jueves, 28 de junio de 2012

Llega el Ferrocarril. Las crónicas de Bécquer

La inauguración de la línea férrea Madrid - Hendaya constituyó un acontecimiento nacional. Nada menos que veinte periodistas iban en el viaje para hacer la información, a los que se unieron en Valladolid redactores de "El Norte de Castilla", "El Valenciano", "Diario de Barcelona", "Siglo Industrial", y "Gaceta de los Caminos de Hierro". Los que venían de Madrid eran redactores de "La Ëpoca", "El Eco del País", "La Política", "El Contemporáneo", "El Diario Español", "La Democracia", "El Reino", "El Pueblo", "La Razón Española", "La Libertad", "La Regeneración", "El Ancora", "La Esperanza", "El Espíritu Público", "La Correspondencia", "Las Novedades", "El Clamor", "La Iberia", "La Discusión" y "Las Noticias".

El representante de "El Contemporáneo" era Gustavo Adolfo Bécquer que ya había alcanzado la fama con sus rimas calificadas como breviario de amor de la juventud. Este periódico era uno de tantos como en aquella época se editaban en Madrid y había comenzado a publicarse en 1859. Tenía la redacción, administración y talleres en la calle de Tragineros (Prado) número 20. En la Hemeroteca de Madrid se conserva la colección y gracias a mi amigo y colega José Luis Torres Murillo he podido leer las crónicas que en ese periódico escribió Becquer, y de las que voy a reproducir aquí algunos párrafos.


La primera impresión que San Sebastián le causo al inmortal poeta en el histórico día de la inauguración del ferrocarril fue ésta: "Después de diecisiete horas de ferrocarril, después de haber visto desfilar como un interminable panorama cien pueblos y distintas ciudades, oyendo incesantemente como el acompañamiento de una canción que nunca se acaba, el férreo y asordador estruendo de la locomotora, después de un día de agitación y bulla, de fluctuar arrastrado por la muchedumbre de acá para allá en una ciudad nueva donde todo impresiona, envuelto en esa nube de ruidos, de objetos y de colores que combinándose entre sí de mil maneras diversas acaban por aturdir la vista y embotar la imaginación, de escuchar por aquí el clamoreo de las turbas, por allá el estampido de los cañones, los ecos de las músicas, la aérea armonía de las campanas y ver las banderolas que se agitan, las armas que lanzan chispas de luz, los carruajes y jinetes que cruzan en todas direcciones, un pueblo entero, en fin, que todo él a un tiempo se mueve y hace ruido y va y viene lleno de ese entusiasmo expansivo y alborotador que acaba por hacerse contagioso y comunicar su vertiginosa alegría al más impasible (...).


"Quisiera ser Hamlet y no precisamente por tener su talento, que es todo él de su creador que vació su gigante inteligencia en la de esta magnífica figura, sino por disponer de la calma y el aplomo necesarios para sacar un librito de apuntes en la situación más crítica y apuntar en él cuanto me impresiona o me importa saber más tarde. Yo no me canso de admirar a sus compatriotas los ingleses, que en medio de una conflagración general y en el filo de una espada son capaces de hacer un croquis o apuntar una nota con la impasibilidad y la sangre fría más admirable del mundo.


Heme aquí en San Sebastián traído y llevado por las oleadas de la multitud, sin saber de qué forma valerme para proseguir apuntando mis impresiones. ¡Son tantas las cosas que a la vez reclaman mi atención! ¡Tantos los objetos que a un tiempo hieren mis ojos! Aquí un altar con un sacerdote, revestido de la capa pluvial, sus cantos religiosos y sus incensarios, que despiden columnas de humo perfumado y azul. Allá un dosel de oro y terciopelo, grandes uniformes, bandas rojas y azules, placas de brillantes, todos los esplendores de la Monarquía y la Marcha Real que llena el viento de sus acordes majestuosos. En medio la locomotora empavesada que bufa contenida como un corcel fogoso sujeto por el jinete. Luego una multitud inmensa de colores abigarrados que acude por todas partes y se apiña en torno al lugar de la ceremonia. Al fondo el puerto con su bosque de mástiles empavesados con banderas de todas las naciones, el castillo que saludó a las majestades del cielo y de la tierra con sus formidables bocas de bronce, en la ciudad, que se extiende al pie de la montaña, las campanas que voltean ruidosas y alegres, y por último el mar inmenso que se prolonga en lontananza hasta confundirse con el cielo en el horizonte.


