jueves, 28 de junio de 2012

Cuatro imágenes religiosas

La devoción religiosa suele manifestarse entre las gentes con mayor proyección hacia unas determinadas imágenes. El origen de estas corrientes de piedad puede ser alguna tradición milagrera o sencillamente una herencia que ha ido pasando de generación en generación a través de los tiempos. Pero el hecho está ahí y en cada pueblo hay alguna imagen que centra las piadosas oraciones y las múltiples peticiones de protección y ayuda.

En San Sebastián hay también varias imágenes a las que acude la gente sobre todo en momentos en que las necesidades de todo orden empujan al creyente a volver la vista a lo alto y pedir la protección divina. Una de ellas es el Cristo de la Paz y Paciencia, que se venera en una capilla recoleta de la parroquia de Santa María y sobre cuyo origen se cruzan leyendas y tradiciones. Se decía que databa esta imagen del año 1583, que su autor fue Pedro Gallastegui, mientras otros sotienen, parece ser que con más fundamento, que la imagen es del siglo XVIII:

La historia que parece tiene más visos de realidad y que sostiene entre otros historiadores Laffitte, es la siguiente: En el siglo XVIII estaba destinado en la guarnición de San Sebastián un militar andaluz, Francisco Rodriguez, quien se enamoró de una moza donostiarra, la señorita Tito, hija de un comerciante italiano que tenía un establecimiento en la Puerta de Tierra de las murallas. El militar casóse con la novia donostiarra, dejó las armas y se dedicó al negocio de su suegro.

Tal vez por necesidades de su comercio, el suegro envió  a su yerno a Italia y le dio cartas de presentación para varios amigos suyos que le facilitaran las gestiones mercantiles que iba a realizar. Cumplió los encargos, entre ellos el que un escultor de clase le esculpiera un Cristo en la Cruz. Y en Roma se hizo la talla que Francisco Rodriguez trajo desde Italia a lomos de mula. Aquí la colocaron en la Puerta de Tierra de las murallas, que se hallaba en la actual Boulevard. Así un cronista local, Siro Alcain, al describir esta Puerta dice que sobre ella había una balconada de madera y un crucifijo de bastante mérito artístico, el que hoy se halla en la parroquia de Santa María en el lugar llamado de Santa Marta. A la derecha de la Puerta, la primera casa pertenecía a los señores de Tito, que cuidaban del alumbrado del Cristo y de una Dolorosa que se hallaba a sus pies. La leyenda atribuyó a Brígida Amunarriz el cuidado de la imagen y decían que después de muerta esta piadosa mujer, seguía ardiendo el alumbrado de aceite.

La Puerta de Tierra era la de mayor tránsito de las de la muralla y por allí pasaban las diligencias que unían San Sebastián con Madrid y Bayona y como escribió el cronista, al pasar delante del Cristo " se detenían, cesaba el sonoro ruido de los cascabeles de los caballos y de los chasquidos de la fusta del mayoral y los viajeros, postillón y el Júpiter rezaban una oración al emprender el penoso viaje durante el cual habían de salvar  el empinado alto de Descarga, las tortuosas carreteras de Castilla y otros muchos peligros que surgían y era inevitable arrostar en la ruta hasta la Corte de las Españas".

Al pasar ante el Cristo de la Puerta de Tierra no faltaba el "avemaría" de la cashera que en la cesta que llevaba en la cabeza traía al mercado los productos del caserío; el baserritarra que con la "checorra" venía al matadero hacía la señal de la Cruz y los paseantes que pasaban por allí y que siempre eran numerosos pero mucho más los días de buen tiempo, cuando iban a los barrios de extramuros, a San Martín y el Antiguo, a degustar la rica sidra o sencillamente a alejarse de la urbe, también solían musitar unas preces al venerado Cristo.


El año 1863 cambió de sede el Cristo de la Paz y Paciencia que estaba en la muralla desde tiempo inmemorial. Ese año se aprobó el derribo de las murallas y entonces se dudó en llevar la imagen a una de las dos parroquias de la ciudad, la de San Vicente o la de Santa María. Por último se optó por la segunda.


