Era alcalde de San Sebastián don Joaquín Tirso de Mendizabal, de la familia Peñaflorida. Reunió al Ayuntamiento y en presencia del clero, ejército, autoridades, comunidades religiosas, junta de comercio y pueblo llano, con el pendón de la ciudad en alto y utilizando la vieja fórmula dijo:
"Silencio, silencio, silencio. Oíd, oíd, oíd. San Sebastián. San Sebastián. San Sebastián. Por la Reina Nuestra Señora doña Isabel II de este nombre. ¡Dios la guarde!".
Se había levantado en la Plaza Nueva un tablado con abundancia de damascos y otras telas.
Se había levantado en la plaza Nueva un tablado con abundancia de damascos y otras telas, colocándose en lugar preferente un retrato de la Reina-niña, que entonces tenía tres años de edad. Las casas de la plaza estaban adornadas con colgaduras. Los donostiarras llenaban la plaza, pues querían asistir al histórico acontecimiento. El regidor jurado, don José Saez Izquierdo, entregó el real estandarte al alcalde y acompañado de los concejales, todos vestidos de golilla, se dirigió al tablado, mientras los hombres del batallón de voluntarios presentaban armas. Terminada la proclamación, se oyó una descarga de fusilería y las campanas de San Vicente, Santa María y Santa Teresa eran volteadas y una banda de música interpretaba la Marcha Real. Era el 27 de octubre de 1833 y los relojes señalaban las diez horas y treinta minutos.
Finalizada la breve ceremonia, se colocó el estandarte en el balcón principal de la Casa Consistorial y el Ayuntamiento se dirigió a la iglesia de Santa María donde se cantó un Te Deum, dirigido por el maestro de capilla don Julián Salcedo. Para conmemorar el día, por la tarde se corrieron bueyes en la Plaza Nueva.
El alcalde don Joaquín Tirso de Mendizabal, que no consultó al Corregidor Balzola para la proclamación, era un hombre muy culto, lector infatigable de cuanto se publicaba no sólo en España, sino más allá de nuestras fronteras. Vivía como un gran señor, rodeado de cuantas comodidades y refinamientos había entonces, en una casa de campo, “Alcano”, que se hallaba en un lugar privilegiado, sobre una pequeña colina que dominaba el valle de Loyola, próxima a la carretera de Hernani, viéndose desde allí un paisaje frondoso, con Oriamendi y Amazagaña al fondo.
Los que conocieron aquella residencia elogiaban el buen gusto que presidía todas las estancias de la misma, así como las fiestas que solía dar el señor Mendizabal a personalidades que venían a San Sebastián, o a sus amigos, entre los que abundaban los intelectuales de la época. Para que la gente conociera aquella casa, en la que algunas de sus salas parecían un museo por los tesoros que albergaba, solía abrir sus puertas a quienes querían visitarla. Entre las personalidades que en diversas ocasiones estuvieron en “Alcano" figuraron Eugenia de Montijo antes de ser emperatriz de los franceses, que fue recibida por una banda de música que interpretó en su honor diversas piezas populares, Isabel II y su Madre doña María Cristina, la duquesa de Montpensier, Alfonso XII...
Cuando ya mayor la informaron a aquella niña que fue la ciudad de San Sebastián la que primera proclamó su realeza, tuvo hacia nuestra ciudad un especial afecto que tal vez se incrementó al conocer nuestra ciudad que la recibió multitudinariamente.
Era todavía una mozuela cuando pusieron sobre sus hombros la pesada carga que suponía la gobernación de España. Tenía que recibir embajadores, hablar con ministros, nombrar gobiernos, presidir recepciones, firmar leyes, pronunciar discursos, abrir las Cortes... En 1845 los médicos la aconsejaron tomar baños de mar y así combatir una rebelde afección a la piel y la joven reina eligió San Sebastián para cumplir con las prescripciones de los galenos.
Aquí llegó el 1° de agosto tras un largo y cansado viaje. Había visitado Cataluña y Aragón y eran las dos de la madrugada cuando el carruaje en el que viajaba la reina Isabel II hacía su entrada en San Sebastián. Pese a la hora tan intempestiva, un gentío esperaba a la soberana aclamándola con entusiasmo. Un historiador escribió que Isabel se mostraba satisfecha “de verse entre aquellos de cuya lealtad no podía dudar, porque habían sido los primeros en proclamarla. Esto halagaba a la augusta niña y la compensaba lo que había sufrido en aquel viaje”.
