Una de las más tradicionales era la que se celebraba el día del Patrono, el 20 de enero, desde la parroquia de Santa María a la del Antiguo. Su origen arranca de la epidemia de peste que asoló nuestro pueblo en 1597 alcanzando tan alto grado el mal que la villa quedó aislada para evitar que se extendiera a los pueblos próximos. El Regimiento o Ayuntamiento, para reforzar la lucha contra la peste, contrató en Jaca al cirujano Maese Juan de Lortia. Durante tres meses, de octubre a Navidad, estuvo aquí el médico al que se le pagaban diez ducados al día, facilitándole gratuitamente casa con tres camas y criada, dándosele un ducado más para alimentos, comprometiéndose el Regimiento a entregar 600 ducados a su mujer en el caso de que el cirujano muriese contagiado de la peste. Su labor de asistencia se extendía a la desinfección de las casas y ropas de los infectados. Se volcaron las ayudas a San Sebastián, y así el Rey Felipe II envió 400 ducados, el corregidor licenciado Fernández de Arteaga 300, recibiéndose también socorros del obispo de Pamplona monseñor Antonio Zapata y de varios pueblos próximos. Los donostiarras pusieron la esperanza en aquel penoso trance, que hubiera exigido un Manzoni para narrarlo, en la ayuda divina y aquel año hizo la villa solemne voto de ayunar la víspera de la fiesta de San Sebastián e ir al día siguiente en procesión hasta el Antiguo.
La procesión con la efigie del santo que portaban cuatro concejales y a la que rodeaban otros dos con hachas encendidas iba por la playa participando en ella casi todo el vecindario. Una batería de artillería desde el muelle disparaba durante la procesión sobre una barrica a la que se había colocado una bandera y que estaba situada en medio de la bahía, y el Ayuntamiento por los treinta disparos que se hacían, que suponían 120 libras de pólvora, daba 960 reales, a 8 reales la libra. Este precio, que fue el del año 1819, había variado, pues en 1621 se habían pagado 200 reales al mayordomo de Santa Bárbara de los artilleros, en 1760 lo pagado fueron 495 reales y por la conducción al Castillo de tacos, mechas y otros útiles, 12 reales y a los artilleros por su trabajo 12 reales también. Estos datos los tomo del trabajo que hizo don Serapio Múgica sobre esta histórica procesión.
En 1813, el fuego destruyó el retablo de Santa María y la efigie del Santo y en 1818 el Ayuntamiento encargó al regidor Sagasti mandara hacer otra y gestionar en Roma la obtención de una reliquia del Santo mártir, llegando ésta el 14 de junio del mismo año, siendo recibida en la puerta de Tierra y conducida en procesión hasta la parroquia.
Como el tiempo solía obligar a veces a suspender la procesión, se trató de trasladar la fiesta a fechas de primavera, lo que no autorizó la autoridad eclesiástica, aunque sí que la procesión tuviera lugar tras la Pascua de Resurrección. La procesión se suprimió en 1831.
En la fiesta de la Virgen del Coro salía una procesión de la parroquia de Santa María llevando la imagen de la patrona de la ciudad. Esta procesión se detenía en Vildosla kalea, hoy calle de San Lorenzo, ante la casa en la que vivía doña Pérez de Isaba, anciana señora que no podía salir de sus habitaciones y que había regalado a la Virgen el árbol que con cuatro reyes posee dicha imagen. Este árbol es de plata dorada y lo regaló la citada señora con la condición de que la procesión parara ante su casa el tiempo para que ella pudiera rezar una salve.
La procesión de las letanías mayores se celebraba el lunes, martes y miércoles anteriores a la fiesta de la Ascensión. Cada día cambiaba de lugar de salida. El lunes salía de Santa María y terminaba en San Vicente, el martes a la inversa y el miércoles la procesión que salía de Santa María iba hasta la iglesia de San Sebastián. En esta procesión participaban las cruces parroquiales de San Marcial de Alza y de Pasajes.
