En 1855 se aprobó el proyecto según el cual la línea iría desde Irún por Rentería, San Sebastián, Lasarte, Andoain, Tolosa, Lazcano, Ataún, Echarri-Aranaz, Araya, Vitoria y Miranda, siguiendo luego por Burgos y Valladolid.
Ante este proyecto, Guipúzcoa urgía a que las obras se iniciaran cuanto antes a fin de que luego no se modificaran con presiones de ninguna clase. Las gestiones cerca de la Compañía de Caminos de Hierro del Norte de España las llevaron don Fermín Lasala, diputado a Cortes y don Luis Mariategui, diputado por Tolosa, llegándose a un acuerdo con la compañía en 1857. En este convenio se modificaba el trazado de la línea dentro de la provincia, pues iría desde Tolosa a Villafranca, Beasain, Zumárraga, Otzaurte y Alsasua.
Guipúzcoa se comprometió a dar veinticinco millones de reales a condición de que la compañía construyera en cuatro años el tramo Irún-Villafranca y contribuiría a la construcción del tramo Villafranca-Zumárraga con la tercera parte de su coste, siempre que este tramo se terminase en otros cuatro años. Se abrió una suscripción para aportar los 25 millones de reales y tuvo un éxito inmenso. Los guipuzcoanos aportaron sus dineros y emigrantes que se hallaban en las américas también enviaron parte de sus ahorros. Solo San Sebastián suscribió trece millones y medio de reales. Se abrió después otra suscripción para el tramo Villafranca-Zumárraga y en poco tiempo se alcanzó la cifra de 35 millones de reales.
En junio de 1858 comenzaron las obras, en Tolosa detrás del frontón Beotibar en San Sebastián en la trinchera de Mundaiz y Errota-Txiki. El 1 de septiembre de 1863 se inauguró la línea entre Beasain y San Sebastián, el 22 de octubre del mismo año el tramo San Sebastián-Bidasoa y el 10 de agosto de 1864 entre Beasain y Alsasua.
El comienzo de las obras en San Sebastián fue "sonado". Tuvo lugar el 22 de junio de 1858 por la mañana en Tolosa y por la tarde en nuestra ciudad. Desde la Casa Consistorial a las dos de la tarde salió una comitiva compuesta por las autoridades, representantes de la casa constructora y el Regidor-Síndico que llevaba el pendón del pueblo, todos rodeados de numerosísimos vecinos que querían presenciar el histórico acontecimiento.
"En el glasis de la fortaleza -escribió Segundo Berasategui, testigo del hecho- entraron todos en barcas planas que, lo mismo que el puente de Santa Catalina, estaban elegantemente adornadas. Una vez que llegaron al punto designado para la inauguración, se efectuó ésta con toda solemnidad, pronunciando discursos el gobernador civil, el diputado general en ejercicio y el alcalde de San Sebastián, don Angel Gil Alcain, que echaron en el Urumea las piedras y tierra convenientes para sentar el primer pilón, bendiciendo las obras un ministro del Señor. Y enseguida la música de aficionados y un coro de trescientos jóvenes entonaron el himno escrito expresamente para el acto, siendo unánime la alegría de los concurrentes".
Al regreso, los jóvenes, “impulsados por sus propios sentimientos y sin excitación ajena”, rodearon en barcas al elemento oficial a la vez que entonaban canciones. Las autoridades y pueblo una vez desembarcados se dirigieron a la parroquia de Santa María donde se cantó un Te Deum. A las siete de la tarde tuvo lugar en el salón del Tribunal y Junta de Comercio un convite oficial, mientras en la plaza de la Constitución coros y jóvenes cantaban el himno de la inauguración que alternaban con música y tamboril. Y como no podía ser menos, hubo toro de fuego, terminando todos los festejos para las 12 de la noche.
No se sabe quién fue el autor de la letra de aquel himno y mientras algunos decían que salió de la pluma de don Antonio Peña y Goñi, otros daban el nombre de don Alfonso Comba y el de don Antonio Arzac. Incluso se citó el nombre de Indalencio Bizcarrondo, que por unas horas dejaría el vascuence para escribir en castellano. Fuera quien fuese su autor, la letra es esta:
"¡Loor a las artes! ¡Al genial creador!/ El mundo obedece/ sumiso a su voz./ Nobles hijos de Elcano y Oquendo/ que queréis igualarles en gloria,/ preguntad a la voz de la historia/ lo que espera del nombre español.
