jueves, 28 de junio de 2012

Viejos comercios

No hay muchos comercios que cuenten con más de un siglo de existencia, pero aún quedan algunos que son un trozo de la historia de nuestro pueblo. Y estos comercios centenarios suelen seguir en manos de nietos y biznietos de los que los crearon.

Hasta hace un par de años, el comercio más veterano era la Primitiva Casa Baroja, sita en la plaza de la Constitución. A finales del siglo XVIII Rafael Martinez Baroja, farmacéutico establecido en Oyarzun, compró una prensa y tipos de imprenta y comenzó a imprimir folletos. Sus hijos Ignacio Ramón y Pío se establecieron en San Sebastián, en la calle de la Trinidad y tras el incendio de 1813 vuelven a montar la imprenta en la plaza de la Constitución y allí estuvo durante casi dos siglos la empresa y la familia. Editaron periódicos, "La Estafeta de San Sebastián", "El Liberal Guipuzcoano", "El Diario de San Sebastián", "El Guipuzcoano", "El Urumea" y junto a estas gacetas, libros.  De las prensas de imprimir que tenía la casa, que eran una lejana reminiscencia de las famosas de Amberes, salieron numerosas obras, algunas de la importancia de la "Historia del Consulado y del Imperio", de Thiers, traducida por Miñano, que constaba de trece tomos. También editaron la revista "Euskal Erria", que dirigía José Manterola y el famosísimo  "Calendario de las Provincias Vascongadas"....

Don Ignacio Ramón fue concejal de nuestra Corporación municipal y de su paso por la Casa Consistorial contaba Pedro Soraluce un hecho que bien merece ser recordado. Un buen día se presentó procedente de Biarritz donde pasaba unas semanas de descanso Napoleon III, emperador de los franceses. Desembarcó en el muelle pues el viaje lo había hecho por mar sin avisar a nadie, y se dirigió a la Casa Consistorial que se hallaba desierta, no habiendo en el edificio más que una persona, el recordado Francisco Salcedo que se había hecho popular como pregonero y que luego llegó a conserje. El fue quien recibió al ilustre visitante. Todo nervioso, sin saber qué hacer, dejó a Napoleón en una salita y salió corriendo a avisar al concejal más próximo, que fue Baroja. Y éste acompañó al emperador por las calles hasta que Salcedo localizó al alcalde don José Manuel Collado, quien presentó sus respetos al ilustre visitante.

La obra de don Ignacio Ramón Baroja la continuaron sus hijos y su yerno, Canuto Ignacio Muñoz, perteneciente a una muy conocida familia guipuzcoana y por la rama Agote-Guetaria descendiente de Elcano. Este Canuto, que fue director del Instituto Municipal de Segunda Enseñanza, casó con doña Josefa Baroja y Echeverría, hija de don Ignacio, y fueron sus hijos los que siguieron con la librería. Uno de ellos, don Joaquín Muñoz, fue fundador con otros amigos del Orfeón Donostiarra y fue su hijo Ignacio quien continuó con el negocio, siendo sus nietos los que lo han regentado hasta que no hace mucho cerraron sus puertas. Desde entonces el comercio más veterano de la ciudad es el de Ponsol, que cuenta con siglo y medio largo de vida. 

Era a mediados del ochocientos la calle de Narrica una de las más comerciales de San Sebastián. Por ella pasaban las diligencias que iban a Bayona y Madrid que con su alegre cascabeleo y los gritos de los postillones animaban la calle en la que se encontraba la Posta, y todavía se conserva en el número 29 la ranura del buzón. En esa calle, en el número 4 esquina de la después llamada Plaza de las Escuelas, próxima a la Puerta de Tierra, se estableció en 1838 Bernardo Ponsol, un francés afincado en San Sebastián desde principios de siglo. Españolizó su apellido, pues el auténtico era Ponsolle, y comenzó a vender sombreros, boinas y toda clase de tocados para damas.

