jueves, 28 de junio de 2012

De la Posta a las diligencias - La diligencia

De esta forma siguió funcionando la Posta durante todo el siglo XVII, el XVIII y hasta mediados del XIX en que nacen las diligencias, lo que supuso un gran progreso. Hasta entonces los españoles viajaban en coches de colleras, en galeras, sillas de posta, artolas, carromatos y acémilas. La velocidad desarrollada por unos y otros era similar y la única diferencia estribaba en la mayor "comodidad".

Según Mariano José de Larra que nos legó uno de los incomparables artículos describiendo los viajes de su tiempo, en los coches viajaban sólo los poderosos; las galeras eran el carruaje de la clase acomodada, viajaban en ellas los empleados que iban a tomar posesión de su destino, los corregidores que mudaban de var; los carromatos y acémilas estaban reservados a las mujeres de los militares, a los estudiantes, a los predicadores cuyo convento no les proporcionaba mula propia.

La literatura, los relatos de viajeros románticos y más tarde el cine han idealizado poco menos los viajes de ayer. Mucho tiempo antes que Paul Morand situara alguna de sus novelas en el Oriente Express que unía París con Constantinopla y que Hollywood nos inundara con sus películas sobre las aventuras que acaecían en el Union Pacific, los viajeros sufrían en sus carnes las incomodidades que suponía ir en diligencia. El suplicio de Tántalo, justo castigo por haber traicionado a los dioses revelando sus secretos, sería superior, pero quien se decidía a viajar a mediados del siglo pasado entre Madrid y San Sebastián, demostraba un valor innegable al confiar sus huesos a aquellas pesadas, incómodas, lentas y en muchos casos peligrosas diligencias que hacían el servicio entre la capital de España y Bayona.


En España se establecieron las diligencias en 1816 y el primer lugar donde se montó el servicio fue en Barcelona y tres años más tarde en Madrid. Había en aquellos primeros años varias empresas que explotaban el servicio y comenzaron a ser populares las "Diligencias generales", "Caleseros", "Carsi y Ferrer", que luego se llamaron "Diligencias peninsulares", "Postas generales", las del "Norte" y "Mediodía".


San Sebastián tenía correo diario para todos los puntos del Reino y del extranjero y como ciudad de tránsito en la carretera de Madrid a Francia, pasaban por aquí todas las diligencias, galeras y mensajerías y además las especiales para Bayona. Las "Postas generales" paraban en el parador Isabel, en la plaza de las Escuelas, las del "Norte" en el Parador Real de la calle Mayor, "La Victoria" en la fonda Aizpurua y en la calle Narrica las que traían el correo, parando en el número 22 de esta calle donde se hallaba la Posta, casa en la que se conserva todavía en la pared la boca del buzón donde la gente depositaba las cartas.


Las diligencias que iban de Madrid a Bayona no pasaban por San Sebastián pues entonces nuestra ciudad estaba alejada del camino real y así los viajeros tenían que bajarse en Astigarraga, ya que los coches tras cambiar el tiro en el parador del señor Irazu seguían hacia Francia. El viajero solía llegar a San Sebastián desde Astigarraga por el Urumea en canoa, en artola o a pie. Fue en 1847 cuando se hizo la carretera que desde Andoain llevaba a Irún pasando por nuestra ciudad y a partir de esa fecha las diligencias entraban por la Puerta de Tierra y según describe "Calei-Cale" "entre chasquidos, ruidos de cascabeles, gritos del postillón y mayoral, animando al ganado con exclamaciones de "¡generala!, ¡brigadiera!, ¡coronela!", porque estos nombres eran de ritual en aquel tiempo, atravesando la diligencia la plaza Vieja, calle de San Jerónimo y Trinidad entrando en la calle Narrica. Una vez cambiado el tiro, a Bayona.


Cada una de las diligencias se componía de berlina, interior, rotonda y cupé, más un sitio reservado para los equipajes, pudiendo transportar cada una diecinueve viajeros. En verano era cuando se registraba mayor demanda de asientos y había que tomar los billetes con bastante antelación. Según los cronistas que se han ocupado de ellas, durante la temporada estival las tres diligencias venían a transportar unos 2.850 viajeros, la mayoría con destino a San Sebastián y algunos a los balnearios de Cestona y Santa Agueda.


Una nota curiosa: el precio del billete era independiente del trayecto que interesara recorrer al viajero, es decir que se pagaba como si se fuese hasta Bayona. El precio variaba según el asiento que ocupara el viajero. La berlina tenía tres asientos, seis el interior, seis la rotonda y cuatro el cupé y venían a equivaler a asientos de primera, segunda, tercera y cuarta. El precio del billete era de 45 duros en berlina, 36 en interior, dos onzas en la rotonda y 500 reales el cupe, más la propina a los zagales, postillón y mayoral. El billete daba derecho a cada viajero a llevar un equipaje de dos arrobas de peso más una sombrerera.