De la parroquia salió procesionalmente a la calle por primera vez y creo que por única, el 19 de junio de 1937, sobre una carroza dorada. El jesuita P. Angel Elorriaga dirigió desde el Círculo Easonense, que estaba en la esquina de la calle Igentea y Mayor, un Vía Crucis que se desarrolló en el Boulevard y al que se sumaron miles de donostiarras, presidiendo el piadoso acto el obispo de Solsona.


Son muchos los fieles que acuden diariamente a la parroquia de Santa María a rezar ante la imagen del Cristo. En 1923 acudía con frecuencia a la recoleta capilla donde está este Cristo una mujer de largos velos negros. Iba por la tarde, cuando la iglesia estaba casi solitaria y pasaba larg rato postrada ante la imagen. El párroco estaba intrigado por saber quién era aquella dama de distinguido porte y lo averiguó una tarde de Viernes Santo, cuando por las calles de la Parte Vieja desfilaba la procesión del Santo Entierro. Era la Emperatriz Zita, viuda del último emperador de Austria-Hungría, que aquellos meses vivía con sus numerosos hijos en nuestra ciudad, en un hotel que se hallaba en la esquina de las calles Oquendo y Camino, donde hoy está la iglesia de los Padres Capuchinos.


Otra imagen a la que los donostiarras tenían devoción intensa y fervorosa era la del llamado Cristo de la Mota. Esta devoción se ponía de manifiesto en múltiples ocasiones y de una forma más ostentosa en la mañana del Viernes Santo, día en que se rezaba por los caminos del Castillo el Vía Crucis, al que acudían muchísimos fieles que terminaban el piadoso ejercicio en la capilla de la fortaleza postrados ante la imagen del Señor.


Uno de los documentos más antiguos que hablan de este Santo Cristo se encuentra en el Archivo de Simancas. En el legajo número 2.793 del negociado de guerra puede leerse lo siguiente:


"Consulta del Consejo de Guerra de Su Majestad de 5 de enero de 1689 sobre la vida dura del Castillo de la Mota.


Señor: el Duque de Cauzano, en carta del 20 del pasado, dice que habiéndose volado el Castillo de la Mota, como viene avisado, se dignó Su Divina Majestad hacer un milagro por medio de una Santísima Imagen de un Santísimo crucificado que estaba en el altar de la capilla de dicho Castillo, el cual quedó intacto en su altar sin haber volado piedra alguna, ni tocado en toda su circunferencia de su dosel y altar, habiendo quedado intactos sus ornamentos y la lámpara encendida y a sus espaldas que miran rectamente a la ciudad se detuvieron en una pared sencilla milagrosamente pedazos grandísimos de sus ruinas, que si hubieran corrido más adelante, hubieran multiplicado el daño y por este beneficio se ha aumentado la devoción a esta Santa Imagen, aún por lo pasado era muy grande en aquel pueblo, deseando que se vuelva a restablecer la ermita, la cual se pondrá decente con doscientos doblones y sólo ha podido limpiar y desembarazar al sitio y ponerle un tejado de prestado y se promete de la suma piedad de Vuestra Majestad que aumentará esta devoción mandándole adherir lo que ha de hacer y pidiendo a Su Santidad o al Nuncio un jubileo para el 7 de diciembre que empiece de las vísperas de Nuestra Señora de la Concepción y dure hasta el día siguiente de su fiesta para los que visitaren la ermita en acontecimiento de gracias de haber librado aquella ciudad del riesgo tan grande y todos rogarán a Dios por la larga vida de Vuestra Majestad y aumentos de la Monarquía.


De que da cuenta el Consejo de Vuestra Majestad recomendándole mucho por los justos motivos que para ello concurren y causa porque el duque lo propone. Vuestra Majestad mandará lo que fuera servido. Madrid a 5 de enero de 1689.


Decreto. Como parece y así lo he mandado y que sin dilación se provean estos doscientos doblones.