El clarín de la guerra enmudece,/ ya la paz sus pendones ondea,/ por la tierra y el mar centellea/ de las artes el fúlgido sol.
A su voz Urumea despierta,/ agitando su limpia corriente;/ por su margen un pueblo impaciente/ se derrama en alegre festín.
Lanza al aire canora armonía,/ gratos himnos entona a su paso/ himnos son para ti, dulce Easo,/ que presagian ventura sin fin.
Tu verás, del vapor impelido,/ devorando el espacio triunfante/ como el rayo cruzar humeante/ por tus valles espléndido tren.
Tu verás agolparse a tu playa/ ricos dones que el mundo ambiciona,/ y caer esa negra corona/ de murallas que oprimen tu sien.
El vapor es el genio sublime/ que a los pueblos convierte en hermanos;/ a su soplo los montes son llanos/ y la Europa una inmensa ciudad.
El difunde la idea creadora,/ y su lento progreso acelera;/ él reserva a la edad venidera/ a la vez orden, paz, libertad".
Si con tanto fasto celebraron los donostiarras el comienzo de las obras, fue mucho mayor el que se registró cuando éstas terminaron. La inauguración oficial de la línea Madrid-París tuvo lugar el 15 de agosto de 1864, acontecimiento histórico no sólo para San Sebastián sino para España entera pues con el tren el relativo aislamiento en que nos encontrábamos con la barrera de los Pirineos como frontera natural quedaba roto. El Ayuntamiento de San Sebastián, consciente de la importancia del hecho, publicó un bando que decía:
"Mañana se celebra en esta ciudad la inauguración del ferrocarril del Norte de España y llegará Su Majestad el Rey dando con su presencia mayor solemnidad a tan importante acto.
Habitantes de San Sebastián: vais a recibir al augusto esposo de la segunda Isabel de Castilla, nuestra reina, cuyo pendón fuisteis los primeros en levantar y por la que habéis prestado gustosos señalados servicios.
Sois leales y el Ayuntamiento nada tiene que aconsejaros. Saludad al Rey con el entusiasmo propio de vuestros constantes sentimientos, y no olvidéis que la ciudad de San Sebastián ha merecido siempre el buen recuerdo de sus monarcas".
La ciudad se engalanó para la histórica fecha. En la calzada oriental del puente de Santa Catalina, que todavía era de madera, se levantó un arco. El puente estaba adornado con banderas y laureles en forma de guirnaldas. En la ciudad los balcones y ventanas lucían colgaduras y en la plaza Nueva podía verse una cenefa con los colores nacionales que unía los arcos. La Casa Consistorial estaba también engalanada incluso en su interior.
El tren en el que viajaba el Rey Francisco de Asís llegó a la estación a las 11 de la mañana del 15 de agosto de 1864. Acompañaban a Su Majestad los ministros de la Gobernación, señor Cánovas del Castillo, y Fomento, señor Ulloa. En la estación le esperaban el infantè don Enrique, los marqueses de Duero y de la Habana, el conde de Ezpeleta y las autoridades de San Sebastián. En ese momento se dispararon desde el Castillo de la Mota las veintiuna salvas de ordenanza y un coro de niños entonó unos cantos. La estación estaba engalanada y se habían levantado grandes tribunas para el público, la tribuna real y enfrente un altar. Se cantó un Te Deum acompañado por órgano, el de la Misericordia que se había llevado allí para aquella ocasión, y orquesta y un coro de hombres y de mujeres. El obispo de Vitoria bendijo las locomotoras que cubiertas de banderas españolas y francesas y guirnaldas avanzaron al compás de sus roncos silbidos.
