jueves, 28 de junio de 2012

Los viejos cafés

Ya no quedan casi cafés en nuestras ciudades. Han ido desapareciendo y de la importancia que tuvieron en el siglo XIX y comienzos del XX, tras una lenta decadencia, sólo queda el recuerdo entrañable para los que fuimos clientes de aquellos locales a los que considerábamos como una prolongación de nuestro hogar. Las tertulias literarias nacieron en los cafés y al morir estos han ido agonizando.


En San Sebastián tuvimos uno al que José Berruezo se atreve a clasificar entre los primeros que hubo en España. Fue toda una institución para los donostiarras de comienzos del pasado siglo el Café Viejo o del Cubo, llamado así por el sitio donde se hallaba, en la parte de las murallas que formaban un baluarte, fortaleza o torreón de forma puntiaguda. Era una especie de bóveda no muy grande que daba acceso al teatro del Cubo Imperial que se inauguró el 6 de abril de 1828. Pero el café funcionaba desde bastante tiempo antes, ignorándose la fecha exacta de su inauguración.


Los donostiarras de entonces, que vivían encerrados en la ciudad amurallada y que desde el atardecer no podían salir a dar un paseo por los barrios de San Martín y Santa Catalina ni acercarse a alguna casería del Antiguo o de Loyola para beber unos tragos de sidra, acudirían a las tabernas y figones de aquel San Sebastián que había surgido tras el incendio de 1813. La inauguración del Café Viejo o del Cubo sería una novedad y la burguesía de la ciudad constituiría la clientela habitual del local que con gran éxito abrió Vicente Ortí y que regentaba la Facunda. Por las descripciones que han llegado hasta nosotros sabemos que la instalación no era lujosa pues no había mesas de mármol, ni divanes, ni banquetas, ni espejos. No poseía iluminación de gas siendo ésta de velas de sebo y quinqués de aceite. Tenía una araña de cristal cuyas velas únicamente se encendían en las grandes solemnidades. Y faltaban los espejos, las lunas venecianas que siempre ha habido en los cafés donostiarras. Los mozos que servían a los clientes no iban de frac ni llevaban uniforme determinante de su condición laboral.


Tuvieron fama los helados que servían, especialmente los mantecados y los días de fiesta eran muchas las familias que enviaban a las criadas a comprarlos para tomarlos de postre, acompañados de los bizcochos acanalados de la confitería de la "andre" Nicolasa, más conocida por "la Rubia". Berruezo dice que la Facunda servía el mejor néctar de la Arabia y los más exquisitos sorbetes.


Cuando se derribaron las murallas, desapareció el café y su cierre fue objeto de laudatorios y tristes comentarios pues tras más de medio siglo de vida se consideraba una institución donostiarra. Un ingenio local, Miguel Ostolaza, publicó en el periódico "El Guipuzcoano" el 23 de julio de 1867 unos versos dedicados al café, derramando una lágrima poética sobre la "institución" que desaparecía. Elogiaba ¡cómo no! los famosos helados y sorbetes de la señora Facunda y decía: "Tus exquisitos sorbetes/ponderaban a cual más/todos los que los probaban/por su buena calidad./ Tus licores eran finos,/ tu leche helada, sin par:/ Y ¡oh café! hasta tus barquillos/eran de un gusto especial".


El poeta elogiaba el servicio con estos versos: "¿Y qué diré del agrado,/ de aquella amabilidad/ de tus dueñas, que en el pueblo/ era casi proverbial?/ ¡Tus dueñas! ¡Oh! con justicia/ se las debiera llamar/ enfermeras del alma y cuerpo/ que consuelo y vida dan".


La tristeza por el cierre la expresa así: "Ya no existes, ya mis ojos/ a verte no volverán/ ¡Y daría yo por verte/ cuanto yo pudiera dar!/ A tu unión con las murallas/ debiste tu fin fatal/ (que hay uniones que parecen/ formadas por Satanás)/ pero te juro que nunca/ cesaré de recordar/ que has sido el rincón más grato/ de todo San Sebastián".