Firman: marqués de la Granja, duque de Jovenaza, marqués de Valdeguerrero, don Pedro de Oreitia”.


El milagroso hecho al que se refiere este histórico documento sucedió la víspera de la Inmaculada Concepción del año 1688, fecha en que voló el polvorín del Castillo, coincidiendo con un furioso temporal de mar que causó muchos daños a San Sebastián y bastantes víctimas. Se reputó como milagroso el que el Cristo quedara intacto en la capilla del Castillo, en la misma cúspide del Macho.


La imagen era obra de un escultor donostiarra de principios del siglo XVII. Esta imagen del Salvador ha tenido una vida itinerante, pues tras la explosión citada fue trasladada a la iglesia de Santa María hasta que de nuevo volvió a la capilla restaurada del Castillo. Cuando se abandonó éste fue trasladada al Hospital Militar sito en la calle del Campanario y luego a la nueva sede de éste en la cuesta de Aldapeta, junto al Colegio de los Marianistas. Aquí permaneció la imagen hasta 1963, fecha en que, al haber sido reconstruido el Castillo, volvió a su primitivo lugar.


El Castillo y la capilla de la Mota siguen siendo lugar de visita de donostiarras, unos devotos del Cristo que allí se halla, otros nostálgicos, y algunos turistas ávidos de conocer aquel rincón cargado de historia. Y en los días de Cuaresma no faltan los Vía Crucis que empiezan junto al convento de Santa Teresa y terminan ante el Cristo de la Mota.


La imagen que cuenta con mayor número de devotos es, lógicamente, la de la Virgen del Coro, Patrona de San Sebastián. Existen diversas versiones todas ellas envueltas en la niebla de la leyenda sobre el origen de esta imagen. El doctor Camino dice que su nombre procede de haber estado en el facistol del coro. Pero para don Pedro M. Soraluce, habida cuenta que los coros en las antiguas basílicas se hallaban en la nave central cerca del crucero y al pie del altar mayor, y que es desde el Renacimiento cuando en las iglesias aparecen los coros en el fondo de los templos, y que la iglesia de Santa María se levantó después del incendio que destruyó San Sebastián y parte del templo el 30 de junio de 1278, que luego en 1743 fue derribada por amenazar ruina para ser reemplazada por la actual, piensa que la imagen no podía estar en el coro actual, que no existía, y sólo en el centro de la iglesia, y ya en 1615, cuando estuvo aquí Felipe III para asistir a los esponsales de su hija la infanta Ana de Austria con Luis XIII y del príncipe de Asturias, luego Felipe IV, con Isabel de Borbón, se hallaba en el altar mayor.


En efecto, al visitar el rey la iglesia, dice el doctor Camino, "no le pudo hacer el clero mejor obsequio que ofrecerle como reliquia un vestido precioso de la imagen de Nuestra Señora del Coro, que le presentó en sus reales manos el vicario de la misma iglesia, y habiendo preguntado el rey si lo era de aquella santa imagen que estaba sobre el Sagrario, y respondiéndole que sí, apreció la dádiva, añadiendo que encomendasen a la propia imagen".


Una tradición afirma que Nuestra Señora del Coro procede de los indios venezolanos y que la imagen fue traída por la Real Compañía Guipuzcoana de Caracas, desde la ciudad de Coro, a cuatro kilómetros del golfo de Venezuela, población de 15.000 habitantes en cuyo puerto tocaban los barcos de aquella compañía. Pero esta tradición no tiene base histórica pues la Real Compañía fue fundada en 1728 por Francisco de Munibe, conde de Peñaflorida y siglo y medio antes ya hay constancia de que la imagen estaba en Santa María.


