros efectos en 45 almacenes y lonjas, 10.500.000 reales. Pérdida de géneros y efectos existentes en 164 tiendas, 5.755.000 reales. Pérdida de muchas alhajas de oro y plata, diamantes y otras piedras preciosas y cantidades crecidas de dinero en efectivo destruidas por el incendio, 8.000.000 de reales. Valor total de las pérdidas, 102.305.000 reales.


El testigo en cuestión dice que se vio repartir lo robado en la casería de Ayete donde estaba alojado el general Graham, y también en otras casas de dentro y fuera de la ciudad vieron dar sus partidas de dinero y escoger las mejoras alhajas y efectos a los oficiales por sus sirvientes y criados.


Tras la tragedia del 31 de agosto y días siguientes, el Ayuntamiento constitucional, el Cabildo eclesiástico, el ilustre Consulado y los vecinos de la ciudad de San Sebastián presentaron un manifiesto a la nación sobre la conducta de las tropas británicas y portuguesas en el asalto y destrucción de nuestro pueblo. Del extenso documento, reproduzco algunos párrafos:


"Llegó por fin el día 31 deseado como el de su salvación por los habitantes de San Sebastián. Arrecia el tiroteo, se ven correr los enemigos azorados a la brecha: todo indica un asalto por cuyo feliz resultado se dirigían al Altísimo las más fervorosas oraciones. Son escuchados estos ruegos: vencen las armas aliadas y ya se sienten los tiros dentro de las mismas calles; huyen los franceses despavoridos arrojados de la brecha sin hacer casi resistencia en las calles, corren al Castillo en el mayor desorden y triunfa la buena causa, siendo dueños los aliados de toda la ciudad para las 2,30 de la tarde. El patriotismo de los leales habitantes de San Sebastián, comprimido largo tiempo por la severidad enemiga, prorrumpe en vivas, vítores y voces de alegría y no sabe contenerse.


Los pañuelos que se tremolaban en las ventanas y balcones, al propio tiempo que se asomaban las gentes a solemnizar el triunfo, eran claras muestras del afecto con que se recibía a los aliados; pero insensibles estos a tan tiernas y debidas demostraciones, corresponden con fusilazos a las mismas ventanas y balcones de donde les felicitaban, y en que perecieron muchos, víctimas de la efusión de su amor a la patria. ¡Terrible presagio de lo que iba a suceder! (...)


Se oían los tiros dentro de las mismas casas, haciendo unas funestas interrupciones a los lamentos que por todas partes llenaban el aire. Vino la aurora del primero de septiembre a iluminar esta funesta escena y los habitantes aunque aterrados y semivivos pudieron presentarse al general y alcaldes, suplicándoles les permitiesen la salida. Lograda esta licencia, hicieron casi todo cuanto se hallaba a su disposición, pero en tal abatimiento y en tan extrañas figuras, que arrancaron lágrimas de compasión a cuantos vieron tan triste espectáculo; personas acaudaladas que habían perdido todos sus haberes, no pudieron salvar ni sus calzones, señoritas delicadas medio desnudas y en camiseta, heridas o maltratadas; en fin, gentes de todas clases que experimentaron cuantos males son imaginables salían de esta infeliz ciudad que estaba ardiendo, sin que los carpinteros que se empeñaron en apagar el fuego de algunas casas pudieran lograr su intento, pues en lugar de ser escoltados como se mandó a instancia de los alcaldes, fueron maltratados, obligados a enseñar casas en que robar y forzados a huir. Entre tanto se iba propagando el incendio, y aunque los franceses no disparaban ni un solo tiro desde el Castillo, no se cuidó de atajarlo, antes bien se notaron en los soldados muestras de placer y alegría pues hubo quienes después de haber incendiado a las 3 de la madrugada del primer día de septiembre una casa en la calle Mayor, bailaron a la luz de las llamas".


El saqueo de la ciudad fue total, "los empleados en las brigadas acudían con sus mulos a cargarlos de efectos, y aún tripulaciones de transporte ingleses, surtos en el puerto de Pasajes, tuvieron parte en la rapiña, durando este desorden varios días después del asalto sin que se hubiese visto tomar providencia para impedirlo".


El manifiesto a la nación dice que en las inmediaciones del cuartel general del Ejército sitiador se vendían los objetos robados por ingleses y portugueses. "Uno de esta última nación traía de venta el copón de la parroquia de San Vicente que encerraba muchas formas consagradas sin que se sepa qué paradero tuvo su preciosísimo contenido. La plata del servicio de la parroquia de Santa María que se hallaba guardada en un paraje secreto de la bóveda de la misma, fue vendida por los portugueses después de la rendición del Castillo".