Siempre ha hecho honor al prestigio adquirido desde su nacimiento y en 1897 la Reina María Cristina le concedió el título de “Proveedor de la Real Casa”, pues Alfonso XIII de niño iba con su madre a comprarse boinas y la señora aprovechaba para adquirir algún sombrero.


y Ponsol estaba a la última moda en sombreros masculinos y femeninos y en su taller se hacían los famosos “canotiers”, los ros de los soldados, los cascos que llevaban los guardias llamados “romanones”, los kepis de los celadores donostiarras, los bicornios para diplomáticos... Siempre había en la casa expertos artesanos, aquellos de "ópera prima” y no faltaban algunos extranjeros como el ruso Achile Nordelstein que en San Petesburgo cubría las cabezas de los grandes duques con sombreros de Ponsol, o los franceses Alphonse Duchene y Leoncio Capsenrox que aquí aprendieron el secreto de endurecer cascos, bombines y chisteras. Los famosos jipi-japas quien los comenzó a vender en España, importados de la lejana América, de Muyabamba y Monte Cristil, fue Ponsol.


Después de la guerra europea, comienza la casa Ponsol a vender impermeables fabricados con la fórmula de la casa “Macintosh Ltd”, de Manchester, al precio de 90 pesetas y con este tejido elaboraba las esclavinas de los guardias.


El fundador de la firma, Bernardo Ponsol, tuvo dos hijos, Agapito y Bonifacio. El primero no tuvo hijos y el segundo vio cómo los dos que tuvo ingresaron en la Compañía de Jesús. Con ello terminó la dinastía Ponsol. Pero Agapito, concejal que trajo los tamarindos de París a la Concha, se asoció en el negocio con José Leclerq que trabajaba en la tienda y fue éste y luego sus hijos Ignacio y Carmen quienes siguieron con el negocio. Ignacio hizo compatible el negocio con la enseñanza de idiomas, ya que de joven había estudiado en Francia y en Inglaterra y de maduro daba clases en el Colegio de San Ignacio. Fue jugador de fútbol, árbitro después y como hombre muy apegado a las costumbres donostiarras durante varios años salía en la tamborrada de la Unión Artesana como tambor mayor. Un hijo suyo ha sido uno de los hombres fuertes” del baloncesto guipuzcoano. Los Leclerq, que cogieron la antorcha de los Ponsol, siguen al frente del negocio que se inició en 1838. a


Un poco más joven” que Ponsol es “El Andorrano” que desde que abrió sus puertas en 1860 sigue vendiendo géneros de muy alta calidad y prodigando atenciones al cliente. Se suceden las generaciones y “El Andorrano” continúa su andadura comercial. Fue don Santiago Lafont quien lo fundo. Santiago, un aranés nacido en el pueblecito de Melles, a dos kilómetros de la frontera española, en uno de los más bellos parajes del valle, fue quien montó en 1855 un comercio de ropa blanca en Zaragoza, viniéndose cinco años después a San Sebastián. Todavía existían las murallas cuando abrió el establecimiento mercantil al que no se sabe por qué, le puso el nombre de “El Andorrano” y no “El Aranés” como por su cuna parecía más lógico. La tienda estuvo primero establecida en el Boulevard para trasladarse poco después a donde aún sigue, en el chaflán de Garibay y Peñaflorida. Todavía la tienda conserva muebles de aquella época, muebles que con el paso del tiempo dan al establecimiento el prestigio de los años y que son como los mudos testigos de una actividad mercantil llevada con honradez e inteligencia. Todavía sigue funcionando una caja registradora adquirida en Ohio y que fue en su tiempo una de las primeras llegadas a España y que es una prueba de que el progreso también era considerado en la casa.