En muchos documentos de la época hay constancia de la existencia del Café Viejo o del Cubo y sólo citaré uno: Cuando en 1828 estuvo en la ciudad el Rey Fernando VII y su esposa la Reina Amalia, el Ayuntamiento donostiarra pagó 476 reales al citado café "por nieve", es decir por los exquisitos helados que había encargado el concejo para deleite de los monarcas y su séquito.


Pero en aquel pueblo castrense y marinero, encerrado en las murallas, que no contaba a mediados del siglo pasado con más de doce o quince mil habitantes, había más cafés. No eran ni tan elegantes ni tan cómodos como los que hemos conocido un siglo después. No tenian divanes de peluche ni espejos en los que generaciones de moscas dejaban la huella de su paso. Pero cumplían su misión de lugar de reunión, centro de tertulias y punto donde se mataba el tiempo jugando a los naipes o al dominó.


Uno de los más antiguos era el de Aristizabal llamado también "Asto buztan motz", y estaba en la calle de Iñigo, en el número 9, con entrada además por la calle de San Vicente. Según el cronista "Calei Cale" del que tomo estos datos, la clientela de este café la formaban estudiantes, sargentos de los regimientos que había en la ciudad, artesanos y arrieros que llevaban el pescado en unas lentas galeras a la región aragonesa. Tenía una mesa de billar donde se jugaban partidas principalmente entre gente joven, y la más madura consumía sus ocios en partidas de naipes, principalmente en la llamada de las "treinta y una". Era un magnífico observatorio cuando se corrían toros en la plaza Nueva, en las fiestas de Carnaval, pues por allí pasaba el ganado que se iba a lidiar. De este café salía rodeado siempre de amigos el famoso "Ishkiña", con su capote de arpillera que le serviría para lucir sus habilidades en el arte de Cúchares ante los astados.


Más aristocrático, el más de todos, era el café de la Marina, de igual nombre que el que después de derribarse las murallas y construirse el paseo del Boulevard se abrió en la esquina de la calle Garibay con la Alameda y que fue durante muchos años junto al Novelty el mejor de los cafés que había en San Sebastián. El primitivo Marina era propiedad del señor Oteiza y se encontraba en la planta baja de la casa número 16 de la calle Embeltrán, con puertas a la calle Mayor, frente al Teatro Principal. La proximidad al teatro hacía que no faltaran entre su clientela los cómicos cuando hacían temporada en nuestra ciudad.


Otros cafés de aquella época que recordaba "Calei Cale" eran el Escala, sito en la plaza Nueva, luego de la Constitución, número 7 con entrada también por Juan de Bilbao, concurrido por gente del pueblo y militares de baja graduación. El café del Antiguo Oriente estaba en la calle de los Esterlines y su propietario era don Vicente Orti, hombre de carácter adusto que al decir del citado cronista alejaba más que atraía a la clientela.


Los toreros que venían a San Sebastián frecuentaban el que había en la calle del Pozo, esquina a la de Narrica, propiedad de la viuda de Ataza. El de Perico, mezcla de café y taberna, estaba en la calle de frente al Muelle y era frecuentado por pescadores. Y el de Tánger estaba fuera de las murallas, en el barrio de San Martín.


Tras el derribo de las murallas, las primeras construcciones que se hicieron en el Ensanche fueron una casa que levantó el carpintero Sebastián de Arizaga en la calle Andía; otra en la de Oquendo y la de la esquina del Boulevard con Garibay, donde estuvo el café Suizo y de la Marina, uno de los mejores establecimientos que tuvo San Sebastián. En 1865 ya se habían plantado los primeros árboles en el Boulevard y colocado dos estanques que tenían unos surtidores que constituían el entretenimiento de la chavalería que allí "pescaba" más de un remojón. Pues bien, en aquella primera casa del Boulevard se inauguró el 17 de febrero de 1867 con un gran baile de máscaras el café Suizo y de la Marina. La casa número 2 de la calle de Garibay la construyó el arquitecto donostiarra José Galo Aguirresarobe, haciendo la fachada Sebastián de Arizaga. La casa era propiedad de Martín Oteiza y en la planta baja montó el café un suizo muy emprendedor, Gerardo Monigatti.


