EL 29 de septiembre de 1833 moría Fernando VII y San Sebastián proclamaba como Reina a su hija Isabel, siendo la primera ciudad española que la reconocía como soberana y lo hacía antes que Manuel González, administrador de Correos de Talavera de la Reina, levantara bandera por Carlos María Isidro de Borbón, iniciándose la primera guerra carlista.
El carácter liberal de San Sebastián, en contraste con la provincia en su mayoría partidaria del absolutismo, se puso de manifiesto en numerables ocasiones a lo largo del siglo XIX, tan agitado y belicoso. Tan pronto se tuvieron noticias del levantamiento carlista, aquí se formó el primer cuerpo de voluntarios liberales, una milicia que fue conocida con el nombre de Chapelgorris, y que intervendría en aquella guerra en diversas acciones militares en Amézqueta, Ataun, Hernani y en lugares próximos a San Sebastián como Oriamendi, Ayete, Lugariz, Cachola, Chandarmenea, el Molino de Viento, Munto, Isaburi, Mercader, Oria...
El gesto de aquel puñado de donostiarras no pasó desapercibido en las altas esferas de la nación y la Reina gobernadora, doña María Cristina, madre de Isabel II, quiso premiar a aquellos voluntarios regalando al batallón una bandera que fue entregada en Madrid a don Joaquín María Ferrer, trayéndola a San Sebastián don Ignacio José Goiburu.
La Real Orden en la que se daba cuenta de esta donación, redactada en la prosa al estilo de la época, decía así: "S.M. la Reina, regente y gobernadora del Reino, queriendo dar un público y distinguido testimonio de su real aprecio a la benemérita Milicia Nacional de la M.N. y M.L. plaza de San Sebastián por haber sido la primera que se formó y organizó en España a vista de los rebeldes, habiendo conservado con la mayor decisión aquella plaza mientras estuvo sin guarnición, batiéndose heroicamente dentro y fuera de ella diferentes veces y perdiendo muchos de sus individuos para sostener los derechos de su augusta hija la Reina doña Isabel II y libertades patrias, ha resuelto se entregue a dicha Milicia de San Sebastián una bandera ricamente bordada a costa de la asignación que disfruta S.M. en concepto de Reina gobernadora, y como una pequeña prueba de lo grato que le han sido los servicios prestados por aquella Milicia Nacional; y S.M. se promete que al recibir esta noble enseña de gloria, renovarán sus esfuerzos los valientes de San Sebastián para morir, si necesario fuera, por la libertad de la patria y por su reina, antes que sucumbir al ominoso yugo del bando rebelde y enemigo de las luces..."
La entrega de la bandera tuvo lugar en un acto cívico multitudinario. Recibió la enseña don Joaquín Javier de Echague, comandante del cuerpo de Chapelgorris, el valiente que en el combate de Lugariz había perdido una pierna al haberle explotado una granada enemiga, y dijo en el acto, tras recordar a los voluntarios muertos y heridos: "Permitidme que un compañero vuestro, mutilado por la causa nacional, sea quien os entregue esta preciosa bandera que S.M. os regala en premio a vuestras fatigas y merecimientos. Que este sagrado pendón sea el que nos conduzca a la victoria, emblema a la vez de libertad y orden. Nacionales: preferid mil veces la muerte, antes que el despotismo arranque de vuestras manos ese sagrado depósito".
San Sebastián sufrió en sus propias carnes las violencias, muertes y destrucciones de las dos guerras carlistas, estando la ciudad prácticamente sitiada tanto en la primera como en la segunda, conociendo jornadas de auténtica tragedia.
Cuando en mayo de 1836 tuvieron lugar los combates de Ayete y Lugariz en las puertas de San Sebastián en los que murió el general carlista José Miguel Sagastibelza, el número de heridos del bando liberal fue elevado y hubo que habilitar las iglesias de la ciudad como hospitales de sangre. Cuenta "Mendiz Mendi", seudónimo del cronista Gabilondo, que por esta razón no hubo culto religioso durante algún tiempo hasta que el Ayuntamiento dispuso que se celebraran los domingos y días festivos una misa en el balcón principal de la Casa Consistorial. Allí se improvisaba un altar "y la feligresía donostiarra se postraba en el cuadrilátero de la plaza, cumpliendo así el precepto dominical".
Al ser San Sebastián plaza fuerte y hallarse en las proximidades de la frontera fueron motivo de que los episodios bélicos se dieran con relativa frecuencia en nuestro pueblo. Y entre ellos hay que destacar el sitio de la ciudad por la tropas carlistas en las dos guerras.
En virtud del Tratado de Londres, el 2 de julio de 1835 salía de Inglaterra el primer batallón del cuerpo expedicionario británico que venía a defender el trono de Isabel II. Pocos días después embarcaba el segundo. Aquel lo mandaba el mayor Kirby, éste el mayor Ellis y la brigada formada por los dos batallones el brigadier Chichester, todos ellos bajo la dirección del teniente general Lacy Evans. Desembarcaron en Santander y mientras llegaban tropas irlandesas y escocesas que se estaban reclutando en la isla, recibieron instrucción en la Montaña. Poco después, a bordo de un buque británico, llegaban a la Concha.
El asedio de San Sebastián se había iniciado el mes de enero de 1836 y duró hasta el 5 de mayo. Los carlistas ocupaban San Bartolomé, bombardeando desde allí la ciudad. El general Fernández de Córdoba envió tropas para liberar a la capital de un posible asalto, acudiendo el general Evans con su legión y un batallón español. En abril, Fernández de Córdoba consigue distraer al general Eguía, pero la situación se estaba haciendo desesperada tras cuatro meses de asedio. Lacy Evans hizo repartir una alocución en vascuence arengando a la gente. La iglesia de Santa María se convirtió en hospital de sangre y el culto se trasladó a Santa Teresa. En San Telmo se colocaron 500 camas, en Lujua 200, habilitándose también como hospital la casa Zangunis, en la calle del Puyuelo.
Los carlistas, mandados por Sagastibelza, tenían dos líneas, la más avanzada estaba formada por trincheras, fosos y cortaduras y la segunda en las alturas estaba fortificada con parapetos y baterías. Fue muy sangrienta la acción que puso término al sitio de San Sebastián por los carlistas el 5 de mayo de 1836. Los cañones carlistas disparaban sobre el caserío donostiarra unos proyectiles nuevos, desconocidos hasta entonces, que había inventado un francés. A esos proyectiles, que debían ser algo así como las "V-1" y "V-2" que los alemanes lanzaban sobre Inglaterra desde Francia en la última guerra mundial, los donostiarras que nunca perdieron el humor ni siquiera en aquellas circunstancias del asedio, los llamaban "tutorras". La ciudad aguantaba el sitio y el general Fernández de Córdoba dio orden a primeros de mayo de que estuvieran preparados todo el cuerpo de "chapelgorris", las tropas regulares y la legión inglesa que mandaba Lacy Evans.