La distancia entre Madrid y San Sebastián era de 83 leguas (la legua tiene 5.572 metros, por lo que en kilómetros la distancia era de 462). Salían las diligencias de Madrid entre cuatro y cinco de la madrugada de las calles Alcalá, Victoria y Correos, donde tenía cada una de las empresas sus respectivas administraciones. Viajaban en convoy pues los peligros no faltaban en los caminos y en caso de ser asaltadas o de avería siempre resultaba mejor ir juntas.


Pese a la hora intempestiva, nunca faltaba gente para ver el momento de la partida: curiosos trasnochadores y familiares y amigos de los viajeros que iban a despedirlos, pues entonces un viaje podía ser una aventura peligrosa. Los viajeros iban preparados "ad hoc", resignados a las muchas horas de traqueteo, entumecimiento y aburrimiento que les aguardaba. Pero el riesgo del viaje no les arredraba.


Ya está la diligencia presta para iniciar el viaje. En el pescante iba el mayoral y a su lado el zagal que cambiaba a la vez que el tiro compuesto de doce o catorce mulas o caballos, enganchados de dos en dos y que se variaba cada tres leguas, es decir, cada dieciséis kilómetros. De Madrid a San Sebastián cambiaban veinticinco veces y se tardaba en recorrer cada etapa entre hora y media y dos horas.


En el caballo o mula de la izquierda de la primera pareja del tiro iba el postillón, que solía manejar con gran habilidad un corto látigo que hacía restallar para animar al ganado. El postillón hacía el viaje completo, desde Madrid a Bayona, y solía ser un mozo que a veces, víctima del cansancio, se dormía sobre la silla y caía al suelo con el peligro de ser atropellado por las cabalgaduras o por la diligencia. Uno muy popular aquí fue "Somosierra", el que con más garbo montaba en aquel diminuto sillín. Angel Muro, de quien tomo algunos de estos datos, refiere la peligrosidad del cargo de postillón. "Aún vive, escribía hacia 1870-, y vende fósforos en la esquina de las calle Greda y Jovellanos de Madrid un anciano que perdió las piernas siendo delantero de las diligencias Peninsulares, hace cuarenta años". Por esa peligrosidad, el Gobierno reconocía a los postillones derechos pasivos como empleados de Correos, y sus hijos estaban exentos del servicio militar siempre que ejercieran esa profesión. Postillón de diligencias fue en sus años mozos Edouard Dupouy, bayonés que se estableció en San Sebastián y fue años después director del Hotel de Londres, intervino en la fundación del Casino del Monte Igueldo y contribuyó con sus iniciativas y su trabajo al progreso de nuestra ciudad en los últimos años del pasado siglo y comienzos de éste.


Las condiciones a las que debían sujetarse los que viajaban en las diligencias las habían señalado varios reales decretos. Por el exceso de equipaje se pagaban tres reales por libra. Los niños de pecho que fueran en brazos de otra persona no pagaban nada; a cualquiera que tomara la berlina se le permitía llevar gratis un niño que no pasara de seis años y dos de igual edad si se tomaba todo el interior o rotonda, siendo ésta de seis plazas y aquella de tres. No se consentía llevar animales dentro del carruaje y sólo se permitía colocar pájaros enjaulados sobre la baca, si había sitio. En los puntos de parada donde según el itinerario tenían que descansar y dormir los pasajeros, no se permitía lo verificasen dentro del carruaje.


Las normas en vigor determinaban que "cada viajero, al salir de los puntos extremos, ocupará el asiento que le corresponda según el número de orden que tenga su billete y podrá mejorar su colocación en las vacantes que ocurran en la misma localidad, pagando el exceso de precio cuando mejore fuera de ésta. Ningún viajero podrá exigir la menor alteración en el curso de descanso establecido por la compañía o que el conductor disponga en casos eventuales. La compañía no abona indemnización alguna por detenciones o retos imprevistos, ni por los perjuicios que los señores viajeros puedan sufrir con las roturas o vuelcos del carruaje".


También se señalaban las indemnizaciones: “Si durante el viaje desapareciese algún equipaje, no siendo por robo a mano armada o incendio involuntario, la compañía abonará, por un baúl lleno quinientos reales, por una maleta llena doscientos reales, por un saco de noche lleno ochenta reales, por una sombrerera cuarenta reales”.