Los que hemos conocido el café, que se cerró hace medio siglo, lo recordamos como uno de los locales más espaciosos y cómodos en su género. Tenía una altura de siete metros y una decoración muy al gusto de la época que dirigió Eugenio Azkue quien pintó en diecisiete medallones los retratos al óleo de hijos ilustres de Guipúzcoa. Allí estaban las figuras de Juan de Urbieta, Manuel de Larramendi, el conde de Peñaflorida, Cosme Damián Churruca y Elorza, Catalina de Erauso, Juan de Idiaquez, Antonio de Oquendo, Juan de Lazcano, Esteban de Garibay, Andrés de Urdaneta, González de Andía, Juan de Echaide, Miguel de Bidazabal, Miguel López de Legazpi, Juan Sebastián Elcano, San Ignacio de Loyola y Blas de Lezo.


En 1907 al reformarse el café fueron retirados los retratos. Al cerrarse el café en 1946, llegaron a la Caja de Ahorros Municipal por vía de su delegado de Obra Cultural Juan Luis Mendizabal, merced a la generosa y siempre amable solicitud del que fuera respetable caballero y exquisito restaurador, pintor y artista, José Rocandio, poco antes de su muerte. Los cuadros, restaurados por Xabier Martiarena en 1984, pues estaban muy deteriorados, fueron llevados a la sede central de la Caja, en la calle Guetaria y según me informó Juan Antonio Garmendia Elósegui tenían el propósito de instalarlos en la Casa Torre de Emparán, en Azpeitia.


El entrar en el café de la Marina era como adentrarse en los tiempos de Larra o de Gómez de la Serna, creerse inmerso en el mundo de las luces de bohemia valleinclanesca, de las conspiraciones políticas, poder presenciar tiernos idilios mantenidos entre los mármoles de los veladores, los espejos, las arañas y los divanes de peluche, mientras los echadores iban con sus humeantes cafeteras y lecheras llenando vasos y algún cliente pedía el recado de escribir y entre la batahola de las conversaciones dejaba correr su inspiración literaria o sencillamente escribía cartas comerciales.


La terraza del café en los años dorados de la "belle époque" donostiarra era punto de reunión de políticos, escritores, artistas, toreros... Allí iban Gayarre y Castelar, Romea y el maestro Rodorera, el Guerra y Vico, Gil Baré y Mazzanttini. Se decía que Mata-Hari cuando estuvo en San Sebastián acompañada del periodista Enrique Gómez Carrillo, en 1916, estuvo en la Marina, donde Bolo Pachá tuvo su primer tropiezo con la policía. El presidente de Cuba señor Menocal, la primera vez que visitó el local fue a la cocina para enseñar cómo quería que le prepararan el café. En la terraza se le vio más de una vez al gran duque Wladimiro, hermano del Zar de Rusia, acompañado de sus hijos.


Aquella terraza la describió Dionisio de Azcue en su libro "Mi pueblo ayer" con estas palabras: “Llenas las mesas de la acera y el aire cargado de aquel aroma acre dulce del café clásico, se cruzan los ruidos de la vajilla con el grito afectado de los camareros. Sesgando la corriente del paseo, se acerca con vaivenes de gabarra y al fin atraca el maestro Rodorera, que acaba de dirigir "Las alegres comadres de Windsor". Recala junto a Guetaria. El torero ceñido y pulquérrimo, con la pechera rutilante, alarga el pie al limpiabotas por entre la rueda de sus devotos. Llega una música de vientos y prorrumpe en el pasodoble del día: "Agua, azucarillos y aguardiente". Vocean tendidos y tabloncillos los revendedores. Pasa y repasa el asfalto la pollería elegante. Entre los "tirillas" destaca Gil Baré, con el primer "panamá” y la primera corbata escocesa, así como más allá, entre la mesocracia del paseo de en medio, se divisa altísima la figura laminada de "Mixiforo". Se oye a lo lejos la vocecilla de Pepito, el giboso, que grita “La Correspondencia” y el “Madrid Cómico". En esto, un triple redoble de tambor; un gran silencio. Junto a Plácido, aparece Salcedo, el pregonero magnífico. Se cala primero los lentes, se afirma en su pose de "condottiero" y lentamente, con engolada voz y el torso echado hacia atrás da comienzo al bando oficial: "Don Severo Aguirre-Miramón, conde de Torremuzquiz, alcalde constitucional de esta ciudad, hago saber..."