Otra procesión era la de la Santa Bula que se iniciaba en la Plaza Nueva yendo hasta Santa María donde se explicaba el alcance y privilegio de la Bula. En esta relación de procesiones hay que mencionar la del día de San Marcos, 25 de marzo, que salía de Santa María; la de Santiago, 25 de julio, que también salía de Santa María e iba al barrio de San Martín, a la ermita que allí había dedicada al Apóstol; la de San Lorenzo, 10 de agosto, que iba desde la parroquia matriz hasta la iglesia de Santa Catalina, procesión para la cual la monja Fernández había dejado una manda de cien ducados; la de San Bartolomé, 24 de agosto, que llegaba al convento que había en el cerro de su nombre. La procesión de Santa Quiteria, 22 de mayo, tuvo su origen en una peste que padeció la villa en 1433, habiéndose hecho un voto pidiéndose públicamente la incorruptibilidad de los aires. Esta procesión iba desde San Vicente a Santa María por fuera de las murallas. Había también procesión el 17 de noviembre, festividad de los santos Acisclo y Victoria, conmemorando una victoria, y el día de la Ascensión.
En Semana Santa, en la tarde del Viernes Santo salía de San Vicente la procesión del Santo Entierro. Los pasos eran obra del escultor Felipe Arizmendi, gran imaginero que dio abundantes pruebas de su talento. Estos pasos fueron destruidos en 1813. Luego se hicieron otros, también notables, la Dolorosa y el Cristo yacente, pero desde la década de los sesenta esta procesión ha dejado de salir. Desde 1927 hasta 1964 salía una procesión el día de Jueves Santo de la parroquia del Buen Pastor que organizaba la Cofradía de Nuestro Padre Jesús Nazareno, que se había formado a iniciativa de don Pedro Rivero y de la que formaban parte algunos andaluces que vivían en San Sebastián. En esta procesión figuraban los siguientes pasos: la Oración del Huerto, la Flagelación, Jesús con su Madre en la Vía Dolorosa, la Coronación de Espinas, el Ecce Homo, Jesús Nazareno, San Juan, el Descendimiento y la Virgen Dolorosa.
Tal vez la procesión más solemne de las que se celebraban antaño en nuestra ciudad era la del Corpus y dos de ellas pueden calificarse de históricas por quienes acompañaban al Sacramento por nuestras calles. Así fue la que se celebró el 27 de mayo de 1660 a la que asistió la Sacra, Católica, Real Majestad de Felipe IV y que fue presenciada desde el palacio del duque de Ciudad Real en la calle Mayor por la infanta María Teresa, su hija, futura reina de Francia al contraer matrimonio con Luis XIV.
Se hallaba Felipe IV en nuestra ciudad desde el 11 de mayo y aquí esperaba el resultado de la conferencia que en la isla de los Faisanes mantenían Luis de Haro y el cardenal Mazarino, que terminaría con la llamada "Paz de los Pirineos". Durante más de un mes San Sebastián fue la Corte de la monarquía en cuyos dominios no se ponía el sol. Al aproximarse la fiesta del Corpus Christi que la cristiandad celebraba con inusitado esplendor desde los días del Pontífice Urbano IV, el cabildo invitó a Su Majestad a participar en los solemnes cultos del día y Felipe IV avisó la víspera por medio de su secretario don Bernardo Contreras, que con sumo gusto acudiría a ellos. Aquella procesión salió de Santa María "pasando delante de la Compañía J.H.S. y delante de la parroquia de San Vicente, el cantón de Esnateguía a la calle de Amézqueta, hasta la esquina de las casas de don Ignacio de Ambulodi, desde allí, por frente al palacio, a Santa María", según refiere el historiador don Ramón Inzagaray. El palacio al que alude el cronista era el del duque de Ciudad Real, en la calle Mayor, donde estaba alojado el monarca.
"Las torres de Santa María, San Telmo, San Vicente, Santa Ana y dominicas del Antiguo lanzan por los aires en vertiginosos volteos el repique de sus campanas", escribió Francisco López Alén. "Los palacios de los marqueses de San Millán, de los Echeverris, de los marqueses de Morlera, de los condes de Villalcazar, ostentan artísticas y valiosas tapicerías y de sus ventanales cuelgan bordados blasones, mereciendo particular atención la casa Balencegui, en la calle Mayor, suntuoso edificio levantado con todas las proporciones del arte dórico. Las calle de la Trinidad, Mayor y la carrera toda, hállanse cubiertas por fuerzas de arcabuceros y mosqueteros en cuyos cascos y petos reflejan los esplendorosos rayos de un sol canicular.
Bajo las góticas naves de Santa María, iglesia del más puro estilo ojival, pues se construyó durante el siglo XIII, apíñase numerosa concurrencia, y a un lado del altar mayor, bajo ríquisimo dosel, hállase hincado de rodillas el rey nuestro señor don Felipe IV, vestido de elegante ropilla abullonada de terciopelo negro, medias de fina seda del mismo tono, sus pies calzan zapatos bajos con hebillas de oro y diamantes, de su cinto pende sobrepujada espada y su típica cabeza tan admirablemente copiada como popularizada por su pintor Velázquez, resalta con majestuosidad del acarminado fondo que con el dosel se produce”. Cerca del sitial ocupado por Felipe IV se situó su hija la infanta María Teresa.
Ofició la misa el obispo de Pamplona don Diego de Tejada, asistiendo el patriarca de las Indias, arzobispo de Tiro, clero de la capilla real y de la sede episcopal de Pamplona a la que pertenecía Guipúzcoa. Tras el ofertorio se le ofreció al Rey por el alcalde en una bandeja seis velas, dos grandes, dos medianas y dos pequeñas y el monarca eligió la menor.
Terminada la misa, salió la procesión. "Extraordinaria multitud transita por las calles; sobre briosos caballos realzan la carrera hidalgos caballeros forrados con brillantes armaduras. El atrio de Santa María cuajado de gente, mucha parte extranjera, pues este acontecimiento despierta vivo interés en la frontera. Cien fornidos jóvenes rompen marcha en la procesión, armados con espadas, los cuales ejecutan con mucha precisión y verdad el belicoso ezpata-dantza al son del tamboril.
Pendones de las cofradías, capitanes de mar y tierra, corregidores, clero, órdenes monásticas, penitentes, alguaciles cubren ya la carrera toda; en uno de los balcones del Jauregui de los Duques de Ciudad Real, arrodillada sobre tallado reclinatorio, presencia fervorosamente el desfile de la procesión la infanta María Teresa, futura consorte del rey Luis XIV de Francia; las campanas de los templos repiten su clamoreo; las naos y bajeles surtos en la Concha cañonean con el estampido de sus lombardas el espacio; admírase ya la procesión, tendida en larga carrera; el palio, de riquísima labor, es llevado por ocho capitulares; ostenta la custodia el obispo de Pamplona; ya la antífona con sus místicos acordes saluda a la Sagrada Forma, el pueblo donostiarra arrodillase a su paso, cerrando el cortejo de tan grandioso espectáculo tras el palio y acompañado del alcalde de San Sebastián don Francisco de Orendain con el Ayuntamiento en pleno, el rey de las Españas don Felipe IV con una vela encendida en la mano".
Para completar esta descripción del escritor Francisco López Alén diré que la Cofradía de San Pedro tenía el privilegio de salir en la procesión del Corpus llevando en unas andas la imagen de su patrono, yendo junto a ella con cirios encendidos los marineros y pescadores, antecediendo al Santísimo Sacramento.
Si la procesión de aquel año fue de una solemnidad excepcional por la presencia del monarca, las que se celebraron después de 1660 no desmerecieron en esplendor. En el manuscrito que en 1761 escribió el presbítero don Joaquín Ordoñez, nos da noticias de las celebradas en la primera mitad del siglo XVIII. Dice que solían concurrir más de sesenta sacerdotes con sobrepelliz y trece beneficiarios con capas y cetros, llevando el Santísimo el Vicario de Santa María en una urna de plata sobredorada de cuatro columnas, cuatro arcos y sobre ellos una media naranja. El palio lo llevaban los caballeros regidores y jurados, los dos alcaldes, el comandante general y el corregidor y tras ellos las compañías de granaderos, cerrando el desfile las mujeres con mantos y mantillas negras.
La carrera estaba cubierta por soldados de la guarnición con su coronel y tres banderas. Las calles que recorría la procesión estaban engalanadas con colgaduras y tapices y cada veinte pasos había un hachero con su hacha "y una mujer a cuerpo bien vestida asida del hachero porque no lo trastornen la mucha gente”. En la carrera había tres altares "no muy grandes pero ricamente adornados, así por la mucha plata, velas, hechuras de imágenes y niños muy cargados de joyas, de diamantes, esmeraldas y perlas y suelen colocar un San Juanito que el corderito suele estar rodeado todo de perlas y muy crecidas, y no hay oro y plata labrada infinito en esta ciudad; en cada altar se canta un villancico con la música, con violines y clavicordio, y la misma música con el clero cantan alternativamente Pange lingue”.
Y en la historia de las procesiones del Corpus en San Sebastián no puede dejar de mencionarse la celebrada en 1828. Se hallaban en la ciudad los reyes Fernando VII y Amalia, que habían llegado el 4 de junio, permaneciendo entre nosotros hasta el 11. Los donostiarras les recibieron en olor de multitud. En uno de los muros de la parroquia de San Vicente habían escrito esta inscripción: "Vivan Amalia, Fernando/Vivan nuestros caros Reyes/Que con pacíficas leyes/La España están gobernando".
Los reyes se alojaron en la casa de don Faustino Corral que fue adornada con lo mejor de lo mejor, y algo parecido aunque no tan ostentoso, se hizo en las casas de don Juan Urroza, don Andrés Urbano y doña Magdalena Muñoa, que ocuparon la servidumbre y séquito. En el palacio se colocó un trono por el que se pagaron 3.800 reales a M. Bergara, y un oratorio, que fue arreglado por doña Juana Ameztoy. Se invitó a los soberanos a acudir a la procesión del Corpus Christi, contestando que acudirían a la misma.
Aquel día había llegado mucha gente de fuera y desde primera hora los espatadanzaris recorrieron las calles bailando típicas danzas. Pero llovía sin parar. Cerca de las diez el Ayuntamiento y la Diputación se dirigieron al palacio de la calle Mayor donde se alojaban los reyes. Les precedían los clarineros, tamborileros y los espatadanzaris. La tropa cubría la carrera que seguiría la procesión.
Los reyes, dada la lluvia, fueron en carroza hasta Santa María en cuyo atrio les esperaban todas las personas con cargo público y en el interior los miembros del Ayuntamiento y Diputación formaban dos hileras, aquellos a la izquierda y estos a la derecha. El clero de las dos parroquias recibió a los reyes bajo palio. Los sacerdotes vestían sobrepellices y el vicario capa pluvial. Este, don José Bernardo de Echague, les ofreció agua bendita y los monarcas se dirigieron a una tribuna levantada en el altar mayor. El templo estaba lleno de fieles.
Comenzó la misa. "El prior del Cabildo hace de asistente cerca de Sus Majestades para llenar las funciones de dar a besar el libro de los Santos Evangelios, el portapaz, incensario, etc".
Como la lluvia no cesaba, se suspendió la procesión pero por la tarde se celebraron festejos ante el Palacio.
El domingo siguiente, 8 de junio, lució el sol, el cielo estaba de un bellísimo azul y la temperatura era agradable. Pudo celebrarse la procesión. Llevaba la custodia el obispo de Ciudad Real, confesor de la Reina. Fernando VII y Amalia iban detrás de la custodia con una vela en la mano. Tras ellos, el Ayuntamiento en traje de golilla. Las calles se hallaban alfombradas de flores y hierbas y los damascos y tapices adornaban algunas casas. Al terminar la procesión el obispo de Ciudad Real dio la bendición y SS.MM. volvieron a palacio con igual acompañamiento que a la ida.
Aquella fecha y aquella procesión quedaron inscritas en las páginas de la historia de San Sebastián. Pocas ciudades podrán decir que en dos procesiones fueron junto al Santísimo los reyes de España.
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