Dada la proximidad de San Sebastián a la frontera, era lógico pensar que los franceses intentaran ganar la plaza y su castillo estratégico. Por eso se reforzaron las fortificaciones, se acumularon municiones y la psicosis de una inmediata lucha corría por la villa.
En esas circunstancias, un gran temporal azotó la ciudad el 7 de diciembre de 1688. Uno de los rayos cayó sobre el polvorín del Castillo de la Mota a las cuatro de la tarde de aquel triste día, prendiendo fuego a 800 quintales de pólvora así como a bombas, granadas, mechas, etc., allí almacenadas.
Las consecuencias de aquella explosión y del incendio que la siguió fueron enormes. Parte del Castillo quedó destruido, volando por los aires los cuerpos de los diez soldados que estaban de guardia, siendo sus restos hallados al día siguiente a bastantes metros de donde estaban de servicio. El efecto de la explosión produjo resquebrajamientos en las casas e iglesias de la villa y, víctimas de los incendios que se declararon, murieron cuatro vecinos.
Sigue la monja carmelita describiendo cómo subía el agua "que excedía en mucho a los muros de la ciudad que miran al muelle", y el inicio de la gran tempestad. "A las 4 fulminó el cielo rayos y centellas que vieron muchos, ya en la plaza, ya en las calles y templos, a donde por el temor se acogieron muchos. Dio un rayo en el Castillo (...) siendo la pólvora del almacén donde cayó 780 quintales, y al mismo tiempo se vio hecha un volcán la ciudad, conmoviéndose al estallido y conmoción del aire aun los más fuertes edificios. Cada uno juzgaba en su casa el incendio y los que estaban en los templos, persuadidos de que se arruinaban, con tristes clamores buscaban la puerta para librarse del riesgo que creyeron sería cierto. Creció la confusión, aumentóse el temor y el triste clamor con el ruido de la multitud de piedras, vigas, tejas, etc., que al impulso de la pólvora volaron del Castillo y, como en espeso granizo, caían en tejados, calles y plazas de la ciudad sin que hubiese parte donde la mayor seguridad no fuese el más conocido peligro".
La monja detalla los daños que sufrió la ciudad y comienza por su propio convento: "Este convento padeció mucho, cayendo de parte a parte los cuartos y cuanto había de puertas, rejas, vidrieras, ventanas y piedras entre las religiosas, sin que en ninguna quedara señal de daño, escapando cada una con experiencia de muchas maravillas. La misma preservación logró cuanto tenía la casa de alhajas y otras cosas; y habiendo toda la chimenea, se mantuvo indemne la olla de la comida, guardándola el Señor para sus esposas".
Sigue relatando los daños que sufrió la parroquia de Santa María, donde el huracán derribó las vidrieras, lo mismo que en los demás templos y casas de la ciudad, arrancó las puertas del claustro arrojándolas a la nave colateral del Evangelio y dando una de ellas en un asiento de piedra que estaba al pie del pilar del púlpito, le quitó un pedazo. Hizo pedazos las puertas principales "necesitando aquella noche de poner guardas para la seguridad de mucha y bien labrada plata y ornamentos preciosos de que se sirve en los Oficios Divinos ésta Santa Iglesia". Cayó un altar con su retablo y una de las bóvedas de la nave principal quedó dañada. En el convento de Santa Ana, que también era de religiosas descalzas, cayeron todas las celdas menos dos o tres. En el convento de San Telmo, de Dominicos, derribó la puerta de la iglesia que sale al claustro; en el sobreclaustro, a espaldas del coro, derribó unos diez o doce cuartones gruesos con todo el tablado. En el primer dormitorio cayeron tres celdas.
En el convento de San Sebastián el Antiguo, de religiosas dominicas, cayeron en una de las paredes de la capilla mayor dos rayos, arrancando una piedra sillar grande que la arrojó a la otra parte de la calzada y de la ventana que daba luz al altar mayor arrancó varias piedras. En el convento de Jesús, de religiosos franciscanos, cayeron algunas celdas, lo mismo que en el de San Bartolomé. Fue la iglesia de San Vicente la que menos sufrió.
Las casas de la ciudad también experimentaron daños, quedando algunas inhabitables, y fuera de las murallas algunas caserías vieron dañadas ventanas y puertas.
Voló parte del Castillo, quedando en estado de ruina lo que siguió en pie. Murieron diez soldados que estaban de guardia, volando sus cuerpos por el aire y siendo encontrados al día siguiente en el muelle y en las huertas de la Mota miembros despedazados de ellos. Entre las ruinas quedaron dos presos. Murió en la ciudad un joven pintor, Isidro Adán de los Ríos, que estaba trabajando en su taller, un niño al que aplastó una chimenea y un gallego en el puerto.
La monja describe el pánico de la gente: "Salían de sus casas los que estaban en ellas para huir del peligro y encontraban en la calle mayor riesgo, acudían en confusas tropas a los templos pidiendo a Dios piedad y misericordia con tristes voces, pareciéndoles que en el sagrado recinto de la iglesia había alguna seguridad y, encontrándose los que entraban con los que salían huyendo del mismo peligro que igualmente amenazaba en los templos, crecía la confusión, el desorden y triste clamor al cielo. No había esposo para esposa, ni padre para hijo, ni amigo para amigo; el primer cuidado y la primera diligencia era salvarse cada uno como pudiera del peligro".
"Estos son los efectos de la ira de Dios", termina la monja, "provocada de las culpas de los hombres, que para castigarlos se pone la espada en la mano (...) En mucha obligación nos quedamos todos de amar y temer a Dios; de temerle, pues aunque a veces disimule, cuando menos se piensa sabe castigar los humanos desconciertos; de amarle, pues sabe su piedad avisarnos con el mismo castigo para que se enmiende, sabiendo que es el fin a que se mira en los acontecimientos públicos".