El 5 de mayo todos estos hombres salieron de sus posiciones para atacar a los carlistas de Lugariz. Se quiso utilizar la sorpresa pero los carlistas resistieron la embestida con un fuego tremendo. En el caserío Santa Teresa, que había sido lugar de cita en tiempos más bonancibles de los "cizarristas" o sidreros donostiarras, los hombres de Sagastibelza rechazaban una y otra vez los ataques de los liberales. Tras varios intentos, habiéndose llegado al cuerpo a cuerpo, consiguieron abrir una brecha que permitió pasar a la legión inglesa. La lucha era sangrienta y se mezclaban palabras en castellano, vascuence e inglés, ahogadas a veces por los ayes de los heridos.
Sagastibelza, a galope tendido, pretende atravesar la carretera entre Isturin y Santa Teresa pero el fuego de fusilería que hacían los liberales desde Pintoré y Aizerrota se lo impide, cayendo del caballo mortalmente herido. "Eldu mutillak, korri onera, eldu oñetarik eta aurrera birico" (agarrar muchachos, aquí a todo correr, coged de las piernas y adelante), gritaban los carlistas. Al eneral lo llevaron a hombros hasta Oriamendi para que su cadáver no cayera en manos del enemigo.
Arana reemplaza al muerto con un refuerzo de 13.000 cartuchos y es entonces cuando los barcos de guerra surtos en la bahía disparan sobre Lugariz destruyendo la casa y las defensas carlistas. Uno de los proyectiles disparados desde el "Feniz" cae en medio de un grupo de catorce granaderos del batallón de "chapelzuris" matando a todos. Se oye la voz de uno de los jefes: "Mutillak, aldan bezela korri Hernani aldera...!" (Ea, muchachos, como se pueda a todo correr hacia Hernani). Y comienza la retirada. El resultado de aquella acción fue 200 muertos y más de 500 heridos, terminando el asedio. El lugar, Ayete, Puyo, Lugariz, presentaba un triste aspecto; cadáveres, sangre, escombros y ruina. Como las intendencias carlistas, escasas de dinero, no habían facilitado cornetas a los hombres de Sagastibelza, las órdenes de retirada se dieron con un cuerno.
Sagastibelza, uno de los soldados más valientes de Don Carlos, había muerto. La superioridad de las tropas liberales era evidente, reforzada por los buques de la Marina inglesa y alguna cañonera española que arrojaban fuego sobre las posiciones carlistas. Los muertos se contaban por centenares. Entonces los hombres de Don Carlos pidieron un armisticio y Evans lo concedió, retirando durante él los cadáveres. El sitio de San Sebastián había terminado.
Algunos de los jefes británicos muertos en aquella acción fueron enterrados en el monte Urgull en un cementerio que desde entonces se llama "cementerio de los ingleses". El lugar elegido era el más acertado que podía pensarse. Entre rocas de granito, con toda la verde vegetación alrededor, con aire de jardín abandonado y con el mar como fondo. Puede pensarse que esas olas que chocan contra el acantilado traen desde la Rubia Albión un mensaje a unos cuantos de sus hijos que murieron a unos cientos de millas de su tierra. Cuando estos soldados británicos vinieron a España, el romanticismo imperaba en Europa y uno piensa en los impulsos que les empujaron a abandonar sus islas y combatir por una causa que les era ajena, y en Lord Byron muriendo en Grecia o en los héroes de Walter Scott o en las huestes de Pedro el Ermitaño.
Todavía pueden leerse algunos epitafios, pese al paso de los años. Así ocurre con el del coronel del VI Regimiento escocés, L.M. Tupper, quien “a la cabeza de su cuerpo a la toma de Ayete el 5 de mayo de 1836 cayó herido mortalmente, a los 32 años de edad”. También puede leerse perfectamente el del mariscal de campo Manuel Gurrea, que según mis noticias es el único soldado español enterrado en este lugar, que murió en Andoain el 29 de mayo de 1837. Y el del coronel Oliver de Lancey, ayudante general de la Legión Británica, herido mortalmente en las alturas de Hernani el 13 de mayo de 1837.
Hay otras tumbas en las que no se indica el nombre del allí enterrado, pues acaso nunca se supo. Una de ellas, la que encierra el cuerpo de Sara, “la amada y querida esposa de don Juan Callander, cirujano del Ejército de S.M. Británica”, está medio destruida y no puede leerse lo que allí pone. En esa tumba se halla también enterrada la niña María Matilde, fallecida a los 22 meses de edad.
Este cementerio fue inaugurado oficialmente después de un siglo de existencia, queriéndose exaltar la memoria de aquel puñado de extranjeros que dieron su vida por una causa que les era ajena. Fue el 28 de septiembre de 1924 cuando tuvo lugar el solemne acto.
La Reina Victoria Eugenia descorrió una bandera que cubría una lápida, coronada por un águila y dividida en dos partes, cada una de las cuales contenía una leyenda, en español y en inglés con los escudos de ambas naciones, que decía lo siguiente: “A la memoria de los valientes soldados británicos que dieron la vida por la grandeza de su país y por la independencia y la libertad de España". En una plazoleta se colocaron los cañones regalados por el Gobierno inglés y por el museo de Artillería, y en la parte baja unos elementos alegóricos que se habían desmontado del monumento de Alderdi Eder. A la derecha, en una tumba que se ignora a quién pertenecía, otra lápida decía: "Honor a los muertos que sólo Dios conoce. 1808-1814, 1836-1838”. En una gran piedra, esta inscripción: “Inglaterra nos confía sus gloriosos restos. Nuestra gratitud velará su eterno descanso".
Al acto asistieron, además de la Reina Victoria Eugenia, la Reina María Cristina, el príncipe de Asturias y el infante don Jaime, Sir Omar, enviado del Gobierno inglés, el embajador británico en Madrid y el de España en Londres, señor Merry del Val y el embajador de Estados Unidos. Pronunciaron unas palabras el gobernador militar, general Arizcun, Sir Omar y el alcalde de la ciudad don Juan José Prado. En el momento de descorrerse la bandera que cubría la lápida, las bandas de música interpretaron los himnos español e inglés, mientras los marinos ingleses y españoles de los barcos "Malcolm" y "Reina Victoria Eugenia" que se hallaban en la bahía presentaban armas, desfilando poco después juntamente con un batallón del regimiento de
Sicilia.
En la segunda guerra carlista, el asedio de San Sebastián por las tropas del Pretendiente fue largo y durante muchos meses la lluvia de granadas sobre la ciudad sembraba el pánico entre el vecindario que no veía cuando iba a terminar aquella contienda fratricida.
En agosto de 1873 el general Sánchez Bregua, jefe de operaciones en la provincia, ordenó el levantamiento de las guarniciones de la alta Guipúzcoa y su concentración en San Sebastián. La medida fue muy protestada, pues quedaban desguarnecidos los pueblos y algunos voluntarios liberales optaron por quedarse en sus lugares de residencia para defenderlos de las tropas del Pretendiente.