El documento agrega que "cuando se creyó concluida la expoliación, pareció demasiado lento el proceso de las llamas, y además de los medios ordinarios para apagar fuego que antes practicaron los aliados, hicieron uso de unos mixtos que se habían visto preparar en la calle Narrica en unas cazuelas y calderos grandes, desde los cuales se vaciaban en unos cartuchos largos. De estos se valían para incendiar con una prontitud asombrosa y se propagaba el fuego con una expresión instantánea. Al ver estos destructores artificios, al experimentar inútiles todos los esfuerzos hechos para salvar las casas, después de perdidos todos los muebles, efectos y alhajas, varias personas que habían permanecido en la ciudad con dicho objeto, tuvieron que abandonarla.


De este modo ha perecido la ciudad de San Sebastián. De seiscientas y más casas que contaba dentro de sus murallas sólo existen treinta, con la particularidad que casi todas las que se han salvado están contiguas al Castillo que ocupaban los enemigos, habiéndose retirado a él todos mucho antes que principiara el incendio. Tampoco se comunicó éste a las dos parroquias, pues que servían de hospitales y cuarteles a los conquistadores, teniendo igual destino y el de alojamiento la hilera de casas preservadas en la calle de la Trinidad al pie del Castillo. Todo lo demás ha sido devorado por las llamas; las más de las casas que componían esta desdichada población eran de tres y cuatro altos, muchas suntuosísimas y casi todas muy costosas; la Consistorial era magnífica; lindísima la Plaza Nueva, y ahora causa horror su aspecto; no menos lastimoso espectáculo presenta el resto de la ciudad; ruinas, escombros, balcones que cuelgan, piedras que se desencajan, paredes que se desploman; he aquí lo que resta de una plaza de comercio que vivificaba a todo el país comarcano, de una población agradable que atraía a los forasteros.


El saqueo y los demás excesos, rápidamente mencionados, aunque horrorosos, no hubieran llevado al colmo la desesperación de los habitantes si el incendio no hubiese completado los males, dejando a más de 1.500 familias sin asilo, sin subsistencia y arrastrando una vida tan miserable, que casi fuera preferible la muerte. Los artesanos se ven sin pan, los comerciantes arruinados, los propietarios perdidos, todo se robó o se quemó, todo pereció para ellos, efectos, alhajas, muebles, mercaderías, almacenes riquísimos, tiendas bien surtidas fueron presa o de una rapacidad insaciable o de la violencia de las llamas.


San Sebastián, tan conocido por sus relaciones comerciales en ambos hemisferios, ya no existe. Excede de cien millones de reales el valor de las pérdidas que han sufrido sus habitantes, y este golpe funesto se hará sentir en toda la Monarquía española e influirá en el comercio con otros países".


Se decía en el manifiesto dirigido a la nación por la ciudad que se habían perdido todos los registros públicos, escrituras y documentos que encerraban las diez Numerías de San Sebastián, los que custodiaban “en su antiguo y precioso archivo y el del ilustre Consulado, cuantos contenían los de los particulares".


Terminaba el manifiesto poniendo de relieve el patriotismo de San Sebastián en circunstancias tan adversas. "Infelicísima ciudad, lustre y honor de la Guipúzcoa, madre fecunda de hijos esclarecidos en las armas y en las letras, que has producido tantos defensores, que has hecho tantos servicios a la patria ¿podías esperar tan cruel destrucción en el momento mismo en que creíste ver asegurada tu dicha y prosperidad? ¿En ese instante que con increíble constancia y con extraordinaria fidelidad lo miraste siempre como término de sus males, y de cuya llegada nunca dudaste a pesar de tu situación geográfica y a pesar también de todas las tramas de nuestros implacables enemigos? ¿Tú que diste muestras públicas, nada equívocas y sin duda imprudentes, de tu exaltado amor a tu Rey, y de tu alto desprecio al invasor, cuando el 8 de julio  de 1808 paseó éste tus calles y se aposentó en tu recinto; muestras tales que obligaron al sufridor José a manifestar a uno de los alcaldes la sorpresa que le habían causado, pudiste pensar que al cabo de cinco años de opresión y penas, serías destruida por aquellas mismas manos que esperabas rompiesen tus cadenas? Cuán pesadas hayan sido éstas no hay que ponderarlas; cuando con aquellas primeras demostraciones diste a los franceses pretextos para agravarlas más y más, y cuando con tu constante adhesión a la justísima causa nacional, manifestada a pesar de las bayonetas que te oprimían, ocasionaste que fuesen castigados con contribuciones extraordinarias, con prisiones y deportaciones a Francia muchos de tus vecinos. Si el intruso apoyado de todo el poder de su orgulloso hermano fue para ti un objeto de mofa y vilipendio, podrán esperar más miramientos los satélites subalternos de la tiranía. Cuán confusos han dejado a los oficiales franceses, cuando al cabo de cinco años de estancia no han logrado introducirse en ninguna sociedad o casa decente española. ¡Y cuánto no subiría de punto su admiración y sorpresa al ver que aquellas mismas gentes que con tanto orden les trataban volaron al socorro de los prisioneros ingleses y portugueses cogidos el 25 de julio, hermanándose todos sus vecinos a porfía, sin exceptuar las señoritas mas delicadas, en llevar por sí mismas al hospital camisas, hilas y cuanto podía conducir al alivio de los heridos de ambas naciones!