Descansó del traqueteo del carruaje, del polvo del camino, del calor de la estación y se dispuso a tomar los baños de mar en la Concha... y asistir al amplio programa de festejos que el Ayuntamiento donostiarra que presidía don Angel Gil Alcain preparó en su honor. En la playa se la había preparado una caseta muy del gusto de la época. Era una caseta cuadrangular con un balconcillo que una pareja de bueyes acercaba hasta la orilla. Llegaba Isabel a la playa en un landó tirado por dos caballos, se cambiaba de ropa en la caseta y acompañada por un bañero que le “rompía la ola” como entonces se decía, se zambullía en el Cantábrico.
Se ha dicho que fue Isabel II la primera usuaria de nuestra playa y en realidad la expresión exacta sería decir que dada su regia personalidad fue quien con su visita dio a conocer a España el nombre de San Sebastián como ciudad veraniega y la bondad de los baños de mar para determinadas dolencias. Porque antes que la regia bañista zambullese su cuerpo en la Concha, ya los donostiarras se bañaban en el mar y prueba de ello es que el Ayuntamiento con fecha 29 de junio de 1843 autorizó la instalación de casetas en la playa y las primeras que se colocaron fueron las de las familias Baroja, Machimbarrena, Laffitte y Echenique, así como las que algunos vecinos del barrio de San Martín -Irastorza, Burutarán, Zapirain, Iceta, Arrate, Zabaleta, Garro...- pusieron con ánimo de explotarlas como servicio que facilitaban a los entonces escasos bañistas.
La joven Isabel acudía todos los días a la playa y entraba en el mar acompañada por María Arratibel, una bañera donostia que la atendía con solicitud de madre. Pero aquella primera temporada que pasó la reina en San Sebastián tuvo que asistir además a una serie de fiestas y actos que se organizaron en su honor. Hubo paseos por la bahía y por el puerto de Pasajes y excursión náutica por el Urumea hasta Loyola. El día 10 hubo una serenata en la que intervino la Sociedad Filarmónica “en la que además de demostrar sus facultades musicales interpretando selecto programa, escribió don Angel Pirala, entusiasmaban al ejecutar aires del país, acompañados de los tamborileros Ibarguren, Chambolín y Shagarbola”. El día 11 el festejo se limitó a pesca con gran red en la Concha, el 12 hubo regatas en las que intervinieron diversas traineras de los puertos de Guipúzcoa. El día de la Virgen, 15 de agosto, solemne función religiosa en la parroquia de Santa María y a continuación actuación en la plaza de la Constitución de la comparsa de jardineros. Los días 13, 14 y 16 hubo corridas de toros y además durante la estancia de la reina se celebraron diversos bailes en el recién estrenado Teatro Principal.
Como la afición a los toros era grande en San Sebastián, y habida cuenta de que a las corridas iba a asistir la reina, se eligió lo mejor de lo mejor en diestros y en toros. Los carteles anunciaban que en las corridas se picarían de vara larga y matarían a estoque tres toros por la mañana y seis por la tarde. El ganado fue de Guendulain, de Tudela, de la viuda de Zalduendo, de Caparroso, y de la viuda de Pérez de la Borda. Los espadas fueron Arjona Guillén “Cúchares” y el maestro Juan León. Los donostiarras y forasteros que asistieron a las corridas pagaron cuatro reales por la mañana y ocho por la tarde.
De aquella primera estancia de Isabel II en nuestra ciudad los periódicos que entonces se publicaban en Madrid y Barcelona daban noticias casi todos los días. El más viejo periódico español y el segundo de Europa, el “Diario de Barcelona", publicaba correspondencias que alguien le enviaba desde aquí, ignoro por qué procedimiento. Entonces no había teléfonos, ni teletipos, ni fax, ni ferrocarril, de manera que aquellas crónicas tendrían que viajar de aquí a Barcelona en diligencias publicándose bastantes días después de haberse escrito. Pero eso no le importaba al lector de entonces, que dijérase hacía realidad el viejo proverbio turco: “La prisa es cosa del diablo”.