Otra versión de aquel triste suceso que nos ha llegado y acaso la que con más realismo recoge el hecho es la de un fraile del convento de San Telmo, cuyo nombre se desconoce pero cuyo testimonio se conserva en el archivo de Simancas. El documento merece que sea conocido por los donostiarras de nuestros días.
"... A las dos, cuando ya el redoble de las campanas alentaba la piadosa devoción de los fieles a celebrar con tierno afecto del alma la Concepción sin mancha de María, comenzaron a enmarañarse los aires y encopetarse de nubes el cielo y aparecer lóbrega noche lo que era día y conocíase que lo era en una confusa luz ni bien clara ni bien oscura.
A este mismo tiempo comenzó a alborotarse el mar con tan desusado movimiento que causaba admiración y temor a la curiosidad que le miraba; advirtieron en su espacioso campo entre las confusas luces que suministraba el Cielo remolinos extraordinarios que subían en pirámides el agua. Creció a las tres y media o tres la marea y subió tan fuera de los comunes términos que ocupó el camino que va desde la ciudad al convento de San Bartolomé con gran parte de los arenales, subió a las huertas que están en el camino del Antiguo arrancando las tapias que para su defensa puso la industria de los labradores, derribando antiguas tapias de piedra detrás del convento de San Sebastián el Antiguo, ocupó todos los caminos que miran al Mediodía y Occidente y la mayor parte de los arenales y entró por las huertas siendo considerable el daño que ha hecho en unas y otras.
Subía el golpe de las olas a tanta altura que excedió en mucho a los muros de la ciudad que miran al muelle, entrándose el agua dentro de ella a la parte que llaman el Ingente ya por sobre las murallas ya por los mismos conductos por donde sube el agua de la ciudad cuando llueve.
A las tres y media poco más o menos creciendo por instantes la tempestad comenzaron las nubes que se miraban con una horrorosa preñez a abortar en desahogos de truenos y relámpagos los impacientes ardores que estaban aprisionados en sus entrañas.
A las cuatro a poca diferencia fulminó el cielo rayos y centellas que vieron muchos ya en la plaza ya en sus calles y también en templos a donde por el temor se acogieron muchos.
Dio un rayo en el Castillo que está en la eminencia de una montaña a cuya falda está edificada la ciudad por la parte que mira al Oriente y Mediodía. Prendió la pólvora del almacén donde cayó el rayo donde había 780 quintales y al mismo tiempo se vio hecha un volcán la ciudad conmoviéndose al estallido y conmoción del aire aun los más fuertes edificios.
Los que estaban en los templos persuadidos que se arruinaban, con tristes clamores buscaban la puerta para librarse del riesgo que creyeron sería cierto; creció la confusión, aumentóse el temor y el triste clamor con el ruido de la multitud, de piedras, vigas, tablas y tejas que al impulso de la pólvora volaron del Castillo y como un espeso granizo caían en tejados, calles y plazas de la ciudad sin que hubiese parte donde la mayor seguridad no fuese el más conocido peligro. En templos, conventos y casas desencajó de sus quicios puertas, ventanas y vidrios, derribó tabiques y paredes y saliéndose de sus casas los que estaban en ellas, por huir del peligro encontraban en la calle mayor riesgo.
Acudían en confuso tropel a los templos pidiendo a Dios piedad y misericordia con tristes voces, pareciéndoles que en el sagrado de las iglesias había alguna seguridad y encontrándose los que entraban con los que salían huyendo del mismo peligro que igualmente amenazaba en los templos, crecían la confusión, el desorden y el triste clamor del Cielo. No había esposo para esposa, ni padre para hijo, ni amigo para amigo; el primer cuidado y la primera diligencia de cada uno era salvarse como pudiera del peligro.
Es indecible el daño que ha causado en la ciudad y sus edificios; en la iglesia mayor de Santa María derribó todos los vidrios y lo mismo en los demás templos y casas de la ciudad.
En el Castillo ha volado mucha parte de él, amenazando ruina la mayor parte de lo que ha quedado en pie; murieron diez soldados que estaban de guardia volando los cuerpos hechos pedazos por el aire; hallándose el día siguiente ya en el muelle y ya en las huertas de la Mota los miembros de aquellos despedazados, a una parte la cabeza, a otra los pies, a otra un muslo. Quedaron entre las ruinas sepultados dos presos. En la ciudad murió del golpe de una piedra un pintor que estaba trabajando en su obrador; un niño que cogió debajo una chimenea, y en el muelle un gallego, y muchos navíos recibieron considerables daños de las piedras que cayeron del Castillo; todos los tejados quedaron tan mal tratados que corrían arroyos de agua en las iglesias, conventos y casas sin que hubiera parte donde librarse del agua; no parece según lo que llovía sino que se abrieron las cataratas del Cielo continuando la lluvia hasta el domingo siguiente inclusive".
Y para terminar esta página de tan triste episodio de nuestra historia, diré que no fue aquella la primera vez que una voladura similar acaecía en la Mota: el 4 de diciembre de 1575, también por un rayo, volaron 25 barriles de pólvora y sucedieron muchas desgracias.
El Ayuntamiento, reunido a los pocos días de la tragedia de 1688, acordó que el 8 del mes de diciembre tuviera lugar a perpetuidad en la iglesia de Santa María una solemne rogativa y que se celebrara con igual solemnidad el día de su octava. Se imploró la protección de Nuestra Señora del Coro, haciéndose un voto que se sigue cumpliendo hasta nuestros días.
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