En el archivo parroquial de Santa María existe una fotografía de un grabado sobre acero de finales del siglo XVIII que representa a Nuestra Señora del Coro con una inscripción que dice que cuando la toma de San Sebastián por las tropas francesas que mandaba el general Moncey, la efigie fue salvada por el vicario de Santa María don Miguel Antonio de Remón, embarcándola el 2 de agosto de 1794 en una lancha camino de Guetaria. Agrega la nota que "se levantó una repentina y horrible tempestad que sumergió otra lancha y se ahogaron treinta personas, impidiendo al vicario llegar al puerto de Guetaria, pero atravesando con dificultad la peligrosa barra de Orio y contando este prodigio entre los continuos que se experimentan de la santa imagen, llegó con ella el vicario a Madrid”. La imagen, en Madrid, fue dibujada y grabada por Josef Ximeno, de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. La nota agrega que Su Santidad Benedicto XIII concedió siete años y otras tantas indulgencias perpetuas a todos los sacerdotes que celebrasen misa en el altar de esta imagen y a los que las oyeran, teniendo la Bula de la Santa Cruzada (25 de abril de 1795). Parece ser que la imagen fue devuelta a San Sebastián ese mismo año.


Durante la guerra de la Independencia, la imagen fue llevada a la Puerta de Tierra "para librar acaso la ciudad de la toma de los enemigos", según don Serapio Múgica y el 15 de agosto de 1815 fue trasladada procesionalmente a la iglesia de Santa María. Durante la primera guerra carlista, al convertirse en almacén y parque esta parroquia, estuvo en sitio seguro custodiada por los pocos religiosos carmelitas que aquí quedaron. Hasta esa fecha, la Virgen del Coro era llevada procesionalmente por las calles donostiarras el 8 de septiembre, después de la misa solemne que se celebraba en Santa María, recorriendo las calles Mayor, Lechuga (hoy Embeltrán), Narrica y Trinidad (hoy 31 de agosto). En la octava de la Inmaculada la procesión con la imagen recorría el interior del templo en conmemoración del trágico suceso del 7 de diciembre de 1688. El altar de Nuestra Señora se iluminaba desde la víspera de la Asunción hasta el 16 de agosto, después de la procesión de San Roque.


En las grandes calamidades públicas, se sacaba la imagen en procesión. Así en 1855 cuando el azote del cólera morbo, la procesión contó con la asistencia de casi todo el vecindario y pese a la intensa lluvia que caía nadie abandonó su puesto.


El más antiguo documento sobre la devoción a la Virgen del Coro y su intervención milagrosa en un incendio, se halla en el libro de visitas de la parroquia de San Vicente, libro que pudo ser salvado del saqueo de la ciudad en 1813.


Dice textualmente el documento: "La noche de San Vicente santo y mártir, 22 de enero de 1738, prendió fuego desde la cabaña una casa de dicha Plaza Nueva por parte de la acera que caía hacia la calle de Bilbao; cebóse el fuego en la inmediata y para apagar el fuego derribaron dos casas. Viendo yo el incendio tan grande, llevé el Viril con el Santísimo Sacramento, alumbrándome únicamente don José de Burga y después que estuvimos en la plaza debajo del soportal de la testera de dicha plaza, rezando varias imprecaciones y echando la bendición con el Santísimo y lo mismo hice por la dicha calle de Juan de Bilbao, volvíle a la iglesia de San Vicente, desde donde llevé. Después se llevó la Santísima Virgen de Nuestra Señora del Coro, que la tuvimos en la casa del Consistorio ambos vicarios, varios sacerdotes y religiosos. Cuando empezó a perder voracidad el fuego, la llevó su vicario a la iglesia de Santa Teresa, a donde cantaron la letanía mayor y otras deprecaciones y se cantó la misa de Nuestra Señora, por ser ya la mañana del 23 de dicho mes. Y para que conste lo firmo en San Sebastián a 31 de diciembre de 1739. Manuel Antonio de Iriarte".


Si la imagen fue restituida a la iglesia de Santa Teresa fue porque allí se hallaba, ya que la parroquia de Santa María quedó bastante dañada a consecuencia de la explosión del Castillo del 7 de diciembre de 1688 y mientras se llevaban a cabo las obras de restauración, que fueron pagadas por la Real Compañía Guipuzcoana de Caracas, realizadas entre 1743 y 1768, la imagen de la Virgen estaba en el convento carmelitano de Santa Teresa.