En la época de mayor esplendor de San Sebastián, cuando la ciudad era la capital veraniega de España, la tienda se nutría en cuanto al género que vendía de unos talleres propios que se hallaban contiguos a la misma, donde años después estuvieron las oficinas del Topo. Hasta cien operarios trabajaban en ellos, cortadores, bordadoras, costureras, planchadoras... formaban aquel pequeño ejército de operarios entre los que había una oficiala venida desde Lyon y un cortador desde Toulouse, por aquello de la moda francesa que tanta aceptación tenía en España. Eran los días en que algunas de las novedades de “El Andorrano" procedían directamente de “La Maison du Blanc", el prestigioso establecimiento de París donde alguno de los propietarios de la casa acudía regularmente para adquirir lo mejor de lo mejor. El prestigio de la tienda traspasó los límites de San Sebastián y se fundaron sucursales en Bilbao y Gijón.


Don Santiago Lafont dejó el negocio a sus sobrinos, ya que al no tener hijos no quería que el establecimiento cayera fuera de la familia. Margarita Lafont había contraído matrimonio con su primo Antonio y ellos llevaron durante años el timón de la nave. Luego vinieron los hijos de estos, Francisco, Alberto y Antonio y en la familia sigue el negocio acomodado a los gustos de hoy y a las nuevas situaciones sociales de nuestro tiempo.


Por los mismos días abrió sus puertas la tienda de Jornet. Fue en 1867 cuando Enrique Jornet la fundó en el mismo sitio en que ha estado hasta hace poco. Se halla en el Boulevard esquina a Elcano. Fue en un principio un establecimiento tipográfico que luego se trasladó al Chofre y entonces Narciso, padre de Enrique, se hace cargo de la tienda en la que se vendían exclusivas de porcelana y cristal de las casas con más prestigio en Europa, como Royal Copenhague, Bacarrat, Saint Louis, Valsalambert, Sevres, Limoges... La tienda en sus primeros años era inmensa pues comprendía la esquina de la calle Elcano con el Boulevard, ocupando parte de lo que luego sería el bar Novelty y el Trust Joyero.


El negocio en 1872 pasa a manos de sus hijos Leoncio y Francisco Jornet Moisi. Este último fue concejal del Ayuntamiento y una de las voces más fuertes que sonó en la famosa polémica de boulevardistas y antiboulevardistas. Francisco casó con Irene Gorriti e Iriberri y desde 1910 le ayudan al matrimonio sus hijos Francisco y Carmen, que viajan a París y Londres para estar al corriente de las novedades en porcelana y cristal. Estalla la guerra del 14 y y la tienda de Jornet, ya acreditada y con un nombre prestigioso, conoce su “belle époque".


En la dinastía de los Jornet hay otro concejal donostiarra, Francisco Jornet Gorriti que hacia 1937 fue además diputado provincial y tambor mayor de la tamborrada. Era un viajero empedernido y los paisajes de Escocia, las orillas del Rhin o las laderas de los Alpes le resultaban familiares. Casó con Josefina Castellanos, cuyo padre era consejero del Banco Español del Río de la Plata, y Francisco adquirió fincas en Argentina, en Santiago del Estero. Iba y venía de acá a allá y en uno de estos viajes, en 1968, murió en el aeropuerto de Buenos Aires. Sus cenizas están en Polloe. Su hija Mercedes se hace cargo del negocio y al morir en 1976 es su esposo Ladislao Calparsoro Bandrés y su hija Merceditas quienes lo regentan.


En la tienda de Jornet a finales del siglo pasado y comienzos de éste se reunían amigos en tertulias donde se discutía de todo. Igual que en la de Arana que estaba en la otra esquina de la calle, se daban cita concejales, hombres de letras, negociantes, josemaritarras... y arreglaban el mundo.


La tienda, que fue papelería y librería, que tenía la representación de Wagons Lits, contaba entre su clientes a Doña María Cristina y los descendientes del fundador guardan como un tesoro el diploma en el que se les nombraba “Proveedores de la Real Casa”. En 1996 ha cerrado sus puertas.