Con los hombres llegados a San Sebastián se formaron dos batallones de voluntarios que junto con los que ya había en la ciudad más las tropas regulares guarnecían los puntos avanzados como Lugariz, Molino de Viento, Artola, Ametzagaña, Puyo, Pintoré y Concorrenea. La llegada de todos estos hombres que se unieron a los que ya había en San Sebastián convirtió la ciudad en un auténtico cuartel. Un testigo, Eugenio Gabilondo, "Calei Cale" nos ha legado una realista descripción del ambiente de la ciudad aquellos días:
"Columnas del ejército que entran a racionarse para volver a salir a operaciones, patrullas que atraviesan las calles día y noche, al compás de las pisadas, para ir a montar las guardias exteriores; pelotones que forman para racionarse y pasar lista; variadísimos uniformes, fusiles y bayonetas que brillan a los rayos del sol, éste es el aspecto que presentaba la hoy pacífica ciudad donostiarra en aquellos calamitosos tiempos".
Había un grave problema: el del alojamiento de la gente que venida de los pueblos de la provincia se había refugiado en San Sebastián. Según "Calei-Cale" a cada vecino correspondía una docena de huéspedes "que con la familia y los individuos de las fuerzas emigradas convertían cada habitación en un aduar de berberiscos, donde vivían amontonados patronos y alojados".
Consecuencia inmediata de este hacinamiento de gentes fue una epidemia variolosa que se extendió rápidamente, haciendo numerosas víctimas en aquellas viviendas cuyas condiciones higiénicas eran escasas o nulas. Una de las zonas más afectadas fue la calle de San Jerónimo, donde no había día en que no muriese alguno, con el consiguiente pánico de los que veían desfilar convoyes fúnebres. En el hospital militar el número de víctimas fue aún más elevado y según el citado cronista "allí empaquetaban a las víctimas por parejas y las conducían al cementerio sigilosamente, en ataúdes que contenían dos cadáveres cada uno, bordeando el muro del actual parque de Alderdi Eder, entonces campo de maniobras, sitio que solía ser poco frecuentado".
Los voluntarios emigrados, cuando no estaban de servicio, solían reunirse para charlar en la fonda y café de Berdejo, sito en los números 19 y 21 de la calle de Hernani, en el llamado café de los emigrados, café Europa, que también se hallaba en la calle de Hernani y en los locales de la Unión Artesana. Cuando se tenían noticias de alguna victoria de las tropas liberales, el entusiasmo crecía y no faltaban manifestaciones públicas como la del 2 de mayo de 1874. Al tener conocimiento de haberse levantado el sitio de Bilbao, noticia que trajo el capitán del barco "Algorta", se organizó en el campo de maniobras una concentración en la que no faltó el aurresku patriótico.
La ciudad estaba aquel año 1873 medio sitiada por las tropas carlistas y los combates se sucedían en las proximidades de San Sebastián. Así por ejemplo, el 20 de enero de 1873, festividad del patrono, amaneció lluvioso con viento huracanado y temporal en el Cantábrico. En la ciudad, desde las primeras luces del alba, se notaba un gran movimiento de tropas y cuando los relojes marcaban las 8, las cornetas anunciaban en todas las bocacalles "llamada a la carrera".
La gente espera que el tamboril, el toro ensogado y la tamborrada alegraran aquella fecha y no salía de su asombro al ver tanto preparativo bélico. "Mendiz Mendi" contó cómo la gente salía a las calles preguntando qué pasaba, dónde iba la tropa.
El Regimiento de Luchana desfila por las calles y con él va media compañía de la Guardia Civil y unos pocos Miqueletes. Al frente de todos, a caballo, el coronel Osta, quien mandaba el destacamento.
"La fuerza parte por la calle de la Escotilla -escribió el citado cronista- y al llegar a la esquina de la de Embeltrán se encuentra con el tamboril que anuncia el día festivo de San Sebastián con los alegres acordes del "Iriyarena". La tropa se ha despedido, marcha a la guerra, a morir o a matar: la población la ha despedido también, como siempre, con grandeza”.
Los carlistas, en gran número, se hallaban en los montes de Usúrbil y en la barriada de San Esteban de aquella villa. Ocupaban la mayor parte del valle, el puente y la zona donde años después se construyó la estación del ferrocarril. Ocultos en el bosque y bien parapetados, era muy difícil el ataque con probabilidades de éxito. El coronel Osta tenía órdenes concretas del comandante general de Guipúzcoa: “Atacar al enemigo de frente y en donde quiera que se hallara".
Al llegar los hombres del Regimiento de Luchana al puente, alguien le dijo al coronel que dada la desigualdad de las fuerzas, pues los carlistas doblaban en número a sus rivales, y las posiciones estratégicas que ocupaban, el atacarles allí era ir al matadero. La respuesta del coronel fue escueta: "Yo voy donde me mandan mis superiores".
Comenzó el combate y a los pocos minutos una bala en la cabeza dejaba sin vida al valiente soldado. Tomó el mando el segundo jefe y ante la inutilidad del ataque ordenó la retirada. Por la noche entraban en San Sebastián rotos y maltrechos los supervivientes de aquella desgraciada acción.
De ella hay otra versión que a continuación detallo. Aquella mañana se hallaba el vicario de Orio, que era quien mandaba la partida carlista, en casa de José María Zatarain, en el barrio de San Esteban y con ellos los hijos del dueño, Melitón, Pío, Tiburcio, Juan María y Eleuterio, quienes dieron buena cuenta de una comida en la que figuraba como plato fuerte las angulas. Cuando estaban terminando el almuerzo y el amo de la casa le preguntaba al clérigo si no tenía miedo que vinieran los "negros", nombre con el que se llamaba a los liberales, se presentó un enlace del vicario que muy nervioso le dijo: "¿Que vienen los negros. Beltzak emas diratz...!" Subió inmediatamente el guerrillero con el enlace al alto y dio las órdenes a sus hombres, que no rebasaban el número de veinticinco, para que bajaran al puente de Zorrotza, apostándolos a la salida del mismo a la espera de la llegada de los liberales. Al poco tiempo apareció la columna y al frente de ella, a caballo, el coronel Osta. A la primera descarga de los carlistas fue mortalmente herido éste, que cayó del caballo siendo como la señal de retirada de los liberales.
Se acercaron los carlistas hasta donde estaba muerto el coronel y le despojaron del reloj que llevaba, entregándoselo al guerrillero Miguel María Mutio, considerado como el mejor tirador de la partida. Este guerrillero, que era entonces seminarista, una vez terminada la guerra se ordenó de sacerdote y fue años después coadjutor de la iglesia de San Esteban, lugar donde se había desarrollado la acción que narro, y que se hallaba junto a una plazuela en la que solía celebrarse el llamado juego del pollo, "ollasko joko", consistente en cortar la cabeza de un pollo que estaba encerrado en una caja de la que solamente sacaba la cabeza y que era el número final de un baile de espadas.