Voy a recoger algunas de aquellas crónicas sobre la estancia en San Sebastián de una de nuestras primeras veraneantes.
"San Sebastián 9 de agosto de 1845. La Reina y su augusta Madre y Hermana siguen disfrutando la más completa salud. No menos agradable que la romería de Pasajes” (descrita en una crónica anterior que no ha llegado a mis manos) “fue la que ayer verificaron las reales personas. El tiempo estaba sereno y apacible. A la inmediación del puente, tomaron la falúa preparada, y siguiendo río arriba el Urumea desembocaron en los caseríos de Loyola. El puente estaba adornado con guirnaldas y bajo la corona real se leía: “A la Reina Doña Isabel II”.
Por tierra concurrían hacia Loyola multitud de gente de toda la comarca. De todas partes un alegre y no interrumpido “Viva la Reina” resonaba y se repetía en las sinuosidades del valle. El contento y animación que se obsery vaba en el angélico semblante de Isabel, era indicio seguro de la emoción que aquellos amenos sitios, aquellas sinceras demostraciones la causaban.
La Reina visitó la próxima ermita donde se venera a Nuestra Señora de Uva y se encaminó seguidamente a la cumbre de Amezagaña. Su Majestad y Alteza subieron en artolas: la Reina Madre a pie, no obstante la muy larga y rápida pendiente".
Fechado el 10 de agosto publicaba el periódico barcelonés: “Su Majestad continuó ayer tomando los baños de mar, los cuales a juzgar por el semblante prueban perfectamente a las reales personas.
Por la tarde dispusieron visitar la pequeña villa de Rentería, advirtiendo que no querían acompañamiento. Por la noche asistieron las reales personas al teatro, en el que se les sirvió un refresco en nombre de la ciudad y provincia.
Hoy a las once y media hay misa con toda solemnidad; por la tarde simulacro, en el que se figurará la toma y rendición de esta plaza, y por la noche una magnífica serenata”.
Vayamos con más despachos del “Diario de Barcelona”. El día 14 dice así el anónimo cronista: "S.M. y su augusta real familia continúan con perfecta salud en San Sebastián. El día 11 asistió a una pesca preparada de antemano para recreo de la real familia. SS.MM. se embarcaron en el muelle y dieron un paseo en una elegante falúa, para examinar el estado de la red. Después saltaron a tierra y se colocaron en un pabellón desde donde presenciaron el acto de tirar los marineros de la red al grito de “¡Viva la Reina!". Han calculado los prácticos que se extrajeron cuarenta arrobas, siendo de notar que casi todo el pescado era de lo más fino. Los comisionados de la Diputación presentaron a S.M. en bandejas los pescados más escogidos. Una parte de la pesca se envió por orden de la Reina a las religiosas de los conventos y el resto se repartió entre los pescadores.
En la tarde del mismo día visitó la casa de Caridad y repitió su romería favorita por el río Urumea a Loyola, en algunos de cuyos caseríos se dignó aceptar los obsequios de leche y vino de manzana que le ofrecieron.
El día 13 se verificó la carrera de lanchas. La lancha de San Sebastián ganó el premio primero, pero a propuesta de los remeros triunfadores, se dividió el producto total de los cuatro premios, tres mil reales y uno de dos mil entre todos los que tomaron parte”.
Si he traído aquí estas crónicas periodísticas de la época es porque resulta altamente curioso el leerlas ahora. El cronista informaba de la regia estancia y llamaba “vino de manzana" a la sidra y carreras de lanchas a las regatas de traineras y de bateles. Pero era notario fidedigno de cuanto aquí sucedía en torno a la regia bañista. y a
¡Quién iba a decir a Isabel II que aquella ciudad cuyo vecindario a pesar de la hora se agolpaba para recibirla en su primer viaje que hizo a San Sebastián cuando era una mozuela y la dispensó toda clase de atenciones durante los días que pasó junto a la Concha, iba a ser el mismo que la despidiera cuando como soberana de España abandonaba el país!
