Rápidamente contaré como aquel usurpador se hizo con la corona de los Borbones. Napoleón Bonaparte quería ser el dueño detoda Europa y tras el motín de Aranjuez, 19 de marzo de 1808, cayó Godoy arrastrando en su caída a Carlos IV que se vio obligado a abdicar en su hijo Fernando VII que fue aclamado por el pueblo de Madrid el día que entró en la villa, el 24 de abril, el mismo pueblo que la víspera había silbado en las calles al generalísimo Murat, quien se negó a reconocer como rey de España a Fernando VII, diciendo que no tenía atribuciones para resolver el pleito entre padre e hijo, aconsejándoles lo pusieran en manos de Napoleón, quien estaba dispuesto a venir a España como mediador entre los dos. Se dijo que iría a Burgos y allí fueron Carlos IV y su hijo; luego se les comunicó que sería Vitoria el lugar del encuentro y más tarde que por sus muchas ocupaciones no había podido venir a España, pero que les esperaba a los dos reyes, a la reina Maria Luisa y a Godoy, en Bayona. allí ante Napoleón se enfrentaron padre e hijo y Godoy y terminaron por nombrar a Napoleón árbitro de aquel pleito familiar y dinástico. Y el emperador les dijo que había dispuesto nombrar rey de España a su hermano José Bonaparte, tras la abdicación de Carlos IV y Fernando VII. Todos ellos quedaron prisioneros de Napoleón: Carlos IV, su esposa Maria Luisa y Godoy en Compiegne y Fernando VII y su hermano Carlos en Valençay.
Al salir de Madrid el resto de la familia, la reina de Etruria y los infantes don Antonio y don Francisco, el pueblo a los gritos de "¡Nos los llevan! ¡Mueran los franceses!" se opuso a la marcha y la guardia francesa abrió fuego contra los que gritaban, acuchillando los dragones a la multitud. Era el 2 de mayo de 1808 y Andrés Torrejón, alcalde de Móstoles, declaraba la guerra a Napoleón. Toda España se alzaba contra los franceses y demostraría al mundo en Bailén y en Arapiles que las águilas imperiales no eran invencibles.
El rey impuesto por Napoleón pasó la frontera para ocupar el trono y el recibimiento que le dispensó la ciudad de San Sebastián no pudo ser más hostil. Llegó José Bonaparte el 9 de julio de 1808, diez días antes de la batalla de Bailén. Al conocerse la noticia de su llegada, muchos donostiarras abandonaron sus casas, como demostración elocuente de sus sentimientos hacia el viajero.
El rey entró por la calle Esnategia, hoy Narrica y allí sí había algunas colgaduras pues el magistrado, por orden del general Tohurenot, había publicado un pregón invitando a la gente a que adornara sus casas y las iluminara. Pero sigamos el relato de un testigo que nos describe aquellos adornos.
"Excepto en alguna casa que otra de habitantes franceses, todo se redujo a cortinas viejas, apolilladas y alfombras que se echaban a los pies, cuando pocos días antes para el recibimiento del infante Carlos se veía lo más precioso que tenían los habitantes: la iluminación era de algunas velas de sebo, cerillas en las puntas de palos blancos a modo de hachas de cera, velitas de resina o chiribitas y candelas encendidas". Por ello el Corregidor reprendió a algunos vecinos que de forma tan ostentosa habían mostrado su repulsa al rey José.
La plaza Nueva, cuyas ventanas estaban cerradas excepto las del edificio del Ayuntamiento y Consulado, mostraba la acostumbrada iluminación y el tamboril estuvo allí pero nadie salió a bailar, por lo que los músicos se retiraron antes de la hora de costumbre. El monarca intruso comentó aquella frialdad del pueblo diciendo que "un error no es un delito y otra vez que vuelva me recibirán mejor".
Por la tarde el rey fue al muelle y las mujeres le daban la espalda diciéndose unas a otras cuando pasaba por Kai Arriba “guk ez degu nai au, bost eta bi berdegui guk”, esto es, “a Fernando VII, que son cinco y dos". Subió al Castillo y luego fue a comer al Ayuntamiento sin que estuvieran presentes ninguno de los capitulares, lo que contrastaba con la actitud mostrada cuando hacía poco había estado el infante Carlos.
Al día siguiente era domingo y alguien aconsejó al rey que acudiera a misa para así expresar públicamente que practicaba la religión. Fue a Santa María, siendo recibido por el cabildo bajo palio, dirigiéndose a un sitial levantado al lado del Evangelio. Los asistentes a la misa, que eran muchos, salieron escandalizados pues observaron que el monarca no se persignó ni se arrodilló en los momentos en que es inveterada costumbre entre fieles, por lo que se decían “au judua da”. El séquito del rey, entre los que figuraban los afrancesados Aranza y Urquijo mostraban no ya su contrariedad sino su cólera por todo ello, diciendo mil improperios a los alcaldes y al corregidor.
Otro monarca al que los donostiarras volvieron la espalda fue a Amadeo de Saboya.La relación de este italiano con España se inició con el destronamiento de Isabel II en 1868, cuando se nombró regente del reino al general Serrano y presidente del Consejo al general Prim.
Fue un monarca impopular pues prácticamente todo el país estaba por diversas razones en contra de él. Al desembarcar en Cartagena, el 30 de diciembre de 1870, se enteró de haber sido asesinado su gran valedor, el general Prim y se encontró completamente solo. La aristocracia se negaba a asistir a los bailes de palacio, la duquesa de la Torre no aceptó ser camarera mayor de la reina, los constitucionales y unionistas no fueron a un banquete que el monarca ofrecía el 6 de enero...
