jueves, 28 de junio de 2012

Así nació el Boulevard

El Boulevard o la Alameda del Boulevard como también se le llamó, es uno de los más bellos paseos de San Sebastián. Cuando tras la Real Orden de 1863 comenzó el derribo de las murallas y la expansión de la ciudad siguiendo los planes elaborados por el arquitecto don Antonio Cortazar y Gorria, se inició una encendida polémica entre los donostiarras sobre lo que se iba a hacer en el Boulevard. Fue tan enconada y virulenta que logró que los donostiarras se dividieran en dos bandos irreconciliables, los que defendían la creación de un amplio paseo o alameda con árboles y los que pretendían que se levantaran casas.

Los donostiarras tan amantes de su ciudad, seguían a veces incluso apasionadamente el nuevo desarrollo de ésta y los proyectos eran estudiados, discutidos, atacados o defendidos con calor. Un cronista de la época, refiriéndose a esta polémica, escribió : "Publicáronse varios folletos en pro y en contra de la constitución de la Alameda; agrias polémicas en la Prensa periódica y exposiciones con centenares de firmas dirigidas a las autoridades; apasionados los ánimos, rompiéronse antiguas relaciones entre familias y con intransigente tenacidad por ambas partes, estuvieron separados por mucho tiempo los boulevaristas y los antiboulevaristas, dándose el caso curiosísimo de que construyeran sus casas en la Alameda varios de los enemigos de que ésta se hiciese".

Se llegó a publicar "El Látigo", periódico satírico dirigido por Francisco Echagüe que estaba casi exclusivamente dedicado a defender las tesis antiboulevaristas, fustigando sin piedad a quienes mantenían  posturas contrarias. Algunos artículos y algunas caricaturas que aparecían en la publicación demostraban el ingenio y la ironia, cuando no el sarcasmo, de sus autores. Los boulevaristas respondían con hojas volanderas y no se amilanaban por los duros ataques, utilizando la artillería más gruesa que podían emplear.

No faltaban las cencerradas, pues las discusiones habían saltado de las casas, las tabernas y sociedades a la calle, y las coplas eran el pan nuestro de cada día. La inspiración de aquellas coplillas quedaba muchas veces adormecida por sentimientos inconfesables. A la mujer de uno de los concejales del Ayuntamiento, boulevarista ferviente, la cantaban bajo los balcones de su casa : "A.T. le gustan flores,/flores de boulevard/por eso el jardinero/tiene orden de llevar". A un señor que también defendía el paseo le cantaban: "G. no te metas en boulevares/que la hierba se ha hecho/para los animales". Estas y otras letrillas que circulaban aquellos días, tenían música escrita por varios ingenios locales.

En uno de los proyectos presentados se quería construir en el actual Boulevard la Aduana, en la parte del actual Ayuntamiento que da a la calle de Hernani; luego venía un espacio verde y a continuación un teatro, donde hoy se alza el kiosko de la música, después una manzana de casas y luego el mercado, que hubiera estado cerca del actual de la Brecha, entre ésta y la manzana de casas que hace esquina con Oquendo y Legazpi. Se prescindió de construir todo esto, como también de levantar casas en lo que se llamaba campo de maniobras, hoy Alderdi Eder. Triunfó las tesis de convertir el lugar en un paseo y vista la solución muchos años después, tenemos que aplaudirla.

La primera casa que se levantó en el Boulevard es la que hace esquina con la calle Garibay, el número dos de ésta, y casi al mismo tiempo se levantaba la que hace esquina a la calle Oquendo, que hoy ocupa en sus bajos el Círculo Mercantil, y la de la esquina de la calle Hernani, en cuyos bajos está una agencia de viajes y un bar, entre otros establecimientos. La fiebre constructora se había adueñado de arquitectos y contratistas y surgían casas por doquier, llenándose el antiguo Prado.

Superada la polémica, el Boulevard adquiere categoría de paseo en 1865. Era entonces más ancho que lo es hoy pues las necesidades de la circulación rodada era mínimas y tuvieron que pasar bastantes años hasta que se cercenase el paseo central, cortándole una hilera de frondosos árboles y ampliando la calzada correspondiente a las casas con números pares. El paseo, según puede verse en fotografías y grabados de finales de siglo, tenía cuatro hileras de árboles, jardines y una fuente rodeada de un estanque. Allí se llevó en 1873 el kiosko de la música que en un principio estaba en el paseo de la Zurriola, donde hoy se alza el hotel María Cristina, frente al Palacio de Indo que fue una temporada Casino, que luego se convirtió en colegio de Santo Tomás de Aquino y después con el nombre de palacio de Bella Mar fue sede del Gobierno civil, y que tras ser derruido y levantado el nuevo edificio, es hoy Delegación de Hacienda. El traslado del kiosko al centro del Boulevard lo llevó a cabo el contratista Anacleto Arancegui, cobrando por ello 2.215 reales, es decir 553 pesetas.

Este kiosko estuvo en el Boulevard hasta que en 1906 el Ayuntamiento que presidía el marqués de Rocaverde acordó encargar uno nuevo que tenía que estar terminado para el 1 de julio de 1907. Se redactaron las bases de un concurso, se anunció éste y se presentaron siete proyectos, siendo elegido tras reñida votación, pues salieron nueve bolas blancas y nueve negras, el presentado por el arqutecto don Ricardo Magdalena y el constructor zaragozano don Pascual González, un cerrajero que gozaba de bien ganada fama. Uno de los concursantes, el señor Luzuriaga, presentó un recurso de alzada por presunta infracción de las bases del concurso, pero no prosperó.