El éxito de público que alcanzaron los diversos cinematógrafos que había en la ciudad en los albores de este nuevo arte hizo que en algunos cafés también se proyectaran películas y el primero que introdujo esta novedad fue el café Kutz que estaba en la Avenida esquina a los Fueros. Este café era propiedad de los hermanos Pepe y Luis Kutz, y a principios de siglo adquirieron el café de la Marina. Cambiaron el nombre de Marina por el de Kutz, hasta que años después volvió a llamarse Marina. Allí se daban películas y había una tertulia de conocidos donostiarras, Felipe Charlen, Anthon Vega de Seoane, Luis Romero, Gabriel María Laffitte, Angel Gascue, Luis Múgica, Juanito Mugartegui, Marcos Soraluce, Paco Nerecán, Vicente Ameztoy, Genaro Arcaute, Juan Gabarain..., que cuando cerraban el café iban a lo que llamaban "D.M.K." (Detrás del mostrador del Kutz), donde les atendía Florentino Rojo, que luego montó el café del Rhin, o bajaban a la bodega a ver las películas que iban a pasar al día siguiente. El Kutz puso de moda merendar en el café y fue entonces cuando comenzó a ir el bello sexo a estos establecimientos.


Este de la Marina fue el café más elegante de los que hubo en nuestra ciudad tras el derribo de las murallas al que iban los clientes más exigentes que entre la música de las orquestinas, el ruido de las conversaciones y el humo de los vegueros degustaban el rico café de Colombia, de Brasil o de la isla de Timor del que esperaban tuviera las cualidades que señaló Tayllerand: puro como un ángel, dulce como el amor, negro como el demonio y caliente como el infierno. Pero hubo en la ciudad, durante el último tercio del pasado siglo y los cuarenta primeros años

de éste otros cafés como el Novelty, en el Boulevard, donde luego estuvo el Aero Club, el Oriental, en los arcos del Boulevard, el Europa, en la calle Hernani, el Colón en la plaza de Guipúzcoa, el Parisien en la calle Santa Catalina... y en época más reciente el Lion d'Or, que sigue con el nombre de Guría en el edificio del teatro Victoria Eugenia, el Rhin en la esquina de la Avenida con Vergara, el Guipúzcoa en la plaza de Bilbao, el de la Paz en Miracruz esquina a Iparraguirre, el Amara en Urbieta 6, el Madrid y el Raga en la Avenida donde hoy está la Caja Laboral Popular, el Viena Kutz en Vergara esquina a la Avenida, el Xauen, que cambió el nombre al cambiar de propietario y hoy se llama Gaviria...


Durante muchos años, uno de los más populares fue el Café Oriental, inaugurado el 2 de mayo de 1880, que se reformó en 1913, transformándose el "viejo" en "nuevo" Oriental. Fue el arquitecto Gurruchaga quien dirigió las obras. Unos amplísimos ventanales llenaban los 18 metros de fachada que daba a los soportales del Boulevard, y que podían levantarse quedando entonces formando un solo salón los soportales y el interior del café. Se hizo desaparecer el piso entresuelo con lo que se elevó bastante el techo del local que en su parte posterior daba a la calle Embeltrán. El salón tenía una superficie de 288 metros cuadrados y en él se colocaron 76 mesas de mármol en hileras separadas. En el verano se establecía una separación formada por plantas de salón, delimitando así una parte del salón que se destinaba a restaurante. En aquella época, la cocina del Oriental era de calidad y allí se podían degustar, junto a los platos tradicionales de la cocina vasca, las exquisiteces francesas.


El salón, pintado de alegres colores blancos, estaba iluminado por cuatro mil bombillas colocadas en artísticas lámparas. Frente a la entrada principal había un mostrador y encima la cabina de cine, pues en aquella época en que el séptimo arte estaba en sus primera andaduras, en algunos cafés se proyectaban películas cortas. En el Oriental había sesiones a las 6 y 7,30 de la tarde y 10 de la noche. Y todos los días a las 2 de la tarde, una orquestina interpretaba música. Al frente del establecimiento se hallaba uno de los copropietarios, don Angel López.