Quien me cuenta estas pequeñas historias es un biznieto de José María Zatarain, el ingeniero don Ambrosio, que guarda en su memoria los relatos que escuchó en su infancia de labios de su tío-abuelo Luis. Aquella numerosa familia dio a las tropas carlistas cuatro de sus hijos, Melitón, Pío, Tiburcio y Eleuterio, que hicieron la guerra con los grados de capitanes y tenientes. El primero se hallaba en Vidania cuando uno de los miembros de la guardia negra del Cura de Santa Cruz al que llamaban "Antxuxa”, fuera fusilado por órdenes de Lizárraga. No pudo Melitón evitar esta ejecución pero sí la de otros compañeros del citado guerrillero. Abandonadas las armas, cuatro miembros de la familia Zatarain se entregaron al servicio de Dios, siendo Tiburcio párroco en Mondragón, Juan María cura en Araoz, Eleuterio franciscano en Aránzazu y Pío carmelita, llegando a Procurador de la Orden en Castilla, asesinado en 1936 en Madrid.
El "Diario de San Sebastián" era el periódico que se editaba en nuestra ciudad en los turbulentos años en que la segunda guerra carlista atenazaba a nuestro pueblo, que estaba prácticamente sitiado por las tropas y partidas de Don Carlos VII. La mayor parte de las noticias que publicaba eran de la guerra que se vivía en las inmediaciones de la ciudad. Veamos algunas de las que daba el sábado 10 de octubre de 1874.
"Esta mañana se ha verificado el relevo de la guarnición de Astigarraga. Los carlistas, desde sus trincheras, han hecho bastante fuego a las tropas que como es natural tenían que marchar a cuerpo descubierto. Las bajas que ha habido que lamentar por nuestra parte son cuatro heridos y un contuso, con los cuales ha sido conducido también a los hospitales de esta ciudad un artillero herido de la guarnición de Astigarraga. El fuerte de dicha villa ha colocado durante la ocupación tres granadas en las trincheras carlistas, obligándoles a los facciosos a huir. Los heridos habidos con motivo del relevo han sido curados de primera intención en el mismo campo por la Asociación de la Cruz Roja, que tan buenos servicios viene prestando desde su creación".
"Interin duró el fuego que sostuvieron los miqueletes con los carlistas en el alto de Lugariz, el fuerte del Faro tuvo tal acierto en los disparos, que colocó las granadas unas próximas a los parapetos en que ocupaban los "chicos" y otras dentro de las mismas trincheras, haciéndoles huir precipitadamente".
"En un caserío de Urnieta, donde entró una granada de Santa Bárbara cuando la salida hecha hace tres o cuatro días por parte de la guarnición de Hernani, murió una joven de 22 años, criada de servicio en esta ciudad, que uno de los días anteriores había marchado a ver a sus padres. Entre los muertos enterrados en Andoain a consecuencia del combate, se encontraba un carlista que había pertenecido anteriormente al cuerpo de Miqueletes.
Asegúrase que en Azcoitia ha volado uno de los últimos días un polvorín pereciendo dieciocho hombres e incendiándose un caserío. Una barraca polvorín que había entre Deba y Motrico ha volado también, perdiendo un brazo el cabo de la fuerza que lo custodiaba.
Hacen falta hilas en los hospitales de esta ciudad. Las personas que gusten proporcionarlas pueden entenderse con el señor médico-director de los mismos, señor Salazar".
Al día siguiente, 11 de octubre, publicaba entre otras noticias: “Ayer a las 12 del mediodía estaban los carlistas retirando de sus trincheras de Santiago-mendi heridos, causados por nuestras tropas con motivo del relevo de la guarnición de Astigarraga. Según personas llegadas de dicho punto, las bajas de la facción fueron cinco muertos y diez heridos".
"Los carlistas detuvieron anteayer a una hija del caserío Guerrenea, propiedad de don Roque Heriz, que venía del molino con un saco de harina de maíz. Su madre ha tenido que soltar ocho duros porque la dejaran en libertad además de otros tres duros que valían el saco y su contenido que quedaron en poder de los carlistas".
"A un casero que venía con sidra para esta ciudad han detenido esta mañana los carlistas cerca de Berroto, secuestrándole las sidras y llevándose con ellos al conductor".
He recogido algunas de las noticias que aquellos dos días publicaba el periódico donostiarra, convertido en un boletín de guerra cuando la ciudad estaba medio sitiada y los problemas derivados de este hecho se sucedían. Podía reproducir muchas más noticias bélicas pero creo que con estas transcritas bastan.
Uno de los problemas que tenía entonces San Sebastián era el del alojamiento de los soldados, pues había tantos que no cabían en los cuarteles. Tenía que acogerlos el vecindario y el Ayuntamiento pensó en sustituir los alojamientos por unas cuotas mensuales. Se hizo una consulta general mostrándose favorables a las cuotas 971 vecinos y 680 contrarios, prefiriendo estos seguir soportando la carga del alojamiento.
El alcalde don Francisco P. Lopetedi dictó el 12 de octubre de 1874 un bando en el que decía que los suscritores satisfarían sus cuotas por un periodo de tiempo que no excedería de diez meses. Siendo mil aproximadamente el número de militares que se alojaban en las casas de los 971 suscritores, tenían que ser acuartelados un número igual en el edificio destinado al objeto. Verificado el acuartelamiento de esta parte de la guarnición, habría que alojar a las fuerzas que se hallaran en tránsito hasta 1.700 hombres.
La distribución de los alojados dio lugar a constantes quejas, sobre todo por las exenciones que se producían pues, se decía, la carga debía recaer sobre todos. Según las disposiciones en vigor, las únicas personas que estaban exentas de esta carga del alojamiento eran los militares en servicio activo, los telegrafistas y los extranjeros que no tuvieran propiedad, comercio o industria en España. Pero aquí el Ayuntamiento, según se dijo en el pleno municipal del 10 de noviembre de 1875, había concedido las siguientes excepciones: por militares en servicio activo, 187; por no tener local, 154; por tener alojados permanentes, 6; por ser franceses, 29; por ser familias emigradas de Guetaria, 23; cónsules, 3; telegrafistas, 13; por acuerdos del Ayuntamiento y comisiones, 39; por tener familias expulsadas, 15; por tener alojamiento en los caseríos, 19; por talleres, escuelas, almacenes y oficinas, 43; por habitaciones desalquiladas, 208; por tener cuadras, 14. Total: 744.
No se enviaban alojados a quien ya tenía soldados en una casa de campo, al que habitaba en una pieza reducida de un quinto piso o en una tienda, porque los acogidos no podían estar cómodamente en tales habitaciones, durmiendo muchas veces en el suelo por carecer de camas los vecinos.
Las personas que en concepto de carlistas tenían en sus casas a las familias expulsadas del campo enemigo, no podían tampoco recibir además alojados militares.
Había abusos en lo de las excepciones a esta carga y por eso se pidió al Ayuntamiento cesaran inmediatamente aquellas que se concedían, salvo las que la ley señalaba y que se ampliara la lista de habitaciones para oficiales, siendo el número de estos alojados entonces alrededor de 250.