Va a cumplir noventa años el kiosko, uno de los más bellos y airosos que conozco. Tiene forma elíptica, con doce y siete metros en sus dos ejes. Las columnas son de hierro fundido, el armazón de hierro dulce con adornos de hierro repujado y vidrieras de colores. Costó 24.000 pesetas. Desaparecido el Casino como sede del juego, es el kiosko el que mantiene algo del sabor que tuvo el Boulevard a comienzos del siglo (XX).

En el invierno de 1897 se comenzó a sustituir el arbolado del paseo y a los castaños de Indias sucedieron los olmos. También esto fue muy comentado, con criterios para todos los gustos. Los donostiarras, en sus ratos de ocio, iban al Boulevard a ver como se plantaban los nuevos árboles.

Era por entonces jefe de jardinería de nuestra ciudad don Pedro Múgica, un hombre ingenioso, enamorado del campo y lleno de ideas. El diseñó una máquina-carro que permitía transportar árboles de hasta 16 metros de altura. Se fue a Francia con su diseño bajo el brazo buscando un taller que le construyera el ingenioso artefacto y fue en Saint Cloud, en las inmediaciones de París, lugar hoy famoso por su hipódromo, donde encontró la mejor disposición para convertir en realidad su invento.

Aquella ingeniosa máquina-carro elevaba los grandes árboles, aunque llegaran a pesar entre veinticuatro y veintiséis toneladas, con la tierra que llevaban adherida a las raíces y que venía a ser de seis a siete metros cúbicos, y luego tirada por dos parejas de bueyes era conducida al paseo donde se pretendía plantar el érbol y en terreno convenientemente preparado se colocaba éste que no había sufrido nada en el transporte, llegando tan lozano como lo estaba al ser arrancado del lugar de origen.

La máquina inventada por don Pedro Múgica tenía cuatro ruedas y un gran eje y había costado 7.500 pesetas. Gracias a esta máquina fueron llevados al Boulevard la totalidad de los olmos que en aquellos inviernos se fueron plantando.

Pero el señor Múgica no se contentaba con plantarlos sino que se preocupaba porque estos tuvieran después las condiciones necesarias para su desarrollo y vida. No siguió los procedimientos de otras ciudades para el riego, consistentes en emparrillados y surcos, sino que hizo una serie de canales subterráneos mediante los cuales no se desperdiciaba ni una gota de agua de lluvia, sin que se formaran charcos.¡Ingenioso aquel jefe de jardinería de 1897!

A finales del pasado siglo (XIX) y comienzos del actual (XX) el Boulevard era además de la arteria más importante de l ciudad, el centro de ésta. Los cafés más concurridos y las tiendas más lujosas se hallaban allí y la proximidad del Casino la daba aún más animación y vida. Si hasta el derribo de las murallas el "paseo" era la plaza Nueva (hoy de la Constitución), desde la década de los setenta se había trasladado al Boulevard. Y resulta curioso este hecho: la gente a la hora de dar vueltas Boulevard arriba y Boulevard abajo se autoclasificaba. Los que se consideraban de clases socialmente elevadas, una pequeña aristocracia, paseaban por la calzada de los números impares, donde comenzaba el ensanche, calzada que había sido convenientemente asfaltada. Por el centro, entre árboles y jardines con suelo de gravilla, lo hacía la que podríamos llamar mesocracia. Y en la calzada de la Parte Vieja los paseantes pertenecían a las clases bajas, a la "democraci", al decir de un cronista de la época del que tomo el dato. De todo aquello no queda más que el recuerdo de algunas estampas que se conservan, los relatos que nos hicieron nuestros mayores y alguna descripción de "Dunixi", de "Kalei Kale", de López Alén, de Donosty, escritores que con sus plumas no reflejaron lo que el Boulevard fue.

Allí estaban los mejores comercios de la ciudad, de los que ya no queda más que la veterana y prestigiosa relojería Durán.

Desaparecieron la pastelería "Las Delicias", cuyo dueño, Guereca, endulzaba los paladares de los donostiarras, el establecimiento de Arana que era a la vez tienda de comestibles, banca y despacho de billetes para los toros, a donde acudían a una tertulia donostiarras y veraneantes; el bazar de Bolla, la elegante camisería de Olave, el puesto de periódicos de las hermanas Arrue, los grandes almacenes El Louvre, que tenían también entrada por la calle Hernani, Resines, propiedad de concejal del mismo nombre, la suntuosa joyería francesa de Rozanés, la tienda de Arrieta y Garagorri que prestigiaba a la rama de la alimentación. Pasaron a mejor vida el bar Novelty, el café Oriental, los billares del Ciri, el bar Oliden y el más famoso de los cafés, el de la Marina que inauguró Monigatti. Siguen los grupos escultóricos que regaló Julio Burell.

La ciudad, que había estado cerrada desde su fundación por las murallas, con los apéndices de Santa Catalina y San Francisco y el burgo de San Martín, una vez roto el cerco que la asfixiaba crecía y crecía. Aquella arteria fue, hasta que la Avenida la destronó, el paseo más concurrido donde se solazaban los donostiarras de hace setenta, ochenta, noventa años, mientras oían la música que en el kiosko interpretaba la banda municipal o la del regimiento de Sicilia, y madamas y petimetres se lanzaban miradas a veces reveladoras de incendiarias pasiones.

(Juan María Peña Ibañez. 1999)

















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