Al Oriental iban los domingos las criadas de servicio "a gastar lo que han sisado", se decía. Y en los días de esplendor del Casino, por las noches y hasta la madrugada, allí estaban unos señores graves, bigotudos, llenos de sortijas en las manos y en la corbata. Esperaban a que llegaran sus clientes, los que en el Casino habían perdido sumas importantes y querían empeñar sus joyas por un puñado de dinero. Este café cerró sus puertas poco después del de la Marina en la década de los cuarenta y con ello el Boulevard comenzó a cambiar...


El que podríamos llamar el rey de aquel mundo cafeteril de San Sebastián de entre guerras fue Florentino Rojo. Vino a nuestra ciudad por vez primera, como tantos otros mozos de la Castilla mesetaria, a cumplir el servicio militar y aquí se quedó. Pero él tiró de la familia y casi despobló su Velilla natal pues fue trayendo a sus parientes y amigos, hasta cincuenta vinieron a nuestra ciudad y los colocaba en los establecimientos que iba regentando, volando después algunos por cuenta propia y abriendo nuevos cafés, como el Madrid y el Raga.


Florentino Rojo comenzó trabajando en el café del Norte, luego en el Royalty, después en la Marina y por último en uno de su propiedad, el Rhin. Había nacido para regentar cafés y los fue elegantizando, dándoles una personalidad, metiendo en ellos orquestas y hasta cine, logrando que las mujeres acudieran a sus establecimientos, lo que hasta entonces dijérase que las estaba prohibido.


Tenía su orgullo profesional y alardeaba de dar a sus clientes el mejor café. Su cara redonda y sonrosada se llenaba de alegría cuando podía decir a algún cliente: "He conseguido una remesa de café de la isla de Timor".


Contaba "Gil Baré" que durante la guerra del catorce se reunían en sus cafés, conviviendo pacíficamente, franceses y alemanes, mientras los españoles discutían con pasión, propio de la raza, los incidentes sangrientos de la contienda. En el de la Marina, "docenas de turcos, armenios y griegos trasladaron sus oficinas de la rue Lafayette, realizando importantes transacciones, especialmente en perlas y piedras de color". Florentino Rojo llegó a tener caballos que corrían en Lasarte y se dijo que ello era debido a un timo que le dio un italiano que se hacía pasar por barón de Montaperto pero, como decía "Gil Baré", a Florentino Rojo no le engañaban ni con cloroformo.


Todavía le estoy viendo con su canotier, que puso de moda a la vez que Chevalier, rechoncho y bonachón paseando por la Avenida, repartiendo satisfacción y simpatía. Dos de sus sobrinos, Gaspar y Jerónimo Villagarcía abrieron el 6 de marzo de 1926 uno de los cafés de más prestigio, el Madrid, que estaba en la Avenida donde hoy se halla la Caja Laboral Popular. Hasta que cerró sus puertas en 1971 fue punto de reunión de donostiarras que en un ambiente de sobria elegancia pasaron muchas horas, sentados en unos divanes de tonos claros que eran bien diferentes a los de peluche tradicionales en esta clase de establecimientos.


En los años finales del XIX y primeros del XX el lugar de moda era el Novelty, pastelería y salón de té, al que se referían los periodistas al hablar de los veraneantes de categoría y al que dedicó Manuel del Palacio una redondilla: "El que va a San Sebastián/ y por dárselas de hidalgo/ va al Novelty a tomar algo,/ no ve el timo que le dan".


Estaba en el Boulevard y se hallaba decorado al gusto de la época, con maderas nobles y frisos, estanterías para la botillería nacional y extranjera, espejos biselados... Tenía un pequeño bar pero la gente consumía las bebidas y los thes sentada, pues aún no había llegado la moda de la barra y los taburetes. Al principio de siglo el barman era M. Albert, que había trabajado en elegantes pastelerías de Niza, Montecarlo, Trouville y París y mandaba un regimiento de camareros. Decía que nunca había trabajado en un establecimiento tan bien montado como el Novelty.