Difícil solución tenía el problema que continuó mientras hubo guerra, problema que era pequeño si se le comparaba con las granadas que diariamente caían sobre la ciudad causando muertos, heridos y daños materiales. Las comunicaciones de la ciudad con el resto de España eran difíciles, pues en muchos momentos el bloqueo de las tropas del Pretendiente resultaba casi total. Las páginas del periódico "Diario de San Sebastián" nos dan una idea aproximada de cómo se desarrollaba la vida en la ciudad. Tomemos por ejemplo el mes de enero de 1875 y podremos ver que las partidas de don Carlos merodeaban por las cercanías de la urbe. El periódico registra el día 6 el tiroteo desde las peñas de Igueldo a una lancha destinada a la pesca, con el resultado de un marinero herido. El 7 escribe del relevo de la guarnición de Astigarraga, con dos bajas, un miquelete y un soldado y el traslado de ocho heridos a los hospitales militares de la ciudad desde el citado lugar, bajas durante una acción verificada allí dos días antes. Daba cuenta que la partida de "Ochavo" había cogido en los alrededores de la ciudad a dos soldados. Esta misma partida detuvo el 14 de enero a varias caseras que de la parte de Loyola se dirigían a San Sebastián con productos de sus huertas. El 19 publicaba la noticia del intenso tiroteo registrado en el Antiguo y a los barcos anclados en la bahía.
La situación favorecía el agio y el periódico se quejaba de los exorbitantes precios de algunos productos, como el carbón vegetal pues se pagaba por cada saco entre 6 y 7 pesetas "cuando en Bilbao el precio no excede de 4 a 5". Y agregaba que aquí la carne valía entre 32 y 34 cuartos la libra y en Bilbao 22 y el pan 7 mientras en Bilbao se pagaba 5 cuartos.
Pero a pesar de todo la gente se divertía. El 16 de enero de 1875 anunciaba el periódico que iban a dar comienzo los bailes de Carnaval. "La empresa que ha tomado el Teatro Principal se propone dar dos series de cuatro bailes que tendrán lugar en el salón del coliseo las noches 20, 24, 30 de enero y 2 de febrero los de la primera serie, y el 4, 7, 9 y 14 de febrero los de la segunda. El precio de suscripción será de 40 reales por cada serie para los que se suscriban a ambas, con opción de cuatro billetes de señora además del personal, y de 60 reales para los que sólo se suscriban a la segunda serie".
El día 20, fiesta de San Sebastián, se corrieron bueyes: a las 8 de la mañana uno en la plaza de la Constitución y otro en la de Lasala; dos al mediodía y por la tarde dos en la plaza de la Constitución y un buey de cuenta del municipio y una vaca de la Unión Artesana en la plaza de Lasala. A las 8 de la noche en la muralla se quemó una colección de fuegos artificiales del pirotécnico José Salaverría y luego hubo zezen-zusko, amenizando el acto la banda de música La Euterpe y el tamboril. El baile de máscaras del Principal se prolongó hasta las cuatro y media de la madrugada.
Y en el restaurante La Urbana se sirvió un banquete con arreglo al siguiente menú: Puré de guisantes au croutons. Solomillo de vaca a la chaseur. Gelantine de ave trufado a la gelé. Costillas de cordero crepinete. Filetes de lubina salsa mayonesa. Becadas en salmi. Hígados de ganso salsa Insiene. Ponche a la romana. Espárragos salsa au beurre. Guisantes a l'anglaise. Jamón en dulce. Pavos trufados au cresson. Blans manger. Plum puding. Piece monté. Desserts variees. Pese a las dificultades, los donostiarras no perdían su apetito.
Las bombas seguían cayendo sobre la ciudad y uno de los días en que los carlistas hicieron más fuego fue el 28 de septiembre de 1875 cuando las tropas liberales que mandaba el general Trillo atacaron a las vanguardias carlistas que estaban en Choritoquieta y San Marcos. Se registraron numerosas bajas y voluntarios donostiarras que habían ido hasta las proximidades de Pasajes atendían a los heridos y transportaban a los muertos a los cementerios de San Bartolomé y San Martín. Desde Arratzain, las baterías carlistas disparaban sin cesar desde la caída de la tarde hasta las tres de la madrugada. Se dijo que habían caído trescientas granadas en ese lapso de tiempo.
Los donostiarras, ante aquella lluvia de plomo, se refugiaron en sus casas, sin atreverse a salir a las calles, que se hallaban desiertas mientras las granadas caían en la Concha, en la Zurriola y en el Muelle. Una cayó en la casa que hacía esquina a Hernani-Avenida, dejando una huella en un balcón que hasta que hace unos años ha sido derribada podía verse. Otra en el Instituto y llegó a la Biblioteca Municipal. Se registraron dos muertos y una docena de heridos.
Los carlistas disparaban con dos cañones del sistema Wolwich, uno Wawaseur de a 10, un cañón de a 8 y otro de 4 a 5. En la noche del 28 al 29 de septiembre dispararon 197 granadas, la noche del 30 al 1 de octubre, 37, ese día cayeron 45 granadas, el 2 fueron 51... Hasta el 13 de octubre las granadas disparadas fueron 581.
El primer cañoneo más intenso duró desde las 9,30 de la noche a las 3 de la madrugada del 29 de septiembre. "El suceso", escribía el periódico, "por lo inesperado, causó como es natural un tanto de sorpresa y hasta alguna alarma en aquellos momentos, pero bien pronto el vecindario se repuso y cada cual, después de tomar las precauciones que el buen sentido aconseja en tales casos, ha procurado pasar la noche lo menos molesta posible (...). Los serenos, celadores y dependientes de la autoridad, patrullas, etc., han recorrido durante toda la noche la población con objeto de prestar los auxilios necesarios. Bastantes proyectiles han caído en la bahía y la Zurriola, algunos en los muelles, otros en diversos puntos de la población sin que se haya producido incendio alguno ni en general destrozos de gran consideración. Entre los edificios públicos donde han entrado proyectiles se cuenta el Instituto. Desgraciadamente hay que lamentar algunas bajas personales, con un soldado muerto y seis o siete heridos, en su mayor parte de la clase de paisanos".
De las granadas de los días siguientes, una cayó en la cárcel resultando heridas dos mujeres, en la cigarrería de Muñoa, calle de Iñigo, resultó herida en un brazo una mujer y un miquelete en la esquina de la calle Narrica. Una de las granadas cayó en el jardín del convento de monjas de Santa Teresa.
La actitud del vecindario era en ciertos casos imprudente, circulando por calles, plazas y paseos despreciando el fuego. "El mayor número de familias", escribía el periódico "Diario de San Sebastián", "continúa ocupando sus habitaciones (muchas aún en los cuartos y quintos pisos), el vecindario salvo rarísimas excepciones sigue dedicado a sus habituales faenas, y en fin es excelente el espíritu de la población que viene dando cada día más pruebas de su decisión por los principios liberales y de su odio a las huestes facciosas".