Terminada la ceremonia religiosa, el pueblo dio rienda suelta a su comprimido entusiasmo y los más atronadores vivas a los Reyes llenaron el espacio. Su Majestad pasó después a un salón, hermosamente preparado, a espaldas de la estación. Allí se sirvió una comida magnífica que ofrecía la Compañía del ferrocarril. Asistieron a la mesa real los jefes de palacio, autoridades, M. Isaac Pereira, uno de los miembros más influyentes del Crédito Mobiliario francés, el consejo de administración del Norte, etc.
Terminado el banquete, el Rey con su hermano el infante don Enrique, que se hallaba veraneando en San Sebastián, y su séquito se dirigió a la Casa Consistorial y tras permanecer unos minutos en ella marchó a la parroquia de Santa María, donde oró ante la imagen de la Virgen del Coro. A las tres de la tarde regresó a la estación entre las aclamaciones del vecindario y un cronista testigo del acontecimiento, nada menos que Gustavo Adolfo Bécquer, pudo escribir que “su presencia ha sido acogida en todas partes con entusiastas aclamaciones y que al tomar el tren para seguir en dirección a Francia, todos le vitoreaban con vivísima satisfacción".
Por la noche se iluminó el puente de Santa Catalina y se quemó en un ángulo de la propiedad de don José Gros, una colección de fuegos artificiales traídos desde Burdeos. A las once de la noche había vuelto la calma "como es costumbre en esta ciudad, por grande que haya sido el bullicio y la algazara; la autoridad no tuvo que ocuparse del más pequeño incidente que turbase el orden, la seguridad y la alegría que reinaron", escribía un cronista al día siguiente.
Llegó el primer tren y luego otros muchos y la estación acogía a los viajeros que venían y a los que se iban. La estación aquella era muy modesta. En la Memoria del proyecto de nueva estación de fecha 11 de noviembre de 1880 puede leerse: "Cuando se estableció la estación de San Sebastián era imposible suponer que en muy pocos años esta ciudad llegaría a ser una estación balnearia de primera importancia y a la cual afluirían no sólo los bañistas del interior de España, sino también, y muy principalmente cuando hay corridas de toros, viajeros de Biarritz, de Bayona y hasta de puntos mucho más lejanos, tales como Dax, Burdeos, Pau, etc".
Se quiso hacer entonces una estación confortable en la que se aunaran lo estético y lo funcional y aun cuando con el paso de los años las modificaciones y ampliaciones han sido varias, todavía puede verse algo de la que podríamos llamar magnificencia de la época. Se alargó el edificio primitivo construyéndose al lado del mismo unos pabellones de 8 metros de longitud por 14 de ancho destinándose uno de ellos a sala de equipajes y el otro a locales administrativos, oficina del jefe de la estación, telégrafo, vigilancia y distribución de billetes de andén. Se construyeron dos marquesinas una de las cuales, de 20 metros de ancho por 77 de largo cubría no sólo el anden que se hallaba junto al edificio, sino que llegaba a la vía de viajeros, al otro andén intermedio y a la mitad de la segunda vía, utilizando para sostenerlas una serie de columnas distribuidas por los andenes. Una de las marquesinas la diseñó Eiffel.
El aspecto exterior del edificio tenía el aire señorial de la época, siendo similares las dos fachadas formadas por ladrillo visto y en la parte inferior por sillares también vistos, entrelazados por regueros de enlucido de cemento. Quedó totalmente independizado el servicio de viajeros del de mercancías y se ampliaron las vías formándose dos vías muertas de 300 metros de longitud cada una que servían para hacer maniobras. "Con estas modificaciones", decía la citada memoria, "creemos que el nuevo edificio podrá ser comparado con los de Hendaya y Biarritz".
Cuando se inauguró el servicio de trenes, se pensó en la necesidad de una fonda para que los viajeros pudieran comer, tomarse un tente-en-pie y esperar cómodamente a los trenes tomándose un refresco. Pero la fonda tardó treinta años en inaugurarse. El 12 de julio de 1894 y coincidiendo con la llegada de la Corte a San Sebastián comenzó a funcionar, hallándose al frente de la misma el conocido industrial irunés don Juan Barrenechea.