En verano trabajaba sin parar. Un domingo de 1904 sirvió nada menos que ochocientos refrescos y setecientos thes y chocolates. Una mañana de agosto agotó el vermouth pues en una hora despachó catorce botellas para los aperitivos y coctails. Pero en invierno casi no trabajaba. Los donostiarras pudientes que en verano acudían a los lugares de moda, en invierno casi no los frecuentaban y a los propietarios les costaba mucho mantener tantos empleados para tan pocos clientes. Decidieron cerrar el local desde octubre de 1904 a la primavera de 1905. La noticia fue comentada como si se tratara de una desgracia nacional. Y "Gil Baré” escribía: “Las hojas de los árboles del Boulevard formarán ante las cerradas puertas del Novelty, amarilla alfombra, y el viento al pasar ruidoso, agotándolas en revueltos torbellinos, nos dirá al oído a los transeuntes: ¿quieres un refresquito? Pues abre la boca".


El 29 de julio de 1907 abrió sus puertas el café Royalty, sito en la esquina de la calle Vergara con la Avenida. Ocupaba una superficie de 400 metros cuadrados de extensión. El suelo era de baldosa de la casa Nolla, orgullo de la industria valenciana. Los huecos a la calle lucían artísticas vidrieras con paisajes y las había hecho la prestigiosa firma francesa Maumejeant, recientemente establecida en San Sebastián, siendo también de esta casa las opalinas de que se componía el zócalo recubierto con molduras de bronce. En los muros se colocaron paneles pintados al óleo, obra del pincel de M. Gilbert, director artístico de la casa Maumejeant de París.


Lo que más llamaba la atención era la parte central del café, que tenía una altura de doce metros y que se encontraba rematada por una soberbia vidriera decorada que daba luz y vida a la sala. La parte decorativa fue realizada por Julio Gargallo y era una prueba de la inspiración y buen gusto que caracterizaba a este artista. La pintura fue de Campins, toda ella prueba de delicadez e inspiración, siendo dignos de elogio los trabajos que en riquísimos mármoles ejecutó Tomas Altuna, llamando sobre todo la atención los de la fachada del establecimiento.


Los propietarios del café no escatimaron a la hora de montar el nuevo negocio y así el mobiliario lo adquirieron en la casa Marthe, una de las más acreditadas de Europa, y la vajilla en la firma Cuarlionais y Pourailly, de Toulouse.


En los periódicos, al dar cuenta de la inauguración del Royalty, no ahorraban los elogios, y uno de ellos decía que "sus propietarios pueden estar orgullosos de haber dotado de un establecimiento magnífico a nuestra ciudad, por cuyo ornato se afanan todos sus vecinos, dando así muestras a nuestros visitantes de que San Sebastián nada omite para demostrar al mundo entero que se halla dispuesto a mantener el puesto que se merece entre los pueblos más adelantados". Agregaba que grandes habían sido las dificultades que fueron vencidas con verdadero acierto para llevar a cabo el proyecto y no menos grandes los sacrificios económicos que se habían impuesto sus dueños, y elogiaban al arquitecto don Luis Elizalde, director de la obra.


Este café cambió de dueños y de nombre en la década de los treinta, y como Café Viena Kutz siguió hasta que se derribó el edificio, en cuyos primeros pisos se hallaba el Hotel Avenida, en los años sesenta.


En el edificio del teatro Victoria Eugenia se abrió en 1912 el Gran Café Lion d'Or y en su primera época podía tomarse en el establecimiento un bock de cerveza de Munchen por cuarenta céntimos, de cerveza española por veinticinco, un chocolate por cincuenta y por veinticinco un café o un té exquisitos. El café al poco tiempo cambió de nombre, llamándose Guría y allí en los veranos de antaño tuvo como asiduos clientes a gente del teatro, siendo los más fieles a las tertulias del mismo Pedro Muñoz Seca, Jacinto Benavente, Sinesio Delgado, Arturo Serrano, Manuel Machado, Joaquín Abati, Fernardo Díaz de Mendoza...


La famosa habanera del Guría, que han popularizado los socios de Gaztelubide y que la han oído todos los famosos que han pasado por San Sebastián en los últimos sesenta años, se cantó por vez primera, por Paco Berasategui, en este café y de él tomó el nombre. Se desconoce al autor de la letra y de la música pero ¿qué donostiarra no ha cantado alguna vez aquello de "Dijo el viejo Salomón/ que hay celos que al hombre matan/ celos que al hombre arrebatan la dicha del corazón..."?