A mediados del siglo pasado el comercio de San Sebastián era elogiado por cuantos nos visitaban. Francisco de Paula Madrazo, taquigrafo del Congreso y biógrafo del general Tomás de Zumalacárregui en su libro famoso menciona a algunos de los comercios que gozaban de mayor renombre en el San Sebastián de 1840. Entre ellos estaba la joyería y bisutería de Bolla, la tienda de Paños de Bardy y Denghen, la quincallería de Campión, la librería de Baroja, establecimientos situados en la plaza de la Constitución. Allí también se abrieron años después la quincallería de Valenciano, el almacén de tejidos de Aztiñena, la tienda de cuadros de la viuda de Irure y no lejos se hallaba la acreditadísima casa Ponsol.


Pero hagamos un recorrido de la mano del periodista “Calei-Cale” por el San Sebastián de entonces y entremos en modestos y pintorescos comercios que eran muy populares. La tienda de “Aita Joshé” estaba en la calle San Jerónimo y en ella se vendían toda clase de los llamados ultramarinos. A la puerta no faltaba nunca un saco de alubias “de Tolosa”, en el techo estaban ristras de chorizos y presidiendo aquella variopinta exposición de géneros que la casa tenía se hallaba una tabla de sardinas viejas.


En la calle de la Trinidad, hoy 31 de agosto, cerca de la tonelería de Vicente Buenechea, dos hermanas, viejas de años y de costumbres, tenían una tienda de ultramarinos muy cuidada y limpia. En el mostrador se hallaban las pesas “adornadas con papel blanco recortado en forma de festón, subiendo por las cadenetas que servían de sostén a los platillos; al lado, un pequeño depósito sobre el mostrador, cubierto con una chapa de hoja de lata donde descansaban las medidas de medio cuarterón, cuarterón, media libra, etc”. En la tienda, pegada a la pared, se hallaba una garita desde la que vigilaba a cuantos entraban una de las dos hermanas que se dedicaba a recitar pasajes de la historia sagrada cuando no había clientes en el establecimiento.


Otro comercio propiedad de un hombre original era la tienda de telas de Boully, sita en la plaza de la Constitución. En la trastienda vivía Boully, su propietario, al que nunca se le vio más allá del dintel del comercio. Allí dormía, allí se hacía la comida y se acostaba cuando se ponía el sol pues nunca compró una vela de sebo para alumbrarse. Era el prototipo de avaro, como el que nos legó Carlos Dickens en su “Cuento de Navidad”.


En la esquina de Narrica con Juan de Bilbao estaba la tabaquería de Lino que había depositado su cariño en un loro que en la tienda tenía, que era el blanco de las bromas de la chiquillería, y en la calle de San Telmo se hallaba Pranchiska, que en su comercio de ultramarinos servía caña y mistela a los clientes, entre los que no faltaban los reclutas del cercano cuartel.


Pasemos unos cuantos calendarios y situémonos en 1923. Un cronista de la época nos da una relación de algunos de los comercios más prestigiosos que entonces había en la ciudad, cuyo censo de población rondaba los 60.000 habitantes. Y comenzando por las joyerías cita las de Rozanés, el Trust Joyero, Marzo y Astrain. En jarrones, estatuas chinas y japonesas, objetos de bronce y mármol, vajillas de porcelana, cristalería, estuches de piel, cuadros, bibelots, camisas, sombreros y bastones, las mejores tiendas eran Clave, Resines y Jornet. Derby ya era por entonces como un rincón de Oxford Street con la última moda para hombre y sus famosos zapatos Lotus. En este género también sobresalían Picadilly y New England y la casa del capricho era Maison Garden.


En muebles de estilo, alfombras, lámparas, tapices, armarios de luna, camas, edredones, etc. las tiendas de clase eran Odhon, Gurruchaga y Carasa. Para las mujeres, los escaparates de Pérez Egea, “La Perla Vascongada”, “La Concha" y Castillo eran permanentes polos de atracción. Los hombres tenían que ir a hacerse los trajes a Pujol, Delgado, Gómez, Gutiérrez, y a calzarse a Barriola, Apaolaza, La Imperial, Tello, Ambielle...