¿Y no era necesario un patriotismo el más decidido y aun heroico para manifestar tanto afecto a los aliados al propio tiempo que se burlaban con peligro inminente de las vidas de las órdenes francesas, negándose absolutamente sus habitantes a los trabajos del sitio y habiendo sido obligados los prisioneros ingleses y portugueses a emplearse en ellos por dicha causa?"


El documento termina: “Inclita nación española, a la que nos gloriamos en pertenecer, he aquí cuáles han sido siempre y cuáles son ahora nuestros sentimientos, y he aquí también una relación fiel de todas las ocurrencias de nuestra desgraciada ciudad. Cuantas atenciones van estampadas son conformes a la más exacta verdad, y de ellas respondemos con nuestras cabezas todos los vecinos de San Sebastián que abajo firmamos". Eran 6.145 las firmas.


Destruida la ciudad tras el asalto e incendio del 31 de agosto, San Sebastián iba renaciendo de sus cenizas, y el 18 de octubre de 1814 se reúne en junta general el Ayuntamiento o Regimiento y el Consulado y acuerdan que todos los años se celebren solemnes funerales en memoria de los que murieron en la trágica e inolvidable fecha.


En la imprenta que en Oyarzun tenía don Ignacio Ramón de Baroja imprimió un folleto que llevaba por título "Piadosas y prácticas demostraciones de la M.N. y M.L. Ciudad de San Sebastián y su Ilustre Consulado cuando el 31 de agosto de 1815 se celebraba el primer aniversario fundado por ambas corporaciones con religiosa munificencia en memoria y sufragio de los beneméritos vecinos que murieron el mismo día y en los siguientes a la catástrofe y devastación de dicha ciudad en 1813".


Por este curioso folleto sabemos que se habían nombrado dos comisiones a fin de que "dispusiesen la fúnebre función con la dignidad, decoro y pompa correspondiente a tan grandioso objeto y al distinguido cuerpo que lo había decretado".


Aquellos primeros funerales fueron preparados con todo detalle. Se invitó, preparándole alojamiento, al conde de Avisbal, general en jefe del Ejército, hijo de San Sebastián pero que servía en Irún, y no pudo asistir por haber entrado con sus tropas en Francia precisamente aquellos días; al capitán general de la provincia, don Juan Carlos de Areyzaga, al corregidor y al diputado general.


Para que el vecindario tuviese conocimiento de la celebración de los funerales, se enviaron esquelas impresas a los vecinos que vivían entonces en San Sebastián, a los comerciantes, a los jefes militares del primer batallón de Hibernia que se hallaba en la ciudad, a la Marina y por medio de mayorales y diputados de los barrios de extramuros, a las familias de la zona rural, de Igueldo, Ibaeta, Ayete, Loyola y la Herrera.


El día de los funerales la ciudad vivió una jornada de luto. Permanecieron cerradas las lonjas, tiendas, despachos y almacenes. A las 9 de la mañana de aquel 31 de agosto de 1815 se reunía el Ayuntamiento en la casa de la calle de la Trinidad -una de las pocas que se habían salvado del fuego- que servía de Casa Consistorial, que era propiedad de don Bartolomé de Olózoga, sita en el número 40 de la citada calle, y desde ella, acompañados alcaldes y ediles por los miembros del Consulado, fueron a la parroquia de Santa María.


En el centro de la iglesia se había levantado un suntuoso catafalco. El Ayuntamiento presidido por el gobernador señor Oyarzabal se situó en los bancos del lado del Evangelio. El presbiterio estaba todo cubierto con paños negros y seis candelabros con velas de a libra amarillas daban una tenue luz a un santo Cristo que presidía el altar. Paños negros cubrían también el camarín de Nuestra Señora del Coro, así como el púlpito.


La otra misa que se cantó era del compositor local don Manuel de Sagasti.


Así fue la primera conmemoración religiosa en recuerdo de las víctimas del 31 de agosto y que sin tanta solemnidad se fue repitiendo año tras año hasta el año 1913. Los Ayuntamientos de hoy dijérase que han olvidado que en aquella luctuosa fecha, San Sebastián fue destruido y miles de donostiarras violentamente muertos. Ya no hay solemnes funerales por las víctimas de aquella sangrienta jornada.
























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