Para viajar hacía falta la cédula de vecindad y para ir al extranjero un pasaporte visado por los embajadores o cónsules de las naciones a donde fuera el viajero, sin cuyo requisito no se permitía el paso de frontera.


Iniciado el viaje en Madrid de madrugada, a las 10 se paraba en Cabanillas de la Sierra para almorzar. Sobre las 8 se llegaba a Aranda de Duero y allí se cenaba. Cada diligencia paraba en una fonda o mesón diferente que ya tenía preparado el condumio de los entumecidos viajeros. Tras reparar fuerzas, estirar las piernas y calentarse en la chimenea si era invierno, vuelta a la diligencia que llegaba a Burgos a las 8 de la mañana. Aquí se tomaba un chocolate con leche y azucarillo y se dejaba una hora para que los viajeros pudieran visitar la catedral. Sobre las 2 de la tarde llegaba la diligencia a Miranda de Ebro donde esperaba la comida en la que, según Angel Muro, no faltaban las truchas. Nueva parada en Vitoria donde se cenaba para adentrarse por los verdes parajes vascongados y ganar el puerto de Descarga, una de las partes más peligrosas del recorrido. A las 9 se desayunaba en Tolosa, y sobre las diez y media se llegaba a San Sebastián. Detalle curioso: todas las comidas que se hacían en el viaje venían a costar unos cinco duros.


Con la entrada en servicio de las diligencias comenzaron a venir a San Sebastián los primeros veraneantes y la ciudad-balneario se puso de moda, siendo Isabel II y la Reina Regente doña María Cristina quienes contribuyeron de una manera decisiva a convertir nuestra playa en punto de reunión del mundo elegante. Y en torno a aquellos viajes hay una curiosa anécdota que la cuenta Siro Alcain.


Cuando en 1846 vino a España el duque de Montpensier con uno de sus hermanos para concertar la boda con la infanta María Luisa, se había previsto que descansara en Astigarraga mientras cambiaban el tiro. El Ayuntamiento quiso recibir con todos los honores a los viajeros pero no encontró banda de música, pues en aquel momento parece que no había ninguna. Para salir del paso el maestro José Juan Santesteban improvisó una que ensayó rápidamente tres piezas. Llegado el duque y su séquito, pasaron a descansar al parador y la banda comenzó su concierto. Interpreto las tres, piezas ensayadas, pero la estancia del duque se prolongaba. Entonces Santesteban dijo a los músicos: "Hay una bonita composición que todos ustedes la saben de memoria y probaremos qué tal sale; Lascanotegui (que tocaba el requinto), entone Vd. el Himno de Riego". Este himno estaba entonces prohibido. El duque, que lo conocía, en cuanto lo oyó ordenó la marcha y los músicos quedaron muy preocupados por las consecuencias que pudiera acarrear la interpretación de aquella pieza. Pero el concejal que había organizado el recibimiento les calmó a la vez que les felicitaba por la ocurrencia que habían tenido.


Además de las diligencias que hacían el recorrido de Madrid a Bayona, aquí había otras que acercaban a los viajeros a Bilbao y a diversas localidades guipuzcoanas. Hasta 1897 no funcionó el tren de la Costa. Los viajeros que quisieran trasladarse a Bilbao tenían que ir en una diligencia que tirada por siete caballos salía a las siete de la mañana de la Plaza Vieja. "La Vascongada", que así le llamaba la diligencia, tardaba sus buenas doce horas en el recorrido y durante bastantes meses, debido a las consecuencias de la segunda guerra carlista, al llegar a Orio, la metían en una sirga para pasar la ría, pues el puente estaba inutilizado. La cuesta de Orio la subía con el refuerzo de una pareja de bueyes. Al llegar a Zarauz sobre las diez de la mañana, se cambiaba el tiro y los viajeros aprovechaban la operación para tomarse una taza de caldo en la fonda de Vicente Otamendi, en cuyos bajos estaban las cuadras. Seguía por el alto de Meagas para luego por Azpeitia ir a Durango, donde se volvía a cambiar de tiro.


Había otras diligencias que enlazaban San Sebastián con algunos pueblos de la provincia. La de Tolosa salía a las tres de la tarde de Casa Benegas, en la calle Elcano n° 6, y la de Irún de la calle Bengoechea 5, de Casa Manish, de la familia Pagés, cuyo hijo, Melchor, fue por su obesidad uno de los personajes populares de San Sebastián a principios de este siglo.


Las diligencias quedan ya como un lejano recuerdo y en nuestros días, en que como decía Agustín Foxá no se viaja, se llega, son una estampa en la que se mezclan el mayoral, el bandido generoso, el posadero, la mocita casadera, el fraile mendicante y Mariano José de Larra inmortalizándola con prosa inigualable.



















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