Las escuelas públicas se hallaban en aquel entonces situadas en los locales llamados de Santa Marta unas y otras en los que luego ocuparon los juzgados en la plaza de las Escuelas, hoy de Sarriegui. El mobiliario se componía de unas cuantas mesas corridas donde escribían los chicos "sacando la lengua fuera de la boca, al compás del monótono rasgueo de la pluma de ave que hacíamos "bajar" previamente al profesor, el cual llevaba en el dedo pulgar de la mano izquierda una especie de dedal de soldado que servía para la decapitación de la punta; de un mapa de Europa y un mapa-mundi adornando una pared y algunas estampas iluminadas representando escenas de la historia sagrada, como la torre de Babel o David tocando el arpa; de dos o tres encerados y la tribuna del maestro".
La clase comenzaba con la lección de escritura con modelos de Iturzaeta, el famoso calígrafo vascongado. Durante el tiempo que los chicos escribían, el dómine echaba un sueñecito, previa la absorción de una dosis de rape, sin soltar de la mano una larga vara de fresno. Tras la escritura se iniciaba el recitado de fábulas por grupos de alumnos, estando al frente de cada uno de estos un alumno de la confianza del maestro, armado de un puntero o de un marco de pizarra. Luego venía el estudio de la geografía y al decir de "Calei-Cale" lo que aprendían en este campo de la enseñanza era bien poco, pues no iba mucho más allá de saber las capitales de las diversas naciones. Se completaba la jornada con el estudio de unas nociones de gramática, ortografía y aritmética y mucha doctrina cristiana, rezándose el rosario todos los sábados.
Aquel aforismo de que las letras con sangre entran lo seguían los maestros de entonces con gran fidelidad y el profesor nunca abandonaba el palo que le servía, como el látigo de siete colas de los maestros ingleses, para que la ciencia entrara con mayor facilidad en la mente de los alumnos.
Todos los sábados los alumnos entregaban al maestro un cuarto para el pago de la tinta que empleaban. Con frecuencia iba a las clases el vicario, que venía a ser un auténtico inspector, a fin de seleccionar a algunos muchachos que luego serían monaguillos en las parroquias de la ciudad. También se recurría a los chicos cuando faltaba gente que llevara las hachas en los entierros, que entonces eran muy solemnes, recompensándoles a los muchachos con cuatro cuartos. Las compañías de teatro solían recurrir a las escuelas cuando necesitaban comparsas para sus obras.
El lugar no era muy confortable y en el aspecto pedagógico dejaban mucho que desear aquellas escuelas de mediados del XIX, pero "Calei-Cale" recuerda con nostalgia en el manuscrito que he podido leer aquellos días de su infancia y a "Paniku", "Penano", "Javi", "Misquiris", sus compañeros de estudio y travesuras.
Y hecha esta pequeña digresión retomo el hilo, el de los colegios de religiosos y comienzo con el de los jesuitas.
La Compañía de Jesús fue abriendo colegios en Guipúzcoa, siendo el primero el fundado en Vergara en 1593, al que siguieron el de Azcoitia en 1599, el de Oñate por los mismos años y el de San Sebastián. Pero este último tuvo múltiples dificultades para su nacimiento, pues parte del clero y del vecindario era contrario a que los hijos de San Ignacio viniesen aquí. Pero pudieron más los que deseaban que abrieran una capilla y una escuela atendiendo así a la vida religiosa y cultural de los donostiarras, y en 1626 los padres Puebla, Elizondo y Céspedes llegan subrepticiamente a San Sebastián y montan una capilla provisional, lo que irritó aún más a los que se oponían a su establecimiento que recurrieron a la violencia, por lo que tuvo que intervenir enérgicamente el virrey de Navarra, don Bernardino Avellaneda, quien amenazó a los alborotadores incluso con la horca.
Todo había comenzado unos años antes cuando el capitán de nuestros tercios don Domingo de Iturralde y Mutiloa hizo testamento en 1613 en el que legaba sus bienes al Concejo de San Sebastián para la fundación de una casa religiosa y al morir en el Milanesado el testador y tener nuestro Ayuntamiento conocimiento de su última voluntad acordó que fueran los jesuitas quienes regentaran la iglesia y una escuela.