A esta salida de Nuestra Señora contada en el viejo documento, se refiere el cronista e historiador don Serapio Múgica en su libro “Curiosidades históricas de San Sebastián”, describiendo con más detalle la milagrosa intervención de la Señora.


"De pronto, todos los trabajos (de extinción del fuego) quedaron suspendidos, posternándose de rodillas los concurrentes. Era que a la luz de aquella inmensa hoguera hacía su aparición por un lado de la plaza la Virgen del Coro, conducida en procesión a la Casa Concejil por el Vicario de Santa María don Pedro Manuel Echeverría.


Convertida la plaza en templo, cuya bóveda era el cielo y alumbrados a la vez, postráronse de hinojos todos los presentes ante aquella santa imagen, de quien en los momentos de peligro esperaban todos los hijos de San Sebastián y orando en voz alta impetraban su intervención para que el cielo se apiadara de sus males. A los primeros ruegos cayó un fuerte aguacero que mojando los tejados disminuyó grandemente el peligro de que se propagase el incendio y se confesó por todos los concurrentes que a la llegada de esta Reina de los Angeles se advirtieron muestras evidentes de mitigarse el volcán".


Entre los hechos milagrosos que se atribuyen a esta imagen, figura el caso de una mujer donostiarra que hallándose en una gran necesidad se postró a pedir ayuda a la Virgen y cuando con gran fe rezaba, se desprendió de la estatua una de las joyas que adornaban su manto. Presenció el hecho el párroco y la mujer le contó lo sucedido entregándole la alhaja, siendo compensada por el sacerdote.


La imagen tiene unos cuarenta centímetros de alto, está tallada toscamente en madera ordinaria, los rostros de la Virgen y el Niño son de color negro, y el trono parece ser del siglo XVII-XVIII. Este trono es un arco triunfal de plata y un árbol genealógico de madera dorada, sosteniendo Abraham el trono, estando en las ramas cuatro reyes de Judá, queriendo señalar así la estirpe regia de María, según el estudio hecho por Soraluce. Las andas que en 1759 hizo en Huesca José Lastrada para la imagen eran, al decir del reverendo Joaquín Ordoñez, una auténtica joya, “pero cargó tanto el maestro la mano en el armazón y plata, que con llevarlas seis clérigos robustos quedan molidos".


Existe un folleto en cuya portada puede leerse: "Sacro novenario de la milagrosa imagen de Nuestra Señora del Coro, que se venera en la iglesia mayor de la M.N. y M.L. ciudad de San Sebastián. Su autor: el R.P. Fray Antonio de Alquiza, Lector de Teología en el Convento de Nuestro Padre San Francisco de la villa de Tolosa. Con Licencia. En San Sebastián: en la imprenta de Ignacio Ramón Baroja. Año de 1819". En una "Advertencia” puede leerse la recomendación de que se inicie la novena el viernes para terminarla el sábado siguiente, “día dedicado a María Santísima", la de ayunar ese día y dar una limosna si se pudiera a una mujer y un niño, "en obsequio del Niño-Dios en brazos de Su Majestad Purísima".


Por un Breve del Papa Pío XII se declaraba a Nuestra Señora del Coro patrona de la ciudad de San Sebastián. Al conocerse la noticia, la devoción donostiarra a la Virgen se materializó en las joyas que regalaron, encargándose el joyero Echeverría de hacer la corona. En realidad no se trataba solamente de una corona sino de un tesoro de joyas para el adorno total de la imagen.


La corona de la Virgen, de oro y platino, tenía 389 brillantes y 368 diamantes. Del interior de la corona colgaba un gran brillante. La aureola era de platino y oro y en sus ráfagas grandes llevaba 315 brillantes y en las dobles ráfagas pequeñas 588 diamantes.


