jueves, 28 de junio de 2012

El mercado de la Brecha

Los mercados de San Sebastián suelen ser regalo de la vista del ocioso que se da una vuelta por ellos en cualquier época del año. Como es lógico, es en las fechas de Navidad y Nochevieja  cuando están más rebosantes de género y el recorrerlos es un auténtico aperitivo que va preparando el estómago para las  tradicionales comidas festivas. Sin ser un Pantagruel, uno disfruta viendo los capones y pavos, los conejos y liebres, los corderos y morcillas, las terneras que para si quisieran los invitados cervantinos de Camacho. Nada digamos los productos de la huerta, los que llegan de los caseríos guipuzcoanos o de lugares más lejanos, o de las inalcanzables, por su precio, angulas, besugos, chipirones y merluzas.

Antes de construirse el mercado de la Brecha, era en la plaza de la Constitución donde la gente iba a comprar los alimentos y antes de levantarse esta plaza, llamada Nueva, las compras y ventas de géneros alimenticios se hacían en las calles y de tal forma caracterizaban a éstas este tipo de comercio que la gente las conocía por los nombres de los géneros que en ellas se ofrecían al consumidor. Así había una calle de la Verdura que desapareció en el incendio de 1813 y que estaba tras las casas de Jaureguiondo, en la Plaza Vieja; había una Aza-Kalezarra o calle de la Berza, y otra de la Leche, Esnategui, y del carbón, Ikazkalia. El 16 de octubre de 1722 se consiguió una Real Previsión en virtud de la cual se prohibía este mercado callejero de comestibles, excepto en la citada Plaza Nueva y en algunas tiendas de las afueras de la ciudad.

Hacia mediadiados del siglo pasado (s.XIX) se colocaban en el centro de la plaza de la Constitución varias hileras de bancos y allí se sentaban las caseras que pagaban un cuarto por su ocupación. Estos bancos eran propiedad del Ayuntamiento que los adjudicaba en subasta y era el arrendatario quien percibía el pequeñísimo canon que cobraba a las caseras. Una vez que éstas se iban, los bancos se guardaban en la Casa Consistorial hasta el día siguiente.

Cuando llovía, los bancos se colocaban en los soportales y allí tenía lugar la compraventa de los artículos. Los lugares más comerciales eran los situados frente a los comercios de la viuda de Leclerq, Baroja, Campión, Escauriaza, Leaburu, Aristizabal, Ayani y Petit Jean, todos desaparecidos.

La pescadería existía pero todos los días se colocaban unas cuantas mujeres en el cruce de las calles Narrica y Pescadería y allí con sus cestos iban vendiendo la mercancía. En los arcos de la Casa Consistorial se hacía el repeso del pan, operación destinada a comprobar el peso de las fracciones de pan que se cortaba de las hogazas. No faltaban el examen del pescado y mediante un graduador, pues todavía no existía un laboratorio municipal, el de la leche.

El espectáculo de la plaza en las horas mañaneras era animado y bullicioso. "Calei Cale", el cronista que lo conoció, nos habla de auténticas oleadas de carne humana, por la gente que se aglomeraba en los bancos de provisiones de boca, y de las voces de las caseras llamando a las parroquianas. Todo este espectáculo variopinto y popular desapareció al construirse el mercado de la Brecha.

Cuando el 25 de julio de 1719 las tropas del Duque de Berwick asaltaron la ciudad comenzaron a batir la cortina de la Zurriola, entre dos baluartes redondos, consiguiendo abrir dos brechas entre el Cubo de Amézqueta y el Cubo de Hornos. Un siglo después, el 31 de Agosto de 1813, las tropas anglo-portuguesas entraron en la ciudad tras batir el lienzo de la muralla que cubría la parte próxima a la Zurriola, penetraron en la ciudad por la misma brecha. La gente conocía con el nombre de la Brecha desde hace más de dos siglos el lugar donde hoy se alza el mercado. Después de 1813 se construyó una fortificación ocupando parte de terrenos particulares de la calle de San Juan y la Zurriola cuyos propietarios reclamaron una indemnización que por fin se pagó en 1869 y que ascendió a 75.000 pesetas. Poco después del derribo de las murallas el arquitecto Antonio Cortázar proyectó el nuevo mercado cuyas obras comenzaron en la primavera de 1870 y terminaron en julio de 1871. Las dirigieron los arquitectos N.Barrio y José Goicoa y costaron 559.776 reales de vellón.

El mercado se componía de dos naves de 45 metros de largo y 13 de ancho en dirección norte-sur y una tercera nave de 22,80 metros de largo por 8,60 de ancho que unía a las anteriores. La altura de los pabellones era de 11 metros hasta la cornisa. Quedaba un patio central que ocupaban las caseras utilizando unos bancos para colocar verduras, hortalizas y frutas.

Este patio fue cubierto en 1898 y cerrada la fachada abierta, llevando a cabo las obras Ramón Múgica. El primitivo mercado estaba cerrado por una verja por el lado del Boulevard.

Si el edificio sigue casi igual que cuando se inauguró, no ha sucedido lo mismo con la plaza que hay detrás de él, en las proximidades de la Pescadería. Entre la fonda de Elícegui, la posada de Santero y el negocio de paraguas del "honrado gallego Gómez", como le llamó Dionisio de Azcue "Dunixi", que ampliaba su actividad afilando cuchillos y tijeras, se reunía a diario un mundo variopinto formado por buhoneros y vendedores ambulantes, quincalleros y charlatanes, bersolaris y vendedores de coplas y de agua de limón, barquilleros..... Se vendía el elixir que curaba dolores de muelas, los cromos con historias bíblicas, botones, agujas, trencillas, alguna gitana echaba la buenaventura, el vate popular en ripiosos versos refería los últimos momentos del condenado a garrote vil....

Aquellos puestos del mercado y el mundo variopinto de la plazoleta junto a la pescadería, la estampa de las cocineras y criadas que con unas inmensas cestas de mimbre iban a la compra, sólo quedan en la memoria de los viejos por habérselo oido relatar a sus abuelos, y en las descripciones de algunos cronistas de la época.

(Juan María Peña Ibañez- "Del San Sebastián que fue"- 1999)







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