En librerías gozaban de gran crédito “La Internacional”, San Ignacio, Leizaola, Ramos, Baroja, Aramburu, “La Moderna” de la familia Paternina, Serván, donde los estudiantes comprábamos los libros de texto, Ereña... En ropa blanca, “El Andorrano” y Arín y en pastelerías “La Mallorquina”, Ayestarán, “Garibay Tea Room", “La Dulce Lira”, Maíz, “La Perla", Grashi, Otaegui, “Las Delicias”...


Una de las pastelerías más acreditadas era “La Mallorquina”, de Bañaguer, Coll y Ripoll, establecida desde 1871. En una primera época estuvo en la esquina de las calles Andía y Churruca, donde años más tarde abrió sus puertas la sala de exposiciones de “El Pueblo Vasco” y “Novedades” y después los comercios de Aristizabal y Villar. Se trasladó luego a la calle Camino y más tarde a la de Idiaquez, donde terminó sus días. El propietario era un mallorquín de poblada barba, de carácter abierto y campechano que todo lo que vendía era de excelente calidad y sobresaliendo las ensaimadas y los torteles. En diversas ocasiones visitó el establecimiento la Reina Doña María Cristina que solía ir acompañada de su hermano el archiduque Eugenio y de alguna dama de la Corte. Tomaba unos bizcochos y una copa de Málaga, según refiere Adrián de Loyarte.


Otra pastelería de renombre era “Las Delicias” sita en el número 9 del Boulevard donde luego estuvo el Aero Club y ahora hay un restaurante italiano. Los pasteles de hojaldre y los besugos de dulce que elaboraba Guereca, su propietario, eran inigualables. El propio dueño, fuerte y coloradote, servía a los clientes con su delantal blanco y su gorro de cocinero en la cabeza.



En la plaza de Guipúzcoa se hallaba el hotel-restaurante “La Urbana", donde ahora hay una serie de comercios entre la cafetería Bidasoa y una agencia de turismo. Era uno de los mejores restaurantes de la ciudad muy frecuentado por los franceses que sobre todo los días de corrida comían en los arcos al aire libre. A la hora de los postres probaban los pasteles que en el obrador de la casa se elaboraban a diario, entre ellos los cartuchos, auténticas delicias para el paladar. El hotel lo había fundado don Pascual Gorosabel Rezusta, un entusiasta liberal cuya casa de Mondragón había sido quemada durante la guerra carlista. Gorosabel, con otros pocos más, se defendió heroicamente en la torre de la iglesia, haciendo fuego sobre el enemigo cuando éste ya estaba en el pueblo y entregándose los últimos cuando se vieron sin municiones. Al establecimiento de San Sebastián lo bautizó con el nombre de Urbana, pues así se llamaba su mujer que continuó con el hotel-restaurante cuando en 1892 murió su marido. Uno de los clientes más asiduos del restaurante era el tenor Julián Gayarre.


A principios de este siglo vino a San Sebastián un austriaco, Otto Kerr, quien abrió en la calle Garibay una pastelería y salón de té que llamó “Garibay Tea Room” que luego se trasladó a la calle Andía siguiendo con el mismo nombre. Traspasó el negocio a otro austriaco, Alfredo Grushel y se contaba que vino a ver a Alfredo su padre, quien se hallaba un día solo en el establecimiento cuando entró una señora de aire distinguido. La saludó en alemán, único idioma que hablaba, diciéndola “a la paz de Dios”. Le contestó la señora en el mismo idioma y al saber que era austriaco se puso a charlar con él. Del obrador llegó el hijo que vio como estaba su padre en animada conversación... con la reina María Cristina. El austriaco se tuvo que sentar con la soberana y mientras ésta saboreaba unas fresas con nata, el austriaco le contaba cosas de su tierra danubiana. Mucho tiempo después la tienda fue traspasada a un español, Alfredo Cañada, que por unos años continuó con la tradición de la casa, pero que al final la cerró.


De los comercios que he citado en este capítulo, algunos siguen abiertos y funcionando como en sus mejores tiempos. La mayoría sólo son recuerdos entre los donostiarras de edad madura. La lectura de estas líneas les retrotraerá a los lejanos días de juventud.

















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