La corona del Niño tenía una perla fina colgando del interior y sobre el platino y oro llevaba 93 brillantes. La mascarilla que llevaba la Virgen aureolándola el rostro era un encaje de platino y oro con 80 brillantes y 78 diamantes. La gargantilla era de dos filas de perlas y una de brillantes en el centro. Como fleco, llevaba filas de brillantes y perlas haciendo juego: en total 65 brillantes y 64 perlas. Había también un colgante o pendentif de tres filas, con 9 esmeraldas y 146 brillantes. Colgaban entre ellos varias lágrimas de la misma piedra. Las letras de la leyenda "A nuestra Señora del Coro" eran de oro y platino y llevaban montados 146 brillantes.


El valor total de aquella joya rondaría el medio millón de pesetas de la época. La solemne coronación de Nuestra Señora del Coro tuvo lugar el domingo 8 de septiembre de 1940. Los actos fueron presididos por el Caudillo que asistió acompañado de su esposa, el ministro de Agricultura señor Benjumea, el capitán general de la VI Región Militar, general López Pinto, el alcalde don Antonio Pagoaga, el gobernador militar coronel Becerra, gobernador civil don Gerardo Caballero, presidente de la Diputación don Elías Querejeta, Nuncio de Su Santidad Monseñor Cicognani y los obispos de Vitoria, Santander y Pamplona.


A las 9 de la mañana el obispo de Vitoria Monseñor Lauzurica ofició una misa en Santa María y los Orfeones de San Sebastián, Vitoria, Pamplona y Bilbao bajo la dirección de Juan Gorostidi interpretaron la de Licinio Réffice. En el ofertorio, el barítono Marcos Redondo cantó un Ave María.


Al terminar la misa tuvo lugar la ofrenda de un manto a la Virgen, manto que llevaba bordado en oro el escudo nacional. Acto seguido, la imagen de Nuestra Señora del Coro fue descendida de su camarín al altar mayor y así el obispo de Vitoria como delegado extraordinario de S.S. Pío XII dio lectura al breve Pontificio en el que se declaraba solemnemente Patrona de San Sebastián a Nuestra Señora del Coro. Luego colocó sobre la cabeza de la imagen la corona, retirándose entonces Franco y su séquito.


Momentos después, la imagen de la Virgen fue llevada en procesión a la Casa Consistorial, siendo colocada en un altar en el balcón principal del edificio. El alcalde y el obispo dirigieron unas palabras a la gente que abarrotaba la plaza y un grupo de muchachos bailó una danza de honor ante la imagen que seguidamente fue devuelta a la iglesia de Santa María. En el templo el alcalde leyó la consagración de la ciudad a la Virgen del Coro e hizo la ofrenda de un cirio que ardería durante todo el año ante la imagen. Por la tarde se rezó un rosario en la parroquia y hubo procesión por el interior del templo.


Y para terminar este capítulo dedicado a veneradas imágenes religiosas escribiré sobre la Virgen Negra, muy venerada por los donostiarras de hace unos siglos, en la que se entrecruzan la historia y la leyenda.


Comenzó la historia cuando regresó de Inglaterra a España María de Lezo, moza guipuzcoana nacida en la Universidad de Lezo que había marchado a Londres como camarera de Catalina de Aragón, esposa que fue del Rey Enrique VIII. Se supo ganar la amistad y la confianza de su señora y fue mucho más que camarera, pues con el tiempo era dama de honor y amiga de confianza de aquella desgraciada mujer. La vida que la dio el rey su esposo es bien conocida y víctima de tantos desprecios y humillaciones, falleció el 6 de enero de 1536. Enrique VIII, que fue quien separó a Inglaterra de la fe de Roma, consiguió así desembarazarse de la reina española e iniciar una serie de uniones matrimoniales sobre las que ya emitió su juicio la historia.


Al desaparecer Catalina de Aragón, su fiel servidora y amiga regresó a España trayendo importantes documentos sobre la corte inglesa y una imagen de la Virgen a la que Enrique VIII había ordenado poner boca abajo en un riachuelo de las proximidades de Londres. Aquella imagen de la Virgen Negra, como se la llamó por su color, llegó, se cree que por intervención del Papa San Pío V, al convento de San Telmo de San Sebastián.


La imagen se colocó en una capilla bajo el título de Nuestra Señora del Rosario, pero la gente la conocía con el nombre de Virgen Negra. Era del estilo que los imagineros del siglo XIV prodigaban: se hallaba la Virgen sentada, teniendo sobre las rodillas a su Hijo. Pronto los donostiarras, tal vez conocedores de la historia de la imagen, la tuvieron gran devoción, y cuando estuvo San Francisco de Borja y predicó en la iglesia de San Telmo, dedicó unas palabras a aquella imagen, según consta en la biografía de Fray Bartolomé de los Mártires, arzobispo de Braganza, que visitó San Telmo cuando iba a Trento, quien por cierto llegó a San Sebastián y se mezcló con los pobres que esperaban comida a la puerta del convento, recibiendo la escudilla de potaje como uno más, hasta que fue reconocido por alguien y recibió el hospedaje digno de su categoría.


Un hijo de don Alonso de Idiaquez, familia tan unida a la historia de San Sebastián y que fue pieza capital en la fundación de San Telmo, murió en Oñate en plena juventud y por voluntad de sus padres recibió cristiana sepultura en el convento donostiarra. "Queremos que duerma junto a sus antepasados gloriosos bajo la protección de la Virgen de la capilla del Rosario", decía un documento de su progenitor, que era entonces Virrey de Navarra.


Un cronista local dijo que aquella pequeña imagen era negra “a causa del humazo de tanta y tanta lumera de aceite de ballena y de tanto pábilo de velas de cera como en el curso de los siglos medios la fe donostiarra hizo arder ante aquella imagen que nuestro pueblo adoró bajo las góticas bóvedas de la iglesia de San Telmo".


¿Qué fue de aquella imagen? Durante mucho tiempo se creyó que hubiera sido destruida en el asalto y posterior incendio de la ciudad en 1813. Pero no fue así. La Orden de Santo Domingo había venido a San Sebastián y fundado dos conventos, el de San Telmo y el de las monjas del Antiguo, del que un día escapó escalando sus tapias una donostiarra que dio mucho que hablar tanto en las Américas como en el Viejo Mundo, Catalina de Erauso, la Monja Alférez. Pero en la década de los treinta del pasado siglo llegó la hora de la exclaustración. La desamortización del ministro Mendizabal alcanzó primero a San Telmo y poco después a las monjas que tenían su convento en el espolón de rocas de la Artiga, un balcón privilegiado sobre la incomparable bahía donostiarra.


San Telmo desapareció como convento y se convirtió en cuartel y durante casi un siglo, hasta 1928, a los cantos de las horas canónicas, desde los Maitines a las Completas, sucedieron los sones militares y las marchas marciales del mundo castrense. En aquellos momentos de confusión, cuando los dominicos abandonan su convento, surge la figura de uno de ellos, donostiarra de nacimiento y de corazón, a la sazón un joven postulante que luego haría brillante carrera en la orden: José María de Larroca y Estala. Nacido el 10 de septiembre de 1813, pocos días después de la destrucción de la ciudad por las tropas anglo-portuguesas, ingresa en la Orden dominicana, y en San Telmo estaba estudiando cánones y teologías cuando llega la hora de la exclaustración. Y parece ser que la imagen fue llevada a Francia y años después el P. Larroca llega a ser general de la Orden y entonces se hizo cargo de la imagen que confía a las monjas dominicas del Antiguo, quienes la conservaron durante un cuarto de siglo y es en 1860 cuando nuestro paisano la entroniza en la antiquísima abadía de Corias, en tierra de Asturias, próxima a Cangas de Tineo y al río Narcea, y en aquel convento de San Juan Bautista fue colocada en el antecoro. El P. Larroca sentía por ella especial devoción, pues ante ella había tomado el hábito de Santo Domingo.


Hace años el arcipreste don Agustín Embil hizo gestiones para que la imagen volviera a San Sebastián, pero nada consiguió. Y la Virgen que durante tantos años escuchó las peticiones de los donostiarras y sus oraciones está lejos de nuestra ciudad, tal vez esperando que unas manos piadosas la traigan de nuevo al lugar en el que residió durante siglos.






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