El Guría sigue abierto y en cuanto la temperatura lo permite, su terraza se llena de clientes, conociendo sus mejores días al celebrarse en el Victoria Eugenia el Festival Internacional de Cine. Hace poco ha cambiado de nombre: ahora se llama Victoria.


Un café que iba a la zaga del de la Marina en elegancia y distinción fue el de Guipúzcoa, situado en la plaza de Bilbao, en los bajos de la casa que hoy ocupa la Cámara de la Propiedad Urbana. Lo fundaron un grupo de donostiarras que crearon una sociedad por acciones con un capital de cien mil pesetas en títulos nominativos de 125 pesetas cada uno. Encargaron a los arquitectos Domínguez y Ugarte la dirección de las obras, y no ahorraron gasto para que el proyecto fuese digno de San Sebastián.


Se inauguró el 30 de julio de 1906 y la víspera sus fundadores se reunieron en un banquete para brindar por el éxito del mismo. Era el de Guipúzcoa un café de estilo inglés y el salón era de marmolería verde y opalina blanca con incrustaciones de oro, siendo las tapajuntas de caoba charolada con filete dorado así como los marcos de los trece magníficos espejos que había en las paredes. Remataba el decorado de los lienzos de pared una ancha cenefa pintada sobre tela que recorría todo el perímetro del establecimiento, representando distintas parejas en una danza campestre. Los huecos de fachada tenían en su mitad superior vidrieras emplomadas y en la inferior lunas, y el techo estaba pintado en blanco y oro. El mostrador, también de estilo inglés, era un mueble de caoba, de opalina blanca y oro y marmolina verde, y por si todos estos detalles fueran pocos, el suelo era de mosaico de Nolla.


Además del gran salón, con los tradicionales divanes de peluche, mesas de mármol y los espejos, había en un lateral que daba a la calle Alfonso VIII un salón de billar, juego muy de moda en aquellos años.


Los periódicos de la época, de donde tomo todos estos datos, daban una detallada información sobre las firmas comerciales que habían colaborado en el montaje del café. Así sabemos que las opalinas, marmolinas y pintura de las cenefas eran de Maumejeant, la casa francesa que tenía sucursal en San Sebastián; el mobiliario de la viuda de Echeverría; el techo lo había hecho Luis Gargallo; la pintura y los dorados eran de Sanabria; la marquesina de la fachada de Urcola, los cristales de la firma Ezcurdia y la instalación eléctrica de la casa Comet. Los servicios de porcelana, cristalería y metal blanco eran de la casa Adolfo Marquet, de Madrid-Limoges; los espejos de Basilio Paraíso, de Zaragoza; las cocinas las instaló Ramón Alonso; la carpintería la hizo Zaldua y Mendizabal y la pintura y dorado Vicondoa.


Como en los cafés de la época, había conciertos diarios y en el de Guipúzcoa comenzó actuando un sexteto en el que figuraba el flautista Basurko, los violines Otaño, Neira y García, el violoncello Guereña, el pianista Azón y el contrabajo Luzuriaga.


El café tuvo una primera época próspera, pero luego fue decayendo y unos años antes de la guerra civil cerró sus puertas.


No sin cierta melancolía, he escrito sobre los viejos cafés de San Sebastián, la mayoría de los cuales he conocido, en los que he pasado muchas horas asistiendo a tertulias y en los que he visto a parejas de enamorados que tejían sueños de felicidad y venturas. Sobre el mármol del velador no faltaba la jarra de agua y junto a ella el vaso que esperaba a que el "echador", figura que desapareció arrojada al desván de las cosas inservibles por las máquinas express, llegase para llenarlo de ese "licor amado por el poeta que faltó a Virgilio y que Voltaire adoró". El café, bebida importada en un principio de Arabia y Abisinia y que al decir de Pemán fue un hallazgo genial, que predispone a la especulación y a la tolerancia, ha sido una institución social y en los cafés se han planeado revoluciones, se han escrito libros, se han leído comedias, se han concertado matrimonios, se han ultimado negocios, se ha soñado, en suma. Los cafés tradicionales han ido desapareciendo, sustituidos por "pubs", bares americanos, discotecas... cuando no por bancos. Pero los que los conocimos y en ellos pasamos muchas horas y en ellos soñamos, su evocación nos llena de recuerdos y nostalgias...



























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