A este primer legado se unió pronto otro, el del almirante don Antonio de Oquendo y de su esposa doña María de Lazcano quienes cedieron a los jesuitas dos casas que habían comprado en 2.300 ducados y en estos solares de 100 pies de largo por 88 de ancho fue donde se levantó la iglesia y la escuela de los jesuitas, enfrente precisamente de la casa del ilustre marino, entre la iglesia de Santa María y el convento de San Telmo. A estas donaciones se agregaron otras para la iglesia y la escuela, llegándose hasta los 32.300 ducados y en su testamento doña María Lazcano asegura: "Héles entregado a los PP. Jesuitas más de 32.000 ducados de plata, con que tengo satisfecho aún más de lo ofrecido en la fundación, fuera de otras cosas que les he dado de mucho valor y estimación". La viuda de Oquendo quería que la construcción se pareciera a la que los jesuitas tenían en Valladolid. "Se procurará la mayor ostentación que se pudiera, tomando tanto ámbito una iglesia tan capaz como conviene a tan gran patronazgo". En 1761 el reverendo don Joaquín Ordoñez escribió que “el colegio de los PP. de la Compañía es de poca comunidad pero de buena fábrica, iglesia, sacristía y tránsitos, buena galería, hay muchas funciones de iglesia, sermones y novenas, aquí se enseña moral, gramática leer y contar". El colegio comenzó a funcionar a mediados del siglo XVII, pero antes hubo que sortear muchísimas dificultades pues la oposición a que los jesuitas se establecieran aquí recurrió nada menos que al Consejo Real quien mandó que los jesuitas devolvieran la basílica a la ciudad y su cabildo eclesiástico, mientras las comunidades de San Telmo y San Francisco continuaron las gestiones para que se sobreseyese la construcción del colegio.
Para saber la opinión de los vecinos, se convocó el 20 de noviembre de 1626 una reunión que resultó tormentosa. Para mantener el orden el proveedor don Martín de Valencegui trajo de Pasajes a doscientos hombres de mar alistados para embarcarse en los pataches del Rey. Uno de los alcaldes que presidía la reunión la suspendió e intentó irse a su casa, "pero cogido en la calle, le condujeron atrás violentamente a la casa concejil, infiriendo muchas injurias y denuestos, así como a algunos regidores. Con igual violencia llevaron al otro alcalde que se hallaba enfermo y encamado desde hacía días", según refiere Pedro Gorosabel. Intervino el Corregidor, intervinieron las Juntas reunidas en San Sebastián, se pidió al Nuncio nombrase dos jueces, mientras algunos hacían recaer en los Jesuitas la responsabilidad de los sucesos.
Martín de Pollorena, Síndico del Ayuntamiento donostiarra en un escrito dirigido al Rey, dice que la mayoría de los vecinos no deseaban la implantación de un colegio por no haber necesidad "por haber cincuenta sacerdotes, hijos y vecinos de la villa, que sirven las dos parroquias, además de dos conventos de Santo Domingo y San Francisco, en los que hay cerca de cuarenta confesores y predicadores. Y en ningún caso conviene al servicio de Vuestra Majestad ni a la seguridad de una plaza de tanta importancia..."
Alegaba el Síndico en su escrito razones de defensa militar y decía que “el principal muro y defensa de una República es la paz y amistad entre los vecinos, y cómo ésta ha faltado en esta villa desde 1619, cuando entraron con violencia y mano armada los padres de la Compañía, temerosos la mayor parte de los vecinos della".
En el escrito del Síndico también se decía que si se llevase a cabo la fundación del colegio sería a base de la ocupación de mucho sitio "hasta entrar se contenten los dichos Padres de la Compañía con poco, lo cual sería en gran perjuicio de los vecinos, a quienes les cogerían las casas de su habitación y se auxentarían dexando sin fuerza el presidio, que sería en notable deservicio de Vuestra Majestad, por no poder los dichos vecinos edificar de nuevo su habitación en la dicha Villa, ni poderse estender más de lo que está (...) Otro si se le siguen muy grandes inconvenientes y ocasiones de muchos pleitos a los vecinos con la dicha fundación. Lo primero, porque junto al dicho convento o Colegio no les permitirán los dichos Padres abrir puertas, ventanas, y luzeros en sus propias casas, alegando perjudican al dicho colegio. Lo segundo, porque tomando las casas de la dicha Villa para su fundación, sus dueños quedarán notablemente agraviados, y sus hijos con justas quexas, pues se les quitaría el derecho de entrar en las elecciones de Alcaldes de Cavalleros hijosdalgo, supuesto que además de serlo, es necesario tengan (fuera de otras haciendas) sus casas dentro de la dicha Villa (...)