Resaltaba el periódico la actitud del vicario de la parroquia de Santa María, don Elías Gorostieta, quien pese a su delicado estado de salud estaba prodigando consuelos a los feligreses que acudían al templo en busca de refugio.
Conocedor de esta conducta, el comandante general de la División Guipúzcoa, general don Miguel Trillo Figueroa, le dirigió la siguiente carta: "Ha llegado a mi conocimiento señor vicario la noble cuanto piadosa conducta que usted viene observando desde que los proyectiles enemigos caen sobre la hermosa capital de esta provincia.
Causa profunda emoción ver las puertas de ese templo siempre abiertas para proteger bajo sus muros a los habitantes de San Sebastián y a su venerable pastor consolando al afligido, animando a los tímidos y estimulando con su evangélico ejemplo la energía y virilidad que viene demostrando este pueblo esforzado.
Estas virtudes, señor vicario, dignas de respeto y admiración en todo tiempo, elevan hoy su inestimable precio desplegadas al frente de una parte de nuestro clero, pequeña por fortuna, que intransigente, fanático y feroz, predica el exterminio y la muerte.
Yo faltaría a los deberes de la autoridad que represento, a los impulsos de mi conciencia y a mis sentimientos de católico ardiente, si no pusiera en conocimiento de mi general en jefe para que llegue a noticia del Gobierno de Su Majestad una conducta que honra al clero español, y no diera un público testimonio del respeto y la estimación que merecen las virtudes y el patriotismo del venerable vicario de Santa María, que soy el primero en reconocer y admirar. Dios guarde a usted muchos años. San Sebastián, 12 de octubre de 1875".
Los carlistas disparaban sus cañones principalmente desde las faldas de Arratsain, donde tenían sus baterías y en la torre de Santa María había una guardia permanente, primero de serenos, luego de celadores que anunciaban al vecindario cuándo disparaban las baterías carlistas. Comenzados los disparos intensivos el 28 de septiembre de 1875, el 4 de octubre se trasladó al Macho del Castillo de la Mota la campana que existía hacía 70 años en el antiguo consulado con objeto de avisar el fuego del cañón. Un cabo de serenos y un individuo de dicho cuerpo que había prestado servicio en la torre de Santa María organizaron la vigilancia que comenzó a funcionar el 10 de octubre. El alcalde les felicitó por el servicio que prestaban. Las campanas que primero avisaban eran las del Castillo y Santa María y al sentir a éstas lo hacían las de San Vicente, el Mercado, la Pescadería y las escuelas públicas. Se nombró jefe de vigías al cabo mayor de serenos Patricio Zugasti en el Castillo y en Santa María al pirotécnico hernaniarra Joaquín Manterola.
Desde aquellos días de septiembre de 1875 los bombardeos fueron más intensos, pero los donostiarras no perdieron su buen humor, y los chicos y las chicas cantaban esta letrilla: El veintiocho de septiembre/ Nunca se me olvidará/ Los carlistas empezaron/ Esta plaza a bombardear;/ La primera bomba al muelle cayó, / Y la segunda a la calle Mayor/ Y la tercera al Boulevard, / Corrió la gente sin novedad...
La autoridad militar tocaba a las diez de la noche "orden general" y más tarde "llamada", a fin de reforzar la vigilancia y voluntarios, celadores y serenos recorrían las calles para prestar auxilio a quien lo necesitara.
El alcalde, don José María Insausti, dictó el siguiente bando: "A virtud de la indicación del Excmo. Sr. Gobernador militar de esta plaza, se han adoptado las disposiciones siguientes que habrán de cumplirse estrictamente por los vecinos de esta capital:
Primera: a las nueve de la noche quedarán apagadas todas las luces de la población.
Segunda: los portales de las casas quedarán abiertos, pero sin luz, durante toda la noche, para que sirvan de refugio a las personas que transitan por la vía pública.
Tercera: los dueños de materias inflamables, de cualquier clase que fuesen, habrán de trasladarlas inmediatamente a las bodegas de sus casas.
Cuarta: los vecinos cuidarán de cerrar las ventanas y balcones para que no se distinga luz alguna desde la parte exterior.
San Sebastián a 29 de septiembre de 1875".
Los donostiarras estaban preparados para responder al fuego y plomo que sobre ellos caía y además de organizar la defensa de la urbe con trincheras y bastiones colocaron cañones en diversos lugares.
Había una batería a la entrada del puente de Santa Catalina con un obús que a los donostiarras de entonces les pareció gigantesco, algo así como una edición anticipada del famoso "Bertha" alemán de la primera guerra europea. Este obús no llegó a usarse.
En los dos extremos de la Avenida había dos fortines, que constaban de unas casamatas de arpillera y de una tapia con torreones que iba aproximadamente por las calles de San Marcial, Príncipe (hoy Arrasate) hasta el inicio de la cuesta de Aldapeta.
Ante la proximidad de las tropas carlistas, que con siete batallones tenían su cuartel general en Miramón-zar, los dos batallones de voluntarios guipuzcoanos y varias compañías de reserva de Salamanca y una batería de montaña estaban dispuestos a impedir la entrada de los hombres de Carlos VII en la ciudad. Se hicieron fortificaciones en Igueldo, Hernández (cuarto pico), Cruces, y pequeños fortines en Artola, Lugariz, Oriamendi, Puyo, Pintoré, Ametzagaña, Concorrenea, Alza y Miracruz, que a los donostiarras de entonces les parecían inexpugnables.
Todos fueron asumiendo aquel clima de guerra y el riesgo permanente en el que vivían. Un testigo de aquellos días nos refiere el repique de la campana del Castillo, a la que Pío Baroja alude en varias ocasiones. Alfredo Laffitte escribió: "La campana del Castillo, del sonido de una esquila rota, aún tañe en nuestros oídos su lúgubre acento. Era el equilón mensajero, vigilante fiel y continuo que nos prevenía del peligro anunciándonos el disparo enemigo de "venta siquin". Apenas el vigía distinguía la humareda de la batería carlista, el toque de la campana nos instaba a cobijarnos donde podíamos y el proyectil pasaba silbando sobre nuestras cabezas a estrellarse contra las fachadas de las casas, o penetrando en ellas destruía cuanto se interponía, o explotaba en calles y jardines causando destrozos en vidas y haciendas".
Pero la gente se fue acostumbrando y acudía los días festivos al Boulevard donde tocaba alguna banda militar. Muchas veces, cuando más concurrido estaba el paseo, el tañer de la campana hacía que la gente corriera a los portales más próximos. Pasado el peligro, vuelta al paseo y las mocitas a bailar con los soldados y marinos. Según Laffitte, Fornies escribió una mazurca, "La goleta ligera" dedicada a la tripulación del cañonero que estaba en la bahía y que respondía al fuego enemigo, y que hizo furor igual que los valses vieneses. A aquella juventud no le importaban mucho los obuses cuando sonaba la música.
Después de uno de los bombardeos más intensos que sufrió la ciudad desde septiembre de 1875 hasta el comienzo del 76, el periódico "Diario de San Sebastián" escribía: "Si los carlistas han creído quitarnos con esta amenaza el apetito, se engañan grandemente. San Sebastián sufriría gustoso mucho más, por el credo liberal y en defensa de la libertad". Se decía que las baterías carlistas habían sido construidas por el entonces famoso vicario de Orio, encendido partidario de Don Carlos. Como él era, en este orden de cosas, el famoso canónigo don Vicente Manterola, elocuentísimo orador, cuyos discursos en el Congreso fueron antológicos, entre otros uno en el que anunció con voz apocalíptica aquello de "o don Carlos o el petróleo". El Ayuntamiento donostiarra, dominado en aquellas calendas por los liberales, pidió en un escrito dirigido al gobernador civil que no ejerciese "en este ni en otro Obispado ninguna función pública don Vicente Manterola", al que acusaba de conducta anticristiana.
Comenzó el año 1876 y San Sebastián seguía recibiendo las bombas que lanzaban sobre la ciudad las baterías carlistas. El 2 de enero escribía "Diario de San Sebastián" lo siguiente: "Esta mañana han herido gravemente en la calle de Hernani a una joven casera de 16 a 18 años, que había venido a esta ciudad a vender algunos artículos". Tres días después decía: “Una granada ha herido esta mañana en las proximidades de la fuente que hay detrás de la Alhondiga, a un paisano y a una criada, contusionando a la vez uno de los cascos a un soldado". Y al día siguiente podía leerse en el periódico: "Una granada lanzada desde Arratsain penetró anteayer en un quinto piso de la calle de Fuenterrabía, a la sazón que se ponían a la mesa para cenar seis soldados. El proyectil reventó en medio de aquel afortunado grupo destrozando la mesa, los tabiques y útiles de la habitación, sin que ocasionara la menor lesión a ninguno de aquellos. Casos de estos vienen repitiéndose con frecuencia, siendo admirable que mil quinientas y pico granadas lanzadas sobre la ciudad, cuyo vecindario es hoy tan numeroso, y donde son tan pocas las precauciones adoptadas, no hayan ocasionado mayores desgracias personales".
En esa misma fecha decía el periódico: "Se ha observado estos días que varias de las granadas lanzadas por los carlistas desde Arratsain producen alguna combustión después de estallar, lo que ha hecho suponer contengan petróleo, aguarrás u otras materias inflamables, con el siniestro fin sin duda de producir incendios. Los carlistas en su afán de destruir son muy capaces de todo. Afortunadamente hasta ahora los proyectiles no han producido el efecto apetecido por los partidarios del austriaco".
Durante los primeros quince días de enero de 1876 cayeron sobre la ciudad 405 granadas. El día de mayor bombardeo fue el 5, con 44 granadas y el de menor número el 15 con 14. El cañoneo era constante y así el día 5 cayeron a las 3, 4, 5, 7, 8, 9 y 11 de la mañana y a la 1, 2, 3, 5, 6, 8 y 9 de la tarde y noche. Desde el 15 de septiembre que empezaron los bombardeos habían caído hasta el 15 de enero 1.783 granadas. Unos días después, el 21 de enero, decía el periódico: "Los carlistas han arreciado nuevamente sus hostilidades sobre la ciudad, causando ayer los proyectiles enemigos algunas desgracias personales. Entre las víctimas del hierro enemigo se cuenta el conocido conserje del Teatro Principal, el simpático y popular Vilinch, que a primera hora de la tarde resultó herido en su misma habitación. Esta desgracia ha sido generalmente sentida por toda la población en la que tantas simpatías cuenta el discreto cuanto desgraciado don Indalencio Bizcarrondo".
Pese al bloqueo de la ciudad, los donostiarras no perdían la moral. El alcalde hizo público el 8 de enero un bando que decía: "Con objeto de celebrar el fausto acontecimiento de la entrada de S.M. el Rey don Alfonso XII (q.D.g.) en Barcelona, verificada el 9 de enero de 1875, el Ayuntamiento ha dispuesto que la charanga municipal recorra mañana las calles de la población, se ilumine por la noche la plaza de la Constitución donde se tocará el tamboril, y que se invite a los vecinos a que pongan colgaduras en los balcones de sus casas”. Y aquel día, que fue domingo, hubo charangas de 7 a 9 de la mañana, iluminaciones y colgaduras y tamboril en la plaza. A los donostiarras les importó poco que cayeran sobre la ciudad aquel día 27 granadas.
Aunque en los primeros veinticinco días de enero de 1876 cayeron sobre la ciudad 685 granadas, la vida seguía. La fiesta del día de San Sebastián se limitó a "una charanga que recorrió las calles de la población entre 6 y 8 de la mañana, en unión de una banda de tambores y barricas", según reseñaba el periódico "Diario de San Sebastián". Aquel día explotaron 18 granadas, cuatro de ellas a las horas en que la música intentaba levantar el espíritu de los donostiarras.
Pese al bloqueo, seguían entrando barcos en nuestro puerto y durante el segundo semestre de 1875 llegaron los siguientes: españoles, dos corbetas con 466 toneladas de carga, nueve bergantines-goletas con 920 toneladas, cinco goletas con 353 toneladas, veintiséis polacras-goletas con una balandra con 73 toneladas, cuarenta y ocho quechemarines con 2.426 toneladas y ciento cuatro lanchones con 3.453 toneladas, un total de 49.858 toneladas de carga. Extranjeros: un bergantín con 115 toneladas, dos goletas con 167 toneladas, dos balandras con 27 toneladas, siete lugres con 298 toneladas, dos quechemarines con 91 toneladas, dieciséis vapores con 1.492 toneladas, en total treinta embarcaciones con 2.230 toneladas de carga.
Con el año 1876 la guerra tocaba a su fin. La ofensiva de las tropas liberales iniciada en las provincias vascongadas y en Navarra a mediados de enero demostraba la superioridad de las tropas leales a Alfonso XII y la debilidad de las de Carlos VII. Los generales Primo de Rivera y Martínez Campos en Navarra, Quesada en Alava y Moriones y Loma en Vizcaya y Guipúzcoa iban cercando a los carlistas. El 17 de febrero las fuerzas liberales ocuparon las posiciones de Arratsain y Mendizorroz, desde donde los calistas bombardeaban San Sebastián. Las baterías allí situadas habían iniciado el 15 de septiembre de 1875 un bombardeo constante, sembrando el luto y el pánico en el vecindario. Nada tiene de particular que al conocerse la noticia de que ya no volverían los cañonazos, la ciudad estallara de alegría. El periódico "Diario de San Sebastián" escribía el día 18 de febrero: "La campana del Castillo, presagio durante cinco largos meses de los proyectiles lanzados por los carlistas sobre esta hermosa ciudad, ha comenzado a repicar a las tres y media de la tarde, siguiéndole poco después en la misma tarea las de las parroquias echadas a vuelo. Varias músicas han recorrido las calles redoblando el general entusiasmo, se han lanzado cohetes por los aires y el vecindario casi unánime ha adornado con colgaduras los balcones en señal de regocijo. Solamente desde la sociedad Unión Artesana se han lanzado veinte docenas de cohetes. San Sebastián, la última ciudad bombardeada por los hoy fugitivos partidarios del Pretendiente, ha sido ya libertada".
San Sebastián manifestaba su alegría en las calles. Se quitaron los blindajes que había en diversos edificios y puntos de la población para resguardar un tanto al vecindario de los proyectiles enemigos de Arratsain y Mendizorrotz y se anunciaba una suscripción para tres grandes bailes a celebrar "en el espacioso y elegante salón del Café de la Marina las noches del Domingo y Martes de Carnaval y la del Domingo de Piñata. Celebraremos que empiece la gente a pensar en divertirse", escribía el periódico. El precio de suscripción por los tres bailes era de 60 reales de vellón, concediendo opción a cada suscritor a cuatro billetes de señora para cada uno de ellos.
No faltaba el recuerdo para los que durante los bombardeos habían trabajado en favor del vecindario. "Diario de San Sebastián" escribió el día 19: "Hoy que ha desaparecido todo el peligro de que los cañones enemigos vuelvan a molestar con sus hostilidades a esta ciudad, debemos un sincero aplauso en nombre del vecindario todo a los incansables vigías del Castillo y la torre de Santa María, que con tanto celo han venido desempeñando su penosa labor desde fines de septiembre último en favor de los habitantes de esta ciudad, recomendando al municipio sus importantes servicios que les han hecho acreedores a una buena recompensa".
La normalidad volvía a la ciudad. Los emigrados pensaban regresar a sus hogares abandonados. Grupos de soldados animaban las calles con sus guitarras, bailes y cantos. Volvían al mercado las caseras de la parte de Arratsain con sus verduras y aves. Y aquel Domingo de Carnaval hubo baile en la plaza de la Constitución y en la de Lasala, y baile de máscaras en el café de la Marina, que se prolongó hasta las cinco de la madrugada.
Se anunció que el Rey Alfonso XII iba a visitar San Sebastián y el Ayuntamiento quiso tributar un gran recibimiento al joven monarca. Habilitó en la Casa Consistorial unas habitaciones para alojamiento del soberano.
El Rey entró en la ciudad el martes 22 de febrero de 1876. Lo hizo a caballo en un día calurosísimo. Cubrían la carrera tres batallones de voluntarios de Guipúzcoa. Dos arcos de triunfo se habían levantado, uno por el Ayuntamiento en la entrada de la calle de Hernani que ostentaba en su cúspide el escudo de España y en dos medallones laterales los de Guipúzcoa y San Sebastián, y el otro por el Casino de emigrados, también en la misma calle, que en una de su caras mostraba esta dedicatoria: "A S.M. el Rey don Alfonso XII, el Círculo de liberales emigrados" y en la otra "Al Rey y al Ejército", y en cuatro medallones laterales los nombres de Quesada, Martínez Campos y los lemas Paz y Libertad. El Monarca se dirigió a Santa María donde se cantó un Te Deum.
La ciudad dio a Su Majestad pruebas inequívocas de su adhesión y simpatía, cubriendo la carrera con flores y coronas de laurel, arrojándole desde los balcones palomas a la vez que miles de pañuelos blancos eran agitados saludando al pacificador de España. Acompañaban al monarca los ministros de la Guerra y de la Marina, general Ceballos y señor Durán y Lira, el médico mayor de la Real Casa, marqués de San Gregorio y el aposentador general, conde de Oñate.
El Rey cenó aquella noche en el Ayuntamiento, mientras varias bandas militares amenizaban la plaza de la Constitución, que estaba concurridísima y donde lucían luminarias de gas colocadas en los ángulos de las cornisas.
En la fachada del Círculo Mercantil podía leerse en caracteres iluminados: "Al Rey Don Alfonso. Viva la libertad", y en el interior de tres coronas de laurel los nombres de Guetaria, Irún y Hernani. También estaban iluminados con vasos de colores y faroles a la veneciana la fachada de la Unión Artesana y del Círculo de Emigrados, así como los edificios públicos.
Al día siguiente Alfonso XII recibió en audiencia a las autoridades y corporaciones, a una comisión de liberales emigrados, visitando después los hospitales militares, el parque de Artillería y los buques de la escuadra surtos en la bahía.
La visita a los hospitales fue muy emocionante. Con el director del Hospital, doctor Salazar, recorrió las salas donde los heridos prorrumpieron en vivas al Rey. Entregó al gobernador militar general Salvador Calvet una suma de dinero para que la distribuyera a razón de cinco duros a cada uno de los 126 heridos que allí había acogidos y mostró su deseo de premiar a los que derramaban su sangre por la patria, concediendo a los jefes y oficiales heridos el empleo inmediato superior, a los heridos graves de la clase de tropa cruces pensionadas con 30 reales al mes y a los demás cruces pensionadas con diez reales.
Aquella noche se celebró en la Casa Consistorial el banquete con el que la Diputación obsequiaba al Rey, asistiendo sesenta personas. Mientras, en la plaza se quemó un cecenzusko.
El día 24, a las 12, entre salvas de artillería y volteo de campanas, abandonaba el Rey la ciudad camino de Lasarte, entregando antes de marchar al alcalde 10.000 reales para los pobres.
La ciudad podía respirar tranquila y ya desde la paz recordaba que el humor nunca abandonó a los donostiarras. El periódico publicaba algunas de las coplillas que habían circulado en los días de las bombas. Un pollo escribía: “¡Ay! granadita del alma/ vete a casa de mi novia/ que aunque de morros estamos/ voy detrás como una bomba”. Un impaciente enamorado escribía: "Yo no quiero que peligres/ cuando sales a la reja./ Esta noche si hay esquila/ me dejas la puerta abierta". Un filósofo decía: "Los placeres de la infancia/ ¡Tan alegres! ¡tan festivos!/ ¡Tan puros!... corriendo siempre/ detrás de los pepinillos". Y una indianesa pensaba: "Los días en que hay granada/ en mi balcón me entretengo,/ mirando como la gente/ se divierte al siete y medio".
Pronto olvidó el donostiarra la guerra sufrida en su carne y aquel verano echó la casa por la ventana y el periódico de Valladolid "La crónica mercantil" publicaba un artículo en el que daba cuenta de las fiestas que en agosto se celebraron en San Sebastián a las que no se podía pedir más en "variedad, galanura, amenidad y refinamiento de lujo". Y el cronista terminaba su escrito así: "Soirées, hipódromo, espectáculos taurinos, teatros, bailes, danzas clásicas del país, regatas, juegos, en una palabra, diversiones mil, he ahí con lo que brinda al forastero y "turista" el galante y culto pueblo de San Sebastián".
El capítulo de la guerra civil lo había enterrado el donostiarra entre músicas, danzas y fiestas.
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