Pero don Amadeo quería ganarse a la gente y viajaba por España para entrar en contacto con el pueblo. En enero de 1871 anunció su visita a San Sebastián, de paso para Francia, y su propósito de permanecer varios días en la ciudad. Se le preparó alojamiento y al no encontrar un palacio disponible se le reservaron varias habitaciones en el Hotel Ezcurra, el mejor de la ciudad por entonces. El Ayuntamiento y la Diputación organizaron un banquete a celebrar en el mismo hotel, pero el monarca suspendió el viaje.
Fue un año después, el 4 de agosto de 1872, cuando visitó don Amadeo nuestra ciudad. El Ayuntamiento consiguió que don Juan María Errazu cediera su palacio que estaba donde hoy se alza el Hotel de Londres, en el paseo de los Baños, como entonces se llamaba.
El rey llegó por ferrocarril en un coche salón que se había construido especialmente para el monarca, vagón con abundantes detalles de un gran lujo tanto en herrajes, pestillos, pasamanos, portezuelas, bastidores, etc. Aquel vagón fue destinado diez años más tarde al trayecto entre San Sebastián e Irún durante los veranos y por dos pesetas podía uno darse el gusto de viajar en el vagón real, cuando ya chirriaban sus goznes enmohecidos. La gente llamaba a aquel vagón “El Pelayo".
El monarca al llegar a la ciudad fue a la iglesia de Santa María, donde se cantó un Te Deum y se ofició una misa. Luego hubo recepción en el Ayuntamiento y allí mismo se celebró el banquete oficial que sirvió M. Edouard Dupouy y cuyo menú fue el siguiente:
Potages: Colbert y mousseline; Hors d'oeuvres: Bouchees de dames, cotelettes mantenon, turbot sauce mantua; Entrés: Filet de boeuf rennaissance, supreme marechale, timbale de ramiers héléne, grenadins de chevreuil poivrade; Pièces froides: Bastion de faisans, aspic de foie a la créme, salade d'homard; Punch a la romaine; Rotis: chapon truffe flanqué d'Orleans, cailles cressont; Legumes: Cepes a la Mercedes, corbeille d'asperges; Gelée a la St. Omer, diplomate sabaillon y desserts. Los vinos servidos fueron de Burdeos. El alcalde, don Ramón Fernández Garayalde, pronunció un florido discurso.
Durante su estancia entre nosotros, el rey firmó un importante decreto sobre la abolición de la esclavitud en Cuba y Puerto Rico y la pluma de oro que usó se conserva en el museo.
Una mañana el rey fue sin escolta a bañarse a la Concha, donde estuvo nadando largo rato y después en la arena charló con otro bañista, Serafín Lodosa, que quedó encantado de la sencillez de aquel desconocido.
La estancia de don Amadeo costó 67.785 reales, que pagaron el Ayuntamiento y la Diputación, más 76.611 reales en festejos.
Pero si el pueblo donostiarra fue cordial con el monarca, no así el clero que adoptó una actitud "no muy en consonancia con la índole de sus oficios, investidura y dignidad", según escribió el cronista "Mendiz Mendi". El primer acto al que asistió el rey durante sus días de estancia en San Sebastián fue a un Te Deum seguido de una misa mayor pro-pópulo en Santa María: pues bien, en estos actos no estuvieron más que tres clérigos. El desaire inferido al monarca lo acusó inmediatamente el Ayuntamiento que ofició a la Diputación Foral denunciando el hecho.
El alcalde dirigió un escrito a la Corporación provincial en el que decía: “La representación de la provincia tiene por fuero el deber de velar porque no se falte en su territorio a la fidelidad y las respetuosas consideraciones que se deben al rey; en el cumplimiento leal de estos deberes estriba como dice el Fuero la conservación de nuestras veneradas instituciones, y V.E. que es celoso guardador de éstas atenderá, no lo dudo, la queja que tengo el honor de elevarle".
A la vez dirigió otro escrito a don José Manuel Aguirre Miramón, diputado general, abundando en los mismos argumentos, recordando que “entre las cargas del Cabildo incluye el plan beneficial vigente, la asistencia a los actos públicos religiosos de obligación, devoción y costumbre, debiéndose juntar todo el Cabildo en las procesiones generales y demás funciones en que lo ha acostumbrado hacer hasta aquí y en otras que parezca para solemnizar más estos actos. Sabido es que siempre ha existido la costumbre de recibir el Cabildo en pleno a los reyes, cuando estos han llegado a un pueblo".
La contestación del diputado general era bien clara: "Es regla inconcusa que no puede castigarse hecho alguno mientras no esté comprendido como delito o como falta en el código penal, y el comportamiento de los eclesiásticos citados no lo está en ninguno de sus artículos. Siendo el poder judicial el único competente para reprimir ese exceso estaría incapacitado de instruir procedimiento, aun cuando lo considere digno de represión; el hecho no está en el código y tendría que atenerse el Tribunal al texto de su artículo 2° so pena de incurrir en responsabilidad". Y agregaba que "el Ayuntamiento, ni por ley penal ni por la de otro orden, tiene atribución de imponer por sí ningún castigo ni corrección en el caso de la consulta" y terminaba recomendando que se pusieran los hechos en conocimiento de la Diputación "encargada de apreciar sucesos de esta índole que puedan afectar al país".
Los munícipes donostiarras no pudieron hacer más frente a la actitud poco correcta del clero que por aquellas calendas seguía siendo carlista y por ello estaba en contra del monarca saboyano.
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