Ocupaba la fonda una superficie de 19 metros de longitud y 15 de ancho y se levantó entre la marquesina de las salas de viajeros y el cocherón, teniendo las entradas principales del lado de los andenes. El edificio fue construido por el contratista don Félix Zárate bajo la dirección del jefe de la sección don Eugenio Grasset. Tenía la fonda a cada lado del edificio dos bonitos jardines cerrados por un vallado de madera. El salón-restaurante era muy espacioso, pues medía 10 metros de longitud por 8 de anchura. El mostrador era a la vez sencillo y elegante. El salón tenía grandes ventanales y en comunicación con él había otro más pequeño para comidas privadas. La sala destinada a cantina tenía 8 metros por 6,80. El comedor principal tenía un aire de "gare du Midi" con algunos muebles segundo Imperio, espejos y objetos de cobre y uno esperaba encontrarse en aquel ambiente muy francés a M. Gambetta o al embajador señor León y Castillo que con su valija diplomática esperaba el tren que había de llevarle a París.
La nueva fonda suponía una comodidad para los viajeros que a partir de entonces podían almorzar y comer aquí, para luego no tener que ocuparse en Hendaya más que de las operaciones de aduana. Como la cocina y el servicio eran de primer orden, los periódicos comentaban: "Estamos seguros que muy pronto el nuevo buffet tendrá una clientela numerosa, no sólo elementos forasteros, sino de los del propio San Sebastián". A quien le gustaba ir a comer a esa fonda, muchos años después, en la década de los cuarenta, era a Pío Baroja.
Las vías del tren aislaban el entonces llamado paseo de San Francisco y el barrio de Eguía con el resto de la ciudad cuya única comunicación era el paso bajo el tendido de las vías a continuación del puente de Santa Catalina. Los que iban hacia Eguía y el paseo de San Francisco tras atravesar el puente de madera que había donde años después se construyó el de María Cristina o se jugaban la vida atravesando las vías o tenían que dar un gran rodeo.
Varios vecinos del barrio presentaron un escrito al Ayuntamiento, cuyo primer firmante era el duque de Mandas que vivía en su finca de "Cristina Enea". Era el 27 de septiembre de 1898 y en él se pedía que se construyera una pasarela sobre las vías.
Se hizo un proyecto con un presupuesto de 44.241 pesetas. La Compañía del Ferrocarril del Norte lo informó favorablemente poniendo la condición que el Ayuntamiento abonase 130 pesetas anuales por ocupación de terreno y reconocimiento de servidumbre. Exigió que las obras se hicieran bajo vigilancia del personal de ferrocarriles de la Compañía, corriendo a cargo del Ayuntamiento los desperfectos que ocasionaran y obligándose a variar el emplazamiento del paso elevado si así lo exigieran las necesidades del servicio o el establecimiento de nuevas vías. Se sacaron a subasta las obras en la cantidad citada, adjudicándose al contratista de Pamplona don Juan Cruz Arteaga, que hizo una rebaja de 9.441 pesetas. Las obras de cimentación se hicieron por administración civil, resultando un coste total de 34.800 pesetas.
Días antes de la inauguración de la pasarela se hicieron, el 26 de agosto de 1899, las correspondientes pruebas de resistencia, colocándose sobre ella 1.300 sacos de arena, viendo los técnicos la solidez de la construcción.
Se componía la pasarela de tres tramos de a 16 metros 61 centímetros cada uno y otro menor de 4 metros y 53 centímetros, siendo sus extremos dos escaleras de tres tramos cada una que en un principio fueron metálicas y que terminaban por un lado en la entonces carretera de la estación y por el otro en el paseo de San Francisco, en las proximidades del velódromo. Estas escaleras fueron sustituidas años después por otras de piedra. La longitud total de la pasarela era de 54 metros 36 centímetros, con un ancho de dos metros y medio.
La pasarela se apoyaba en columnas de fundición que a su vez descansaban en macizos de mampostería hidráulica, ejecutados por medio de pozos estibados, cuyo procedimiento de fundición hubo que utilizar a causa de tener que operar entre las vías del tren. Las bases de estos pozos estaban a la altura de la bajamar.
Años después se construyó la puerta o arco que daba a la pasarela por el lado del río, de estilo Restauración, un tanto barroca, y se colocó un reloj en el centro.
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