Al presente se hallan (los vecinos) a pique de matarse los unos con los otros, por ver que los dichos Padres subreticiamente y sin dar parte a la Villa han abierto iglesia y puesto al Santísimo Sacramento en una bodega, valiéndose para esto de modos extraordinarios..."
Fue por fin el Virrey de Navarra, don Bernardino Avellaneda, quien tras estudiar a fondo la cuestión reunió el 27 de junio de 1627 a autoridades y vecinos a quienes comunicó el derecho de los jesuitas a construir un colegio agregando que "si en lo sucesivo alguien protesta o se agita más en este negocio, sepa que tropezará con el Virrey, dispuesto a ahorcar si preciso fuese a una docena de alborotadores".
Tan enérgica actitud era debida a que casi podríamos decir que la sangre había llegado al río. En efecto, según refiere el P. Astrain en su "Historia de la Compañía de Jesús en la Asistencia de España", los incidentes callejeros menudearon y así relata uno de ellos, el producido la noche inmediata al acuerdo municipal de "acabar" con los jesuitas, y dice que "hubo asalto nocturno con arcabuces y pedradas, que tan poco dio resultado, porque los amigos de los jesuitas se apostaron también en casas vecinas, resistían a ladrillazos y pedradas. Varias veces se repitió esta escena salvaje en las calles que rodeaban al colegio".
Al conseguir los jesuitas una sentencia favorable los padres Elizondo, Céspedes y Puebla vinieron a San Sebastián y el capitán Salgado Araujo y el alcalde ordinario Martín Urnieta, que eran partidarios del establecimiento de la Compañía, les abrieron las puertas a pesar de ser de noche. Al saberse, la irritación de los enemigos de los jesuitas subió de pronto y organizaron algaradas y motines. Especial virulencia tuvo el registrado el 16 de noviembre de 1626 ya que se intentó un asalto nocturno, con arcabuzazos y pedradas, de la casa que ocupaban los hijos de San Ignacio.
Pacificados los ánimos, los jesuitas comenzaron a construir el colegio en la calle de la Trinidad en un solar de don Miguel Aguirre, contiguo a la casa del almirante Oquendo y allí desde 1627 explicaban las primeras Letras, Humanidades y Moral.
Nada queda de aquella iglesia ni de la casa-colegio pues al ser expulsados los jesuitas por Carlos III en 1767 el edificio fue abandonado deteriorándose rápidamente, cayéndose parte del techo, teniéndose que rebajar las paredes. Uno de los jesuitas que se hallaban en aquel colegio cuando llegó la orden de expulsión era el P. Daniel Patricio Meagher, nacido en San Sebastián. Cuando los católicos irlandeses fueron perseguidos por Oliverio Cromwell, muchos de ellos emigraron, viniendo algunos a España. Uno de estos fue Patricio Meagher que se estableció en nuestra ciudad como comerciante. Aquí nacieron sus hijos que años después ingresaron en la Compañía de Jesús donde destacaron por sus virtudes y sabiduría. Uno de ellos, el P. Daniel Patricio, ingresó el 14 de octubre de 1717 a la edad de 14 años haciendo su profesión solemne en 1736. Explicó filosofía y teología en el Colegio de Santiago de Galicia, y en los de Salamanca y Valladolid. Publicó diversas obras y varios memoriales sobre los libros editados en francés contra los jesuitas, versos en castellano, siendo el autor de unos en vascuence dedicados al vino, agradecido al alivio que en una grave enfermedad le había proporcionado el zumo de la uva. El fue quien pronunció en San Sebastián la oración fúnebre de la reina de España doña María Bárbara de Portugal. En nuestra ciudad era “consultado como un oráculo, buscado por todos para alivio y consuelo de sus desgracias, querido y estimado en la ciudad y en todo el país como un padre universal y bienhechor de todos", según escribió el P. Luengo en su diario.