En un cafetín que había en la calle Mayor frente al teatro Principal conspiraba un grupo de donostiarras en los lejanos días de verano de 1868, cuando el trono de Isabel II se tambaleaba. Aquellos idealistas preparaban la edición de un diario radical, el “Aurrerá”, que no había de nacer hasta el mes de octubre y que tuvo solamente dos años de vida. Aquel mes de septiembre las noticias que llegaban a San Sebastián animaban los impulsos republicanos de aquellos hombres. Los movimientos de los militares alzados contra el trono y los de Novaliches y sus hombres que lo defendían eran discutidos en el café. Don Joaquín Jamar era el cerebro de aquella reunión que se puso muy nerviosa al saber que en San Sebastián habían sido detenidos el general Echague y Caballero de Rodas y en Madrid los generales Dulce y Córdoba. El grupo quiso ir a visitar a los militares detenidos, pero no pudieron hacerlo al haber sido trasladados a Baleares.
Isabel II, que veraneaba en Lequeitio, llegó a San Sebastián el 17 de septiembre, alojándose en el palacio de Balda Matheu, sito donde luego se alzaría el hotel de Londres e Inglaterra, que acababa de construir don José de Errazu. Venía a entrevistarse con Napoleon III, lo que no fue posible. Las noticias que llegaban del levantamiento de los generales Prim y Serrano y del almirante Topete eran alarmantes. El marqués de Novaliches que mandaba las tropas leales había sido derrotado en el puente de Alcolea. La reina quiso volver a Madrid, pero la vía del tren había sido cortada en la provincia de Burgos, desistiendo por ello del viaje. San Sebastián se hallaba incomunicada con la capital, pues se había cortado el telégrafo. La reina vio todo perdido, con el general Serrano a las puertas de Madrid, y decidió abandonar España tras previa consulta con Napoleon III y su esposa la emperatriz Eugenia de Montijo, que se hallaban en Biarritz.
El 30 de septiembre de 1868 amaneció la ciudad envuelta en brumas, soplando viento del NO, frío. A las 10 de la mañana la reina y sus fieles cortesanos abandonan su residencia. La gente se apretujaba para despedir a la soberana y entre los que en aquel histórico momento le dieron el último adiós estaba María Arratibel, la bañera que acompañó a Isabel II al agua cuando, una niña todavía, vino por vez primera a San Sebastián en 1845.
Las lágrimas aparecieron en el rostro de la soberana cuando abrazaba a la gente que la despedía. El historiador Modesto Lafuente describe la emocionante escena de la despedida a la puerta del alojamiento: “Las escaleras de la terraza, sólo un tramo de diez escalones, tardó mucho tiempo en pasarlas, dando el rey el brazo a la reina que no podía ocultar las lágrimas que corrían por sus mejillas. Al bajar lentamente las escaleras del alojamiento real se veía detenida en cada escalón por la gente que la despedía; abrazaba a las señoras, volvía a abrazarlas, costaba trabajo avanzar un paso, como si temiera dejar el suelo que pisara por última vez como soberana, y la sinceridad de tan profundo sentimiento la infundió en cuantos presenciaron aquella conmovedora escena, anegándose en llanto los ojos de todos, llorando hasta los soldados”.
En un landó se trasladó a la estación del Norte acompañada de su esposo don Francisco de Asís, y en otros coches iban sus hijos don Alfonso, doña Isabel, doña María Paz y doña Eulalia, el infante don Sebastián, la marquesa de Novaliches, los marqueses de Marfori y Villamagna y sor Patrocinio, la "monja de las llagas".
No hubo salvas por expreso deseo de la soberana, y por la avenida de la Reina, que luego Libertad, se dirigieron a la estación del Norte. Como la banda de música no llegó a tiempo, sólo la despidieron a la reina “de los tristes destinos" el redoble de los tambores. En el andén una compañía de ingenieros rindió honores sin música. Un testigo presencial de la escena dice que al ver la reina que en lugar de la histórica bandera rojo y gualda estaba el pendón morado de Castilla, estrujó un pañuelo que llevaba en la mano.
Dos diputados forales la acompañaron, uno carlista y otro republicano, que extremaron su cortesía reina. Al despedirlos en la frontera, dijo: ¡Estos sí que son caballeros!”. Al llegar a Behovia, Isabel II exclamó: “¡No puedo más!".
Ya destronada, volvió Isabel II a San Sebastián, alojándose en el palacio de Ayete, en 1883, 1884 y 1886.
JUAN MARÍA PEÑA IBAÑEZ ("Del San Sebastián que fue".1999)
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