Acaban de servirme un plato de cuyo contenido he dado fin con una presteza admirable, y aprovecho que tardan en servirme otro para consignar que esto me parece muy bien".


Del paisaje de Guipúzcoa, Gustavo Adolfo Bécquer, que lo contempló desde su vagón de aquel tren inaugural, hizo la siguiente descripción: "Cójase una caja de juguetes, alemanes o suizos, de esas que venden en casa de Sekrok y que son el sueño de oro de los muchachos, una de esas cajas que dejan ver, al levantar su blanca cobertera, todo un mundo de animalitos, casas, árboles, peñas y figuras de aldeanas con sus trajes azules, amarillos y rojos, mezclado y confundido en caprichosa revolución sobre una capa de musgo verde. Colóquese primero el campanario en el valle, los chalets con sus barandas de madera y sus pisos volados en el ribazo del monte, muchos árboles por acá y por allá, musgo por todas las praderas y por encima de las rocas y las cortaduras, en un término unas vaquitas, en otro un puentecito y verdura, un mar de verdura que contenga todos esos objetos como en un marco. Después la iglesia que estaba abajo, se coloca arriba; y el pueblecito que estaba arriba, abajo, los árboles que se veían aquí, más allá y el puentecito y las vacas que se veían allá, aquí, y así se sigue trastornándolo todo y combinando de mil modos distintos, la misma torre con los mismos caseríos, sobre las mismas hondonadas y las mismas eminencias, siempre sobre idéntico fondo de verdura, como se combinan los objetos y los colores en un kaleidoscopio, y se tendrá una idea aproximada de lo que son las provincias vistas al paso desde una de las ventanas del coche (...)


Atravesamos una verdadera cordillera de montañas. Se sale de un túnel para entrar en otro. Donde no se ha horadado la roca para atravesar una altura, se ha levantado un puente para salvar un precipicio. Por un lado y otro del coche se ven las antiguas sendas que suben y bajan serpenteando lenta y trabajosamente alrededor de los montes y los valles, siguiendo sus vueltas, sus ondulaciones y sus caprichos, para enlazar unos con otros los pueblos, mientras el tren corre con una carrera frenética a lo largo de la vía derecho a su camino, salvando los obstáculos, desafiando las contrariedades, rompiendo los valles que puso la Naturaleza a la osadía de los hombres.


De las aldeas comarcanas salen a saludarnos a la orilla del camino los habitantes de estos alrededores. A la entrada de las grandes poblaciones se ven arcos de triunfo, en los caseríos de las aldeas cuelgan de los ventanillos y los barandales, a falta de otra cosa mejor, las colchas de las camas; de cuando en cuando llega hasta nosotros en las ráfagas del aire el alegre sonido de las campanas, echadas a vuelo en las cien torres, que unas empinadas sobre las cumbres, otras escondidas en lo más profundo de los precipicios, saludan con sus voces de metal el fausto acontecimiento.


El tren sigue a la frontera, tras pasar Puertas Coloradas, La Herrera, el túnel de Capuchinos, dejando a la izquierda Pasajes y Rentería. Desde Rentería el camino pierde mucho de su aspecto pintoresco, porque va encallejonado entre montañas hasta que se encuentra el túnel de Gainchurizqueta, que mide 466 metros, pero a la salida del túnel se presenta a la vista del viajero el paisaje más bello y encantador que pueda imaginarse. A la derecha Irún y Behovia, a la izquierda Fuenterrabía, enfrente el río Bidasoa, y por todas partes casas desparramadas y campos bien cultivados con lindísimos jardines".















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