Cuando Carlos III dictó la famosa Pragmática desterrando a los jesuitas, el P. Daniel Patricio tuvo una reacción valiente, digna de toda loa. Según refiere el P. Luengo, "toma en sus manos la real orden de destierro, enciende las velas del altar, abre el Sagrario y, con mucho respeto, fervor y con voz alta, intimó, por decirlo así, aquel decreto a Jesucristo, diciendo a Su Majestad: oid, Señor, cómo os tratan a Vos y a vuestra Compañía, y leyó, efectivamente, todo aquel papel". El P. Daniel Patricio marchó a Italia falleciendo a los 69 años.
Aquel colegio nacido tras tan violenta polémica, conoció tras la expulsión de los jesuitas diversos destinos, hospital, cárcel, parque militar y lo que había sido magnífica construcción no era a los pocos años sino algo destartalado y deteriorado desde sus cimientos al tejado. El fuego en 1813 terminó con lo que durante un siglo largo había sido importante centro religioso y cultural de San Sebastián.
Tendrían que pasar muchos años antes de que la Compañía de Jesús contara con un Colegio en San Sebastián, pero hay un antecedente inmediato del actual centro de la Avenida de Navarra, el que abrieron en la calle Narrica nº 10 en octubre de 1869. Triunfante la revolución de octubre de 1868, el 12 de octubre el Gobierno aprueba un decreto expulsando nuevamente a los jesuitas, a los que se concede un plazo de tres días para abandonar el país. Consumado el destierro, quedan algunos jesuitas en Guipúzcoa y unas semanas más tarde llega a San Sebastián el P. Manuel Domingo procedente del convento del Puerto de Santa María. Aquí se refugió en casa de doña Jacoba Balzola donde, según una carta de don José Sahagún, “vivía hecho un canónigo, tratado con toda distinción y comodidad, sin más obligaciones que la de decir misa en el oratorio de la casa y acompañar a una hija de la señora, dedicándose a confesar en una iglesia y a dar ejercicios".
En su mente bulle la idea de abrir un colegio y tras no pocas reuniones con gentes de San Sebastián, da el paso definitivo. En octubre de 1869 comienza a funcionar el centro con unos pocos alumnos figurando como director don José Egaña. Contaba con un reducido número de profesores: el escolar Manuel Molina, de latín; el Hermano José de Ochandarena, de primera enseñanza; el Hermano Felipe López, encargado de la cocina, y el Hermano Zacarías Ugarte, empleado para todo, a los que se fueron agregando otros como Julián Curiel, profesor de retórica, aritmética, álgebra y prefecto de internos y externos, Gregorio Aldama, profesor de gramática, de historia universal e inspector de externos, Valentín Gómez, profesor de historia de España, inspector de internos y secretario, y José de la Torre, profesor de geografía y francés.
Abierto el Colegio con seis alumnos internos y 14 externos, se daban clases desde primaria hasta el tercero de bachiller. Los resultados obtenidos en el primer curso hicieron que el siguiente el colegio contase con 15 internos y 64 externos, por lo que hubo de cambiar de sede.
En plena guerra carlista, el gobernador civil de Guipúzcoa clausuró el Colegio en julio de 1873 y los jesuitas que allí impartían lecciones tienen que abandonar España. No volvería a abrirse el Colegio, y los jesuitas no dispondrían de uno en San Sebastián hasta muchos años después, en 1929.
En efecto, en el antiguo colegio de San Bernardo en Ategorrieta se establecieron, inaugurando el Colegio el 28 de agosto de 1929. Ese día, el obispo de la diócesis, monseñor Mateo Múgica, de capa magna, báculo y mitra, bendijo la capilla y los pabellones del colegio que podía calificarse de nuevo por lo mucho que había sido renovado. Tras la bendición, tuvo lugar una procesión desde la parroquia de San Ignacio hasta el colegio en la que figuraban los Caballeros de San Ignacio con su director P. Nemesio Otaño, los adoradores nocturnos y representaciones de las comunidades religiosas de la ciudad y de las parroquias. El Santísimo lo portaba el obispo bajo palio, llevando los varales el conde de Leriz, don Luis Gaitán de Ayala, don José Aguirre, don Manuel Odriozola, don Pablo Zabalo y don Luis Barrueta. Cerraban el cortejo el gobernador civil señor Chacón, el presidente de la Diputación señor Lizasoain y el alcalde señor Beguiristain. Llegada la procesión al colegio, se celebró una misa oficiada por el P. Severiano Azcona, provincial de la Compañía, predicando el P. Ansoleaga, director del colegio. Unos días después comenzaba el curso en